1969 (38 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Se giró, cogió la maleta y cuando iba a salir sonó el teléfono de nuevo.

—¿Qué quieres ahora?

—¿Oiga?

Era una voz femenina.

—¿Alsina?

—Sí, el mismo.

—Soy Assumpta. Me voy de Madrid.

—Claro...

—Sólo quiero decirle que he pensado en lo que usted dijo, ya sabe, eso de que quería detener a los asesinos de Ivonne. No merece la pena, es una guerra perdida de antemano. Déjelo.

El inconfundible sonido del teléfono que comunicaba le hizo saber que la joven había colgado. No pudo decir ni hacer nada. Aquella sempiterna e insoportable sensación de fracaso que le acompañaba desde niño volvió a manifestarse.

Pensó en Rosa Gil y en el futuro y tomó la maleta para volver a casa.

Condujo casi toda la noche, parando de vez en cuando para tomar un café y combatir así el sueño. A las ocho de la mañana se detuvo en la venta del Olivo, a unos ochenta kilómetros de su destino, y tomó un par de tostadas y un café. Cuando iba a pagar quedó petrificado al ver los titulares de
La Verdad
en un expositor de prensa y revistas: «Detenido en Murcia un grupo de peligrosos comunistas». Rápidamente tomó un ejemplar y devoró la noticia. Venían tres fotografías de los jóvenes fugados de Cataluña tras atacar al rector de la universidad. Uno de ellos era el chico al que había visto hablando con Ruiz Funes en la calle. Seguro que Joaquín los había cobijado en su casa hasta encontrarles acomodo. Qué desastre. Y aún decía que no era comunista.

Ahora estaban detenidos y cantarían. Joaquín debía irse de Murcia. Y a toda prisa.

Llamó a casa de Ruiz Funes desde el teléfono público que había en la venta, pero no hubo respuesta. Mala señal. ¿Lo habrían detenido ya? Pensó que a lo mejor estaba durmiendo.

Se le pasó por la cabeza llamar a Rosa. No, era muy temprano, no debía.

Decidió darse toda la prisa posible y salió a la calle subiéndose el cuello de la gabardina para protegerse del frío que le traspasaba como si le clavaran mil cuchillas. Subió al coche, arrancó y pisó a fondo el acelerador. Temía por Joaquín, pues, dijera lo que dijese, era comunista y corría peligro.

Tuvo la suerte de hallar poco tráfico en la carretera. Apenas se atascó al adelantar a un par de camiones, pero una vez rebasada Cieza pudo pisar a fondo y llegar a la pensión a eso de las nueve y cuarto de la mañana. Cuando llegó al portal, comprobó sorprendido que la calle estaba cortada. Había muchos curiosos, policías e incluso fotógrafos de prensa. Delante de la entrada del edificio yacía un cuerpo cubierto por una manta. Reconoció las zapatillas caseras de Práxedes, el loco comunista de las palomas. Preguntó a unos y a otros y le dijeron que había saltado desde la azotea. Comenzó a invadirle una desagradable sensación de irrealidad.

Cuando intentó entrar en el portal, dos agentes uniformados se lo impidieron, pero alegó que vivía en la pensión y le dejaron pasar, pues lo conocían de comisaría. Subió las escaleras y tras comprobar que había agentes de paisano que venían de arriba, llegó hasta la azotea movido por la curiosidad.. Allí comprobó cómo algunos de los hombres de Guarinós registraban a fondo el cuartucho del viejo comunista destrozando sus aparatos de radio y espantando a las palomas.

¿Por qué registraban la pequeña habitación, si aquello había sido un suicidio?

Decidió bajar a la pensión, estaba cansado. Inés le abrió muy alterada y, según le dijo, el viejo se había arrojado por la azotea al ver que los de la Político Social iban a detenerle. Se decía que lo iban a apresar por comunista.

—¡Hombre, don Julio! —exclamó la dueña de la pensión al verle entrar.

