—Ya —repuso don Raúl que parecía hacer de portavoz—. ¿Y qué cartas son ésas?
—Las mejores.
—Le recuerdo que está en nuestro poder, esposado y a punto de ser interrogado por Richard.
—Ese medio mierda no me va a tocar un pelo. Usted se encargará de ello. Si se me acerca a menos de un metro no habrá trato y los rusos dispondrán de toda la información: fotos y película incluidas.
Pudo ver que los tres se miraban entre sí. Debían de estar asombrados.
—Vaya, creo que no mide usted bien sus fuerzas.
—Un metro he dicho —contestó—. No lo pienso repetir.
Silencio.
Se oyó el ruido de un fósforo que rascaba la lija de la caja y prendía. Don Raúl encendía un puro. Escuchó su soplido, exhalando el humo. Habló:
—¿Qué cree tener?
—Lo sé todo.
—¿Qué es todo?
—Todo: qué hacen aquí, quién era Robert, por qué mataron a los desaparecidos, lo de sus películas, por qué murió Antonia García... ¿Sigo? —Sí, por favor.
—Los dos cazadores no murieron por estropearle la caza. Fueron ejecutados por el mismo motivo que Paco Quirós y su novia: se acercaron demasiado a la finca y vieron algo que no debían.
—Eso que dice usted es de Perogrullo. No demuestra que sepa nada de valor.
—¿De Perogrullo? —interrumpió míster Thomas.
—En castellano quiere decir que es de cajón, evidente —aclaró el dueño de la finca.
—Murieron por lo que vieron —insistió Alsina.
—¿Y qué era, si puede saberse?
—Los ángeles blancos del Alfonsito.
Don Raúl estalló en una violenta carcajada que resultó algo forzada.
—Y ahora dirá que también matamos a ese pobre subnormal.
—Pues sí. Pero no por ver los ángeles, sino por Frank Berthold.
Silencio.
Había dado en el clavo.
—Vaya, es evidente que lo subestimamos —reflexionó don Raúl.
—No me lo tomo a mal. Todo el mundo lo hace. Escuchó que murmuraban entre sí. Al fin, don Raúl volvió a hablar:
—Bien. Pensamos que es inútil andarse con subterfugios. Total, usted no va a salir vivo de aquí...
—El pobre chico terminó resultando incómodo.
—En efecto.
—Vagaba por los campos de noche y vio a «los ángeles» —prosiguió el policía—. Supongo que, al principio, la gente se lo tomaría a risa, pero luego, al comenzar las desapariciones, cundió el pánico.
Don Raúl dijo:
—Ese cura histérico empeoró las cosas. Sí, al principio era algo anecdótico y, de hecho, no me costó convencer a mis amigos americanos de que no le hicieran daño. Richard es muy profesional para estas cosas.
—Dirá usted muy asesino.
Don Raúl continuó hablando como si no hubiera oído nada:
—Intenté protegerlo, bien lo sabe Dios. Lo hice en memoria de la amistad que tuve con su madre, pero, como usted dice, vio la fotografía de Frank Berthold en la prensa y la recortó. Comenzó a hablar del asunto y hubo que eliminarlo. Por fortuna, el periódico sólo llega al Teleclub y él había recortado la foto. No descubrió el pastel por poco.
—Porque Frank Berthold, héroe del viaje del Apolo VIII, la primera nave que orbitó alrededor de la Luna, y que ahora se halla de gira por Europa, era en realidad Robert, el novio americano de Antonia García —puntualizó Julio.
—¿Cómo lo supo usted? —preguntó míster Thomas.
—Por el Alfonsito. Fui a su casa después de su suicidio y comprobé que estaba empapelada de estampas de ángeles y santos. La única fotografía que no encajaba era un recorte de periódico de un tal Frank Berthold. Luego, pasado el tiempo, pensé en la fotografía que Richard había robado de casa de Antonia. Su madre me contó que se quedó muy confuso el día que vio que Robert y Antonia se habían hecho una foto. No robaron más que eso, y Honorato Honrubia, el supuesto asesino de Antonia, estaba en la cárcel en el momento del robo. Me pareció evidente que había sido Richard y me pregunté por qué podía ser tan importante una foto de un ingeniero y una chica de pueblo para un agente de la CIA.
