Jonás no sabía qué era eso de la ITT, ni le importaba, la verdad.
—Ah —murmuró, pensando que el otro era un loco o, a lo peor, un ocioso.
—Soy policía en excedencia.
—¿Cómo?
—Sí, que he pedido un permiso temporal para dedicarme a vender televisores —aclaró al labriego.
«Acabáramos», pensó el campesino. Un loco.
—No pierda el tiempo —dijo—. Sea lo que sea, no me interesa.
—No, no. No quiero hablar con usted por eso, es que colaboré en la investigación de la desaparición de su primo, Sebastián.
Jonás miró al desconocido con desconfianza. El detective observó que agarraba la azada con más fuerza.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas. ¿Hace un pito?
El campesino miró al intruso de arriba abajo. Ni contestó. Llevaba unas roídas alpargatas con unos sucios calcetines grises, pantalón de pana, una camisa de cuadros y una rebeca de lana de color aceituna.
—Quiero preguntarle una cosa que me intriga: ¿cómo es que la mujer de su primo se ha ido tan pronto a Barcelona?
Aquella pregunta actuó como un resorte. Jonás aceptó el Celtas que le tendía y aspiró para aprovechar la llama de la cerilla del desconocido.
—Nada la ata a este pueblo y tiene familia allí.
—Sí, sí, pero hace poco tiempo de la desaparición, apenas un mes.
Jonás levantó la mirada y observó a su interlocutor con un punto de malicia y una sonrisa que traslucía cierta condescendencia. Sobraron las palabras. Julio pensó que la gente de aquella tierra era así, poco amiga de aspavientos y artificios. Allí nada sobraba, ni el agua ni los recursos, y los campesinos se habían acostumbrado a luchar por arrancar hasta el último grano de trigo a la tierra. Por no desperdiciar, ni siquiera derrochaban las palabras.
—O sea que piensan ustedes que está muerto desde el principio.
El otro asintió.
—¿Y cómo es que la mujer de su primo no lo denunció? ¿Por qué no se quedó a gritarle al mundo que aquello era un asesinato? ¿Por qué no aguardar a que aparezca el cadáver?
Jonás sonrió, esta vez con cierta amargura.
—¿Dice usted que es policía?
—Sí, en excedencia.
—¿Y cómo me pregunta algo así, hombre de Dios?
Alsina supo que era difícil interrogar a la gente sencilla como aquella, que medía hasta la última palabra y prefería el silencio a una pequeña indiscreción.
—¿Tenía su primo enemigos?
—No; enemigos, lo que se dice enemigos..., no.
Decidió cambiar de táctica.
—Usted era muy amigo suyo.
—Como hermanos.
—Lo echará de menos, claro.
—No lo sabe usted bien.
—Y querrá que paguen los culpables.
Jonás ladeó la cabeza, como si sus deseos y la realidad no pudieran coincidir.
—Yo voy a hacer justicia —sentenció Alsina muy serio, tan serio que notó que impresionaba a su interlocutor.
—Ya le había dicho yo que no se metiera donde no debía.
—¿Se refiere usted a la caza?
—Sí.
—Pero usted cazaba con él...
—Sí, pero no en las tierras de don Raúl.
—Ya. Solía colarse en El Colmenar con el Bizco, ¿no?
—Sí señor, fue cosa de ese jodido idiota. Hace dos años, los guardas de don Raúl ya le dieron una buena paliza.
—¿A su primo?
—No, no, al Bizco, por cazar donde no debía. Le dijeron que si volvían a verlo dentro de la finca, lo mataban.
—Entonces piensa usted que don Raúl...
—Yo no he dicho eso.
—¿Les acompañó usted alguna vez al interior de la finca?
—Ni borracho. Aunque me insistieron mucho para que lo hiciera. Eso sí, les dejé a mi
Hocicos
para que me dejaran en paz y les advertí que no fueran por allí, querían cazar un «chino»
[1]
. Al parecer, le habían echado el ojo a un berraco de buenas defensas.
—¿Su
Hocicos...?
—Sí, mi mejor perro de caza.
—¿Y ha vuelto a verlo?
—¿Al perro? Quiá, desapareció con ellos.
—¿Cómo era?
—Pequeñico, de color canela. Con un collar azul.
—¿Y por qué zona iban a cazar?
—Por el norte de la finca, donde los terrenos besan la sierra, ahí hay buena caza, crece mucho árbol y hay alguna que otra encina de la que comen los «chinos».
—Ya.
Los dos hombres quedaron en silencio.
—¿Cree usted que pasa algo raro en el pueblo?
Jonás volvió a sopesar con cuidado sus palabras mirando al suelo a la vez que se apoyaba en uno y otro pie sucesivamente.
—La gente tiene miedo, eso es seguro; pero mi primo y el Bizco se lo buscaron, fueron donde no debían y...
El policía observó que a aquel duro labriego se le saltaban las lágrimas. Decidió no continuar apretando.
—Tome. Quédeselo, por favor —ofreció tendiéndole el paquete de tabaco—. Y gracias.