Alsina la saludó con una inclinación de cabeza, cortésmente, pero con cierta frialdad.

—Tengo un recado para usted. Le ha llamado su amigo Ruiz Funes, dice que le telefonee usted a su casa, es muy urgente.

El policía dejó la maleta en el mismo pasillo, junto a la pared, y marcó el número de Joaquín. Él mismo se puso al aparato.

—Soy yo.

—¡Alabado sea Dios! —se alegró al escuchar a Julio al otro lado del aparato.

—Pero ¿qué haces en tu casa? Sal de ahí ahora mismo.

—Te estaba esperando.

—¿Qué has hecho? ¿En qué lío te has metido?

—No es momento de reproches. No localizo a Blas desde ayer. He ido a su casa tres veces y no abre. Su coche está aparcado en el garaje. Le ha pasado algo, Julio.

—Tienes que colgar el teléfono y salir de casa. Coge dinero, voy para allá. Nos vemos en el jardín de Santa Isabel.

Colgó el teléfono y salió a la calle a toda prisa. En los escasos diez minutos que tardó en llegar a su destino repasó los hechos: Joaquín era comunista, seguro. Había alojado a unos jóvenes en su casa que hablaban en catalán y, ahora, la policía había detenido a unos estudiantes fugados de Barcelona tras los incidentes de la universidad. Eran ellos, no podía darse tal casualidad en una ciudad tan pequeña como aquélla.

Joaquín le había concertado una cita con un espía comunista de la embajada de México y además se relacionaba con un viejo y conocido rojo que supuestamente se acababa de lanzar por la ventana ante su inminente detención por los perros de Guarinós. Era cuestión de horas que detuvieran a Joaquín, quizá de minutos. De hecho, no se explicaba cómo seguía en libertad. Aún tenía tiempo de escapar. Debían encontrar a Blas y conseguir un billete de tren que los sacara de la ciudad. Ruiz Funes era hombre previsor y seguro que tendría dinero en el extranjero.

Cuando llegó al jardín de Santa Isabel se encontró con Joaquín hecho un guiñapo, sin corbata, con la camisa arrugada y con la cara descompuesta por el miedo.

—Se lo han llevado, seguro —dijo refiriéndose a Blas. Era evidente que le preocupaba más la seguridad del forense que la suya propia.

—¿Tienes dinero?

El otro asintió.

—Bien, pues cálmate. Os voy a sacar de aquí. Práxedes ha muerto.

Ruiz Funes quedó sorprendido ante la noticia, pero como Alsina continuaba la marcha muy decidido no tuvo más remedio que seguirle. No tardaron en llegar al domicilio del forense, en la calle Pascual. Ruiz Funes tenía llave, por lo que accedieron sin problemas al portal y subieron hasta el segundo piso. Era un edificio antiguo, con solera, de enormes escaleras de mármol y amplios ventanales de roble con cristaleras de colores.

—Está echado el cerrojo —dijo Ruiz Funes tras intentar hacer girar la llave en la cerradura del piso infructuosamente.

—Quita —dijo Alsina sacando una maza que usaba Inés para cascar almendras de debajo del abrigo. Ruiz Funes puso cara de susto, pero se hizo a un lado. Con un par de martillazos, Julio reventó la cerradura. Logró que la puerta cediera de una patada y entraron a toda prisa.

—¡Blas, Blas! —gritaba Joaquín fuera de sí.

Alsina fue el primero en encontrar al forense, exánime en su sillón favorito, con un agujero de color rojo oscuro en la sien derecha y el lado izquierdo del cráneo reventado por la salida del proyectil. Aun así, pese a lo dantesco de la escena y los fragmentos de pelos, sesos y sangre que impregnaban las cortinas, rostro parecía sereno.

Julio quedó inmóvil y escuchó los gemidos de Joaquín, que lo sobrepasó llorando como un niño.