—¿De la CIA? —repitió míster Thomas.
—Sí, no disimulen. Les digo que lo sé todo: Richard Black Weaber, alias «Gunboy», alias «Jesús». Destacó en sus trabajos en la Cuba de Baptista y en Vietnam.
Dejó pasar unos segundos para que encajaran el golpe, y luego continuó:
—Trabajo a medias con los comunistas; una asociación digamos temporal, pero no teman, no les he contado lo que sé —mintió—. No pagan bien, y ustedes sí me darán lo que pido.
Dejó que sus últimas palabras flotaran en el aire. Se hallaba cómodo, controlando la situación. Los tenía en sus manos.
—Continúe —pidió don Raúl.
—¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La casualidad, la suerte y el Alfonsito. El caso es que hablé con la madre de Antonia respecto a la foto y me dijo que había sido realizada por un fotógrafo ambulante al que localicé con facilidad. Me hizo copias y compré los negativos. Cuando miré la fotografía de Antonia y su novio americano, me quedé de piedra: yo había visto aquella cara. No era un ingeniero, era Frank Berthold, un famoso astronauta que llevó a cabo una peligrosa misión en Navidades. Se había ido de España en octubre. No crean, miré los ejemplares de prensa atrasados en la hemeroteca del diario
Línea
y supe que por aquellas fechas se hallaba oficialmente culminando su duro adiestramiento en Cabo Cañaveral. La fotografía era la prueba de que había estado aquí, y no podía saberse, ¿me equivoco?
—No —admitió don Raúl—. Aunque da usted a la foto más importancia de la que tiene. Esa putilla se quedó preñada y amenazó con escribir a Indiana, a casa de Frank o Robert, como ella lo llamaba. Richard tuvo que actuar.
—Y le cargaron el muerto a Honorato Honrubia con una prueba falsa, el cuchillo.
—Exacto. Fue fácil. Ya la había maltratado antes.
—¿Podrían traerme un vaso de agua? Tengo sed.
Alguien pulsó un timbre, se abrió la puerta y apareció uno de los hombres de Richard. Hablaron en inglés y en seguida le trajeron un vaso de agua que Julio apuró de un trago. Una vez repuesto, volvió a tomar la palabra:
—Aquello me llevó al siguiente paso: ¿qué era tan importante como para eliminar así a la gente? ¿Qué hacía aquí un astronauta de la NASA? ¿Por qué se había calificado este terreno como zona militar? Los rusos estaban muy interesados, créanme. Mi amigo el comunista me puso en contacto con ellos —mintió de nuevo.
—¿Los rojos saben que estamos aquí? —preguntó alarmado míster Thomas.
—Sí, han sido ustedes muy poco... discretos. Pero no saben qué hacen ustedes. Y, claro, se mueren por saberlo. Pero eso es otra historia. Como ya sabrán, yo comencé a meterme en este interesante negocio por la investigación de un suicidio muy peculiar. Fue en esta misma sala, ¿no, Richard?
—Hijo de puta —masculló el americano con su característico acento.
—Calma, calma —lo apaciguó don Raúl—. No perdamos los nervios.
—Eso, don Raúl. Que este asunto no es mo-co-de-pa-vo. Usted ya me entiende.
—¿Cómo?
—Sí, ya sabe, moco de pavo, moco. Las putas lo cuentan todo. Hablé con Veronique. Moco, mocos. Hay gente muy rara.
—Es usted un maldito hijo de puta.
Alsina chasqueó la lengua a la vez que movía la cabeza hacia los lados:
—No perdamos los nervios, don Raúl, somos gente civilizada. Sólo pretendo demostrarle que estoy bien armado, nunca usaría esa información contra usted, créame.
—Raúl, ¿de qué habla este idiota? —quiso saber míster Thomas algo confuso.
—Nada, nada —disimuló el dueño de El Colmenar—. Bromas entre españoles. Sigamos hablando, joven.