—Tengo que recoger mis ovejas —dijo Jonás encaminándose a un ciclomotor que descansaba en la cuneta—. Y yo con usted no he
hablao.
—Descuide. No sé ni quién es usted —acertó a musitar Julio Alsina, aunque su interlocutor ya no le oía.
Entró en el coche y encendió un pequeño transistor. Sonaba una canción de Los Brincos, «A mí con esas», que le encantaba y que le ayudó a relajarse y reflexionar.
Con las manos en el volante, el coche parado y la vista perdida en el horizonte de aquella yerma extensión de terreno, pensó para sí: los dos furtivos debían de ser eliminados por cazar donde no debían, todo el mundo lo creía así. A Antonia García la habían asesinado. Que fuera el americano u Honorato era otro asunto, pero tampoco había más misterio en ello. Paco Quirós y su novia bien podían haberse fugado para casarse y vivir lejos de allí. Y, por último, quizá Ivonne se había suicidado de verdad. Estaba loco, y todo era producto de su imaginación y de la ignorancia de unos labriegos, seguro.
Tenía que ir a San Pedro del Pinatar a visitar a un cliente. Quizá aquel caso nunca había existido. Arrancó el motor y justo
antes de pisar el acelerador se dijo que, aunque todo parecía tener una explicación racional, había dos cosas que no le convencían: una, todos los desaparecidos o fallecidos tenían de un modo u otro relación con la finca de don Raúl, El Colmenar, y dos, en el pueblo pensaban que algo malo ocurría allí hasta el extremo de haber sacado a san Antonio Abad en procesión de rogativa. Hasta el cura. No le costaba trabajo seguir haciendo preguntas.
Aquella misma noche recibió una llamada telefónica. Mientras tomaba notas sobre el caso en su cuarto, doña Salustiana llamó a su puerta:
—Le llaman, don Julio. Una clienta suya de Cartagena.
Dio un salto y corrió al teléfono, situado en el pasillo; en su camino se cruzó con el efebo que se beneficiaba a la patrona. Éste le saludó con un gesto con la cabeza que a él le pareció despectivo. Se fijó en que llevaba unos tejanos Lois y pensó en la mujer de don Diego, el viajante. Llegó al aparato que colgaba balanceándose junto a la pared.
—¿Diga? —contestó algo ansioso.
—Soy yo —dijo la voz de Rosa Gil desde el otro lado del hilo telefónico.
—Hola.
—Hola. He logrado una cita con el cura, don Críspulo.
—Fantástico. ¿Cuándo?
—Mañana. Tiene que venir a un encuentro diocesano y pernoctará en Murcia. A las siete podremos hablar con él. Soy muy amiga del secretario del obispo, su mano derecha, y me debe un favor.
—Bien, bien —asintió.
Reflexionó en que parecía mentira que ella estuviese cerca, en su casa, cuando el sonido de su voz a través del cable, tan metálico, sonaba como si se encontrara a miles de kilómetros de distancia. Se sintió mal al pensar que sólo con bajar un piso podrían hablar cara a cara como lo que eran, dos personas a las que les gustaba estar juntas. Simplemente. ¿Por qué era todo tan complicado?
—¿Cómo te ha ido hoy? —se oyó preguntar a sí mismo.
—Bien, bien, he tenido un día agotador. ¿Y tú?
—He vendido una remesa de cinco televisores a una tienda de San Pedro del Pinatar —informó entre risas—. Ah, y en La Tercia me he entrevistado con un pariente de Sebastián.
—Uno de los furtivos desaparecidos.
—Exacto.
—¿Y?
—Creo que jugaron con fuego y que se los cargaron en la finca.
—Sí, parece lo más probable.
Silencio.
—Bueno... —dijo Rosa.
Se sintió como un idiota; no quería colgar, pero ¿por qué?
—¿Cómo quedamos para mañana?
—A las siete de la tarde, espera en la puerta del Obispados
—De acuerdo.
De nuevo quedaron en silencio.
—¿Cómo estás? —dijo él de improviso.
—Pues... bien, supongo.
—¿Sabes?, me gustaría verte, no sé, hablar y eso. Me gusta escuchar tu voz, cómo gesticulas y cómo ríes.
—Julio...
—Ya sé, ya sé. ¿Te das cuenta de qué tonterías estoy diciendo?
—No son tonterías.
Alsina sintió un pequeño pronto, como de alegría.
—Tengo que colgar, Julio —dijo ella—. Mañana nos vemos. He dicho en el Obispado que eres policía.
—Y es cierto.
—Ya.
Silencio.
—¿Colgamos? —propuso Rosa.
—Deberíamos, sí —coincidió él, y al ver que su patrona lo miraba con demasiado interés desde la cocina, se giró para que no le viera la cara.
—Viene mi madre —indicó Rosa.
Un clic le hizo saber que había colgado.
Volvió a su cuarto arrastrando los pies. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué tenía la voz de Rosa Gil? Quiso verla como la veía antes, una preboste de la Sección Femenina, una solterona.
No podía.