Arrastraba los pies como temiendo llegar hasta lo inevitable. En el momento en que Ruiz Funes tomaba a su amado en brazos como acunándolo y gritando: «¡No!, ¡no»!, se oyeron los pasos de los guardias entrando en el pasillo. Alsina, turbado por los últimos acontecimientos, vio de reojo a Guarinós que se ponía a su altura. Sonreía.

Un guardia se acercó a Ruiz Funes por la espalda e hizo amago de sacar algo del bolsillo de la chaqueta.

—Mire, jefe —dijo llamando la atención del responsable de la Político Social.

Alsina advirtió que mostraba una pistola. Ahora entendía por qué no habían detenido a Ruiz Funes. Lo habían preparado todo.

—El arma del crimen —sentenció Guarinós—. Cosas de mariconas.

—Pero ¿qué dices? Si la traía el guardia. Yo lo he visto —protestó Julio.

—Tú eres un mierda, un alcohólico. El arma estaba en el bolsillo de Ruiz Funes. Además, es comunista —contestó el jefe de la Político Social.

Antes de que pudiera decir nada más, habían esposado a Joaquín y lo arrastraban por el pasillo. No se resistía, parecía como ido, lejos de allí. Daba la sensación de que ni sabía lo que le estaba pasando. El cuerpo del forense rodó por el suelo mientras Alsina se encaraba con Guarinós:

—¿Qué coño te pasa, hijo de puta? ¿Qué quieres?

—Lo sabes perfectamente —replicó el otro sin inmutarse con una desagradable sonrisa en los labios.

Los guardias salieron igual que habían entrado a un gesto de su jefe y Guarinós se dio la vuelta para abandonar la casa.

—¡Llévame a mí, cabrón! ¡Es lo que quieres! ¡Llévame! —se oyó gritar a sí mismo Alsina, solo y junto al muerto que yacía en el suelo, sin dignidad. Se sentía preso de la más horrible desesperación. ¿Qué le había ocurrido?

Todos habían salido de allí. . —¡Hijos de puta! —gritó como si estuviera loco—. ¡Hijos de puta!

¿Qué estaba pasando? Tenía que pensar.

Se habían llevado a Joaquín detenido. Le iban a cargar la muerte de Blas.

Un momento, ahora lo veía claro. Lo habían matado ellos. Para cargarle el muerto a Joaquín y presionarlo a él. Tenía que hablar con Rosa. Cuanto antes.

Dio la vuelta al cuerpo de Blas para dejarlo boca arriba, le colocó las manos sobre el pecho intentando no mirar el lado izquierdo de su cabeza y le cerró los ojos. No supo por qué, pero le hizo la señal de la cruz en la frente. Salió corriendo del piso chocando con un guardia que vigilaba en la puerta y se cruzó con el juez, que llegaba al lugar del deceso con expresión de no poder soportar la rutina.

Salió a la calle sin reparar en que las nubes habían cubierto el cielo y comenzaba a chispear.

Corrió todo lo que pudo hasta llegar a la calle Almenara. Una vez allí, subió las escaleras de dos en dos y llamó al timbre de casa de Rosa. Abrió doña Ascensión, que parecía fuera de sí. Lloraba convulsamente como una niña.

—¿Qué ocurre? —preguntó temiéndose lo peor.

—Han detenido a Rosa. Dicen que es comunista.

El depósito

Tres horas tardó el abogado en volver a la sala de espera de la comisaría. Alsina, desesperado, se levantó y dijo:

—¿Qué?

Alfredo Ayala ladeó la cabeza. Pintaba mal. Alsina había acudido a buscarle a toda prisa a su gabinete de la Gran Vía diciéndole que no reparara en gastos. Los padres de Rosa permanecían atrás, como en un segundo plano. No se atrevían ni a acercarse.

—Los acusan de conspirar para cometer un atentado.

—¿Cómo?

—Dicen que son comunistas, que los jóvenes de Barcelona los han delatado. Quieren acusar a Joaquín de asesinar a Blas, el forense, porque, según ellos, les había traicionado.