—Ah, sí, las putas —añadió Julio—. Aquí, Richard, que si me permiten decirlo ha sido un modelo de negligencia tras negligencia, acudió a esta misma sala con un tal Steve y dos putas. Los muy zopencos, en lugar de poner una película pornográfica como pretendían, se equivocaron de filme.
—Vaya —intervino ahora míster Thomas—. Sí que sabe usted cosas.
—He hecho mis deberes.
—¿Y de qué trataba? ¿Era del Oeste, de la Segunda Guerra Mundial o quizá de amor? —preguntó don Raúl con retintín.
—No —contestó él muy seguro de sí mismo—. El tema era el mismo que grababan ustedes en la sierra.
—O sea...
—Veronique vio una película de un astronauta paseando por la superficie lunar.
—¿Cómo? —dijo don Raúl con tono burlesco—. Me parece, Alsina, que su imaginación le ha jugado una mala pasada. ¿De veras ha dejado el alcohol? ¿Está seguro?
—Mire, don Raúl, usted y yo sabemos de lo que hablamos. Da la casualidad de que la de anoche no fue mi primera visita —mintió una vez más—. He venido en cuatro o cinco ocasiones y he hecho fotos y he grabado muchos metros de película con mi tomavistas. A estas alturas dispongo de material, a buen recaudo y en el extranjero, claro, como para dar un escándalo de dimensión mundial.
Percibió que sus interlocutores volvían a mirarse. La sombra que él creía era míster Thomas sacó algo del bolsillo. Parecía la silueta de una pipa. Encendió una cerilla.
—Thomas, haz los honores —dijo don Raúl.
El intenso aroma de tabaco de pipa que, dicho sea de paso, le encantaba, llegó hasta donde estaba Alsina. El americano que dirigía aquel circo se levantó, se acercó hasta donde él estaba y se sentó en una butaca junto a su silla. Casi frente a frente. Podía verle la cara perfectamente.
—Me sorprende usted. Ya quisiera tener muchos hombres así —dijo míster Thomas en una velada alusión a los errores de Richard.
—Gracias.
—Debo decirle que se equivoca. Usted no ha visto al hombre poner un pie en la Luna. Eso no ha ocurrido aún, pero ocurrirá. Puedo adelantarle que será este mismo año y que lo lograremos nosotros.
—Vaya, pues enhorabuena. Pero entonces, ¿para qué este tinglado? ¿Por qué los muertos?
—No me cree, ¿eh?
—No, la verdad. He visto cómo grababan ustedes un alunizaje; fue anoche mismo, ¿recuerda?
Míster Thomas hizo una pausa y aspiró una buena bocanada de humo. Reanudó el discurso al instante, con calma. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar y que sabía controlar aquellas situaciones:
—Veamos, Alsina. A nadie se le escapa que, quitando cuatro guerras de otros aquí y allá, como es el caso de Vietnam, nosotros no estamos combatiendo con los rusos directamente. Puede que ocurra, no le digo que no, pero, de momento, la amenaza nuclear evita una confrontación directa. A eso se debe que nuestra gran rivalidad política, técnica, y sobre todo militar, haya derivado hacia la carrera espacial. Un asunto que, dicho sea de paso, vuelve locas a las masas. Ellos golpearon primero con lo de
Laika,
Yuri Gagarin y todo eso, pero ahora nosotros hemos recuperado la iniciativa con la expedición en que participó Frank Berthold.
—Si es que existió...
—Existió, créame. El caso es que esta carrera es una auténtica guerra. Consume muchos recursos y en gran parte alienta nuestra investigación en áreas como la militar, las telecomunicaciones, la física o la aeronáutica. Temas que, por supuesto, son vitales. Si tenemos éxito, más recursos asignará el Congreso, ¿entiende?
—Perfectamente.
—Bien. Puedo repetirle que estamos en condiciones de conseguirlo este mismo año. Tenemos varios equipos trabajando en turnos, sin dejar de avanzar sea de día o de noche y la cosa pinta bien, pero...
—¿Sí?