Pensó que a veces la costumbre cambia la percepción que tenemos de las personas. Los rostros, las impresiones, las voces de la gente no son siempre igual. Tuvo que convenir en que los sentimientos modifican la forma en que vemos a los demás, y quizá le había ocurrido algo así con Rosa Gil, que, por su parte, parecía tan confundida como él. O más.
Pasó el día siguiente recorriendo pueblos de las cercanías de la capital, como Alcantarilla, Las Torres de Cotillas y Molina de Segura, donde, sorprendentemente, las ventas se le dieron bien. Pensó que, de seguir así, se haría con un buen capital a final de mes. Y eso que realizaba el trabajo a medio gas, con desgana y más pendiente de sus pesquisas que de otra cosa. ¿Volvería al trabajo policial tras acabar la excedencia?
Por vez primera comenzó a valorar la posibilidad de no hacerlo. El Régimen seguía dando noticias vacuas en los medios de comunicación, que no aportaban nada, pero mantenían a la población distraída de los asuntos políticos. «Una azafata aborta el secuestro de un avión», rezaba el diario
Línea.
«Florecieron los almendros», decía otro titular.
¡Menuda imbecilidad! «Florecieron los almendros...» ¿Qué noticia era aquella? Y además, en primera página. Jesús.
Los periódicos destacaban también que Nixon se iba a encontrar con serios problemas presupuestarios por los gastos militares. Era lo típico, se ponía el énfasis en las dificultades de otros gobiernos, sobre todo del estadounidense, en un intento desesperado de grabar a sangre y fuego en la gente el viejo refrán: «En todas partes cuecen habas».
El Murcia había ganado al Rayo por uno a cero in extremis por lo que el vulgo se hallaba feliz. Todas estas noticias contribuían a que otras, más desagradables, pasaran inadvertidas. Por ejemplo, a Alsina no se le escapó que desde el mes de marzo se restringiría la música ligera extranjera de las emisoras de radio y de TVE. El cincuenta por ciento de la música programada habría de ser española. Sonrió para sus adentros.
Por la tarde, tras visitar un par de comercios en la ciudad, hizo tiempo tomando un café en la calle Platería y a las siete menos cinco estaba en la plaza de Belluga, justo en la puerta del Obispado.
Rosa Gil se asomó al enorme arco y le hizo una seña para que la siguiera. Caminaron por el patio a paso vivo y tras adentrarse en una puerta que se abría a la derecha recorrieron un pasillo y llegaron a un cuarto donde don Críspulo, el joven sacerdote de La Tercia, los esperaba con cara de pocos amigos. Lo acompañaba un cura de unos treinta años vestido de seglar. Era el secretario del obispo, un salesiano joven y bien parecido.
—Os dejo —dijo saliendo del cuarto.
Rosa y Alsina tomaron asiento ante una mesa frente al cura, que parecía un vulgar detenido.
—Soy Rosa Gil, y este señor es Alsina, de la policía —presentó ella, pensando que si llamaba a Julio por su apellido la relación que había entre ellos parecería de índole exclusivamente profesional.
—Sí, les vi en el pueblo. Y usted me abordó —añadió dirigiéndose al detective, que de inmediato tomó la palabra:
—Queríamos hacerle unas preguntas sobre lo que está ocurriendo en ese lugar.
—Sólo hablo con ustedes porque me obligan mis superiores, que quede claro.
—Lo que diga quedará entre nosotros, descuide —lo tranquilizó Alsina—. ¿Por qué hizo usted la procesión de rogativa?
Don Críspulo miró hacia arriba a la vez que resoplaba. Era evidente que no le agradaba la pregunta. Parecía apenas un niño, rubio, delgado y de tez blanca. Sólo acertó a decir:
—No me conocen.
—¿Cómo?
—Sí, que yo no soy un cura analfabeto, de pueblo. Estudié Teología y Filosofía en Roma.
—Nadie ha dicho lo contrario.
—Ustedes me miran como si fuera un supersticioso e ignorante párroco rural, y a veces hay asuntos que no se pueden explicar. Las cosas, sobre el terreno, se ven de manera distinta.
—Para eso estamos aquí, don Críspulo. Sabemos que se han producido desapariciones en el pueblo.
El joven cura se pasó la mano por el pelo:
—Cuando llegué a La Tercia me hice cargo de varias parroquias pequeñas. Trabajo en una comarca muy despoblada. Apenas hay pequeñas agrupaciones de casas aquí y allá, unos villorrios, fincas y algún que otro caserío. Mi labor es itinerante. La vida allí es dura, y muchos han emigrado. Por eso, al principio, la gente me pareció atrasada, como del siglo pasado. Yo vengo de Madrid, y claro, aquello es otro mundo. Cuando empezaron a venirme con quejas, con sus miedos, me lo tomé a risa. Primero fue lo de Antonia. La mataron. Hasta ahí no hubo problema. Pero luego desaparecieron los dos cazadores y, más tarde, los novios. —Julio pensó también en Ivonne y Veronique—. La gente comenzó a murmurar porque todos estaban relacionados de alguna manera con la finca, y decían que allí pasaban cosas raras.