—¡Qué tontería! ¿Y Rosa? Es falangista.

—Una infiltrada del PCE, según ellos.

—Están locos.

—Voy a solicitar que salgan bajo fianza, pero con la Político Social de por medio me temo que será imposible. Me voy al juzgado, les van a tomar declaración y no me dejan estar presente. Se plantean llevarlos a Madrid, al TOP
[2]
.

—Jesús, María y José! —exclamó doña Ascensión santiguándose mientras su marido la abrazaba.

—Váyanse a casa. No teman —los tranquilizó el letrado—. Por cierto, Alsina, dicen que pases, que quieren hablar contigo.

Julio miró a los padres de la chica y les dijo:

—Descansen un rato. Yo me encargo. No le va a pasar nada, yo respondo. Luego les llamo.

Antes de entrar en el despacho que le indicaba el abogado miró de reojo y vio que los tres iban camino de la puerta de la comisaría. Adolfo Guarinós lo esperaba con los pies encima de la mesa. Al verle entrar descolgó un teléfono y ordenó:

—Que bajen.

—¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer?

—Un momento, sin prisas.

No habían pasado ni tres minutos cuando el comisario y el gobernador civil hicieron su entrada en el despacho de Guarinós. El jefe de la Político Social les invitó a sentarse en un sofá de tres plazas que tenía para las visitas y les sirvió sendas copas de coñac:

—¿Un Licor 43? —le ofreció el comisario con cierto retintín.

—No, gracias —rechazó Alsina mirándole con cara de pocos amigos.

Guarinós se sentó en una silla frente a él, junto a sus jefes, como un perro fiel. Era obvio que disfrutaba con todo aquello. Ni siquiera le invitaron a sentarse.

—Bueno —comenzó diciendo el gobernador, don Faustino Aguinaga—, la cosa ha hecho crisis.

—¿Y?

—Ha hecho crisis por tu culpa —añadió Guarinós.

—¿Cómo?

—Sí, sabemos que lo sabes.

—Que yo sé, ¿qué?

—Lo que hacen los de Wilcox. Queremos las pelotas de don Raúl.

—Yo no sé nada.

El comisario, don Jerónimo, dijo entonces con una amplia sonrisa en los labios:

—Tú dijiste antes de ir a Madrid que habías aclarado el misterio.

Sabían que había estado en Madrid. ¿Sabrían que Veronique estaba viva?

Entonces reparó en algo peor, algo que le hizo sentir un escalofrío. Él sólo había dicho saber lo que estaba ocurriendo delante de Blas, Joaquín y Rosa. Su rostro debió de reflejar que sentía como si, de repente, le hubieran sacado toda la sangre del cuerpo.

Aquellos tres hijos de puta estallaron en una violenta carcajada:

—Sí, hijo mío, sí, uno de sus amigos le traicionaba —dijo el gobernador.

—Das pena, créeme. Deberías verte —apuntó Guarinós.

Intentó pensar. Rápido.

Blas.

Eso era. Blas le había traicionado y se pegó un tiro por ello, o le habían matado. Claro, era evidente, Blas.

—¿Qué quieren de mí?

—Cuéntanos lo que sabes —concretó Guarinós.

—¿Y los soltarán?

—¿Todavía te preocupa esa puta que te ha traicionado? —dijo el comisario.

Julio sintió que se le doblaban las piernas.

—¿Cómo? —acertó a decir—. ¿Rosa?

Los otros tres volvieron a reír a carcajada limpia. Se daban codazos e incluso el gobernador sacó un pañuelo para secarse las lágrimas.

—Ay, ay —suspiró el comisario—. Este Alsina me mata. Tan listo para unas cosas y tan rematadamente tonto para otras. A ver, amigo, ¿se te ha escapado que la joven es falangista?

El gobernador se partía de risa y Guarinós llegó a mirarlo incluso con pena. Se sintió morir.

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