—... no estamos libres de que se produzca un fallo, un error, un bandazo, no sé, que dé al traste con la misión. Imagine, por ejemplo, que lanzamos una nave desde Cabo Cañaveral y anunciamos con tambores y... ¿cómo se dice, Raúl?
—A bombo y platillo.
—Eso, a bombo y platillo. Imagine usted que en el trayecto perdemos la nave o estalla. Quedaríamos mal, ¿no?
—Un ridículo.
—Exacto. Esto que ha visto usted no es otra cosa que una opción, la opción b. La operación fue bautizada como operación Hollywood.
—Por el cine, claro.
—Exacto. Di con este paraje hace años, por casualidad. Vine a hacer una visita a mi amigo Raúl y me encontré con esa maravilla que tienen ustedes al sur de la Cresta del Gallo: nada menos que un paisaje lunar. Aquí, en un país amigo y en una provincia pequeña, discreta, alejada del mundanal ruido. Un hermosísimo y desolado paisaje lunar. Por eso, cuando surgió la idea de desarrollar esta operación, pensé en Murcia al momento. La carrera espacial va viento en popa, pero esta misión tiene como objetivo crearnos otra alternativa. Como un seguro de vida. Imagine que la nave, en la misión definitiva, estalla.
No problem.
Seguiríamos con la misión como si nada. Pasaríamos las imágenes grabadas, que serían emitidas por televisión a todo el mundo y asunto resuelto.
—¿Y los astronautas?
—Tenemos incluso imágenes grabadas que muestran su feliz regreso, pero sería más sencillo decir que hubo un problema técnico en la entrada a la atmósfera, por ejemplo. Ya sabe, un accidente tras cumplir la misión con éxito. Fabricaríamos tres héroes, pero, eso sí, tras pisar la Luna por primera vez en la historia de la humanidad. Hay más alternativas, todo está pensado. Pero el caso es que tendríamos las espaldas cubiertas, ¿entiende?
—Claro.
—Hay otro posible problema que nos cubre esta operación que usted ha descubierto tan brillantemente: los rusos. Nosotros estamos cerca de conseguirlo, pero ellos también. Trabajamos contra reloj. En los dos bandos. Tenemos gente en Moscú que puede avisarnos con una semana de antelación en caso de que ellos decidan acometer la misión. Eso nos daría un margen razonable para lanzar una nave desde Cabo Cañaveral, vacía, claro, y hacer la pantomima con la película. No crea, lo vamos a conseguir y pondremos un hombre en la Luna. Seguro. Pero tenemos que cubrirnos las espaldas y esta operación vale su peso en oro.
—Y debe permanecer secreta.
—En efecto. No le voy a mentir, pero lo tiene usted mal.
—No, no lo entiende.
—¿Cómo?
—Ustedes son quienes lo tienen mal. Tengo imágenes, fotos, pruebas. Si esto se hace público, usted sabe que aunque llegaran a la Luna, nadie les creería. Los rusos darían lo que fuera por tener esta información. ¿Sabe usted por qué estoy tan tranquilo? Aquí, en la boca del lobo, donde otros murieron por saber muchísimo menos que yo. ¿No le parece curioso que esté tan relajado? Pues la respuesta es sencilla: lo tengo todo muy atado. Un amigo mío tiene que verme cada tres días, vivo, solo y sano. Ni nos hablamos, pero él o ella debe verme pasar por la calle, feliz y libre. Si pasan más de setenta y dos horas sin que me vea, debe enviar un paquete a la embajada soviética en apenas unas horas. —Ni Alsina podía creerse la mentira que estaba urdiendo, pero pensó en Rosa y sacó fuerzas de flaqueza para seguir hablando con aparente seguridad—. Por eso, si Richard se me acerca o me molesta, si no me dan lo que pido, o si me matan, me torturan o me despellejan, todo el orbe sabrá la patraña que han construido aquí. Si tenemos en cuenta que me capturaron ayer, que no pasé a que me viera mi amigo y que me tienen retenido durante todo el día de hoy, les comunico que deberían soltarme mañana a más tardar, o su misión se irá al carajo.