Míster Thomas se pasó la mano por el pelo resoplando como un toro, desesperado. Lo miró como queriendo parecer amable y dijo:
—¿Y qué quiere?
—Pues eso es lo mejor. Que quiero poco, muy poca cosa. Quiero a mis amigos libres y tres pasaportes de Estados Unidos con otras identidades. Nos iremos a vivir una nueva vida y no sabrán más de nosotros. Allí, en su país.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso. Creo que la situación es sencilla. Un asunto fácil de resolver. Dos detenidos liberados y pasaportes extranjeros para salir de aquí para siempre. Así de simple.
Míster Thomas miró hacia atrás como diciendo: «¿qué os parece»? Don Raúl asintió y Richard, hombre de pocas palabras, dijo:
—Es un farol. No tiene nada. Dejádmelo media hora y os lo demostraré.
—Si ese gilipollas vuelve a abrir la boca, no hay trato, que quede claro —disparó Alsina—. Desde este momento, en mi presencia, se ha vuelto mudo.
Míster Thomas hizo un gesto con las cejas al agente de la CIA, que se levantó y salió de allí claramente contrariado. El americano que controlaba aquel asunto tomó la palabra:
—Es usted muy razonable. Y quizá incluso podría trabajar para nosotros en un futuro.
—No creo. No me ha gustado ver la carnicería que han hecho aquí.
—Richard se empleó demasiado a fondo, lo reconozco; pero la seguridad de la nación más poderosa del mundo está por encima de esas minucias.
—Una vida sencilla, sólo pido eso. No quiero ni que me busquen trabajo. Mis amigos y yo saldremos adelante.
—Tengo que hacer unas gestiones. No le prometo nada.
—Es razonable. Me parece que nos vamos a entender.
El americano dio unas instrucciones en inglés y apareció un tipo que lo tomó por el brazo y le llevó a una habitación del piso superior. Había una silla en la puerta, para un vigilante. Le hizo entrar en el cuarto y lo dejó a solas. Una habitación espartana, una cama, una mesa y rejas en las ventanas. El suelo estaba enmoquetado.
Quedó sentado en el borde la cama y se dijo que la entrevista había ido bien. Manejó a sus tres oponentes, jugó hábilmente con las informaciones de que disponía y los colocó entre la espada y la pared. Pensó en Richard: era un tipo listo y se había olido desde el primer momento que aquello era un farol. No. No podían ser tan ingenuos. Hablarían entre sí y verían que él era un policía fracasado, un cornudo y un alcohólico al que traicionaban sus amigos,. Un pobre hombre.
Sintió que le invadía el pánico. Estaba perdido y pensó en Rosa, torturada en la «Casita».
En ese momento, y quizá debido a la enorme tensión que había vivido, se desmayó como una colegiala.
Cuando volvió en sí se sintió más repuesto. Estaba tumbado en la cama y fuera era de noche. Debía de haber dormido varias horas. Había una pequeña lámpara encendida en la mesa, donde alguien había colocado una bandeja con un vaso de leche, un sandwich y una manzana. Estaba hambriento. Se levantó y se acercó a la puerta caminando despacio, sin hacer ruido. Aplicó el oído al tablón de madera y escuchó a alguien que canturreaba. Había un guardián al otro lado. Entonces fue hacia la bandeja y sopesó la posibilidad de que hubieran puesto alguna droga en la comida: algún suero de la verdad o cosa similar.
Tenía apetito, así que decidió arriesgarse y comió con ansia. Sabía que tendría que afrontar pruebas difíciles aún y necesitaba reponerse. Entonces, con el estómago lleno, se tumbó en la cama y sacó la fotografía de Ivonne. Se entretuvo mirándola bajo la luz tenue y cálida de aquel cuarto que ahora le parecía incluso acogedor. No quería pensar en Rosa o en Joaquín porque le invadía el miedo, la impotencia por no poder hacer nada por ellos. No les reprochaba su comportamiento. Lo entendía y sabía que, en el fondo, le querían.
O eso quiso pensar, porque, total, no tenía otra cosa.
Pensó en su mujer, Adela. Lejos de allí, con el Sobrao. Ya no podía hacerle daño.
—Hasta aquí has llegado, Alsina —se dijo a sí mismo.
Y se colocó la foto de Ivonne sobre el pecho.
Vinieron por él cuando la mañana ya estaba avanzada. Eran más de las diez. El guardia abrió el cerrojo y Alsina se despertó y se incorporó de un salto. Había pasado una mala noche, inmerso en una etérea duermevela que lo llevaba desde el mundo de las pesadillas hacia el peor y más descorazonador presente que, la verdad, no se presentaba nada halagüeño.
Pensó que, en su última noche, un condenado a muerte debía de pasar por las divagaciones, sueños y miedos que él había experimentado en la velada anterior.
El inmenso guardia lo esposó de nuevo y lo llevó junto a la piscina, al lujoso empedrado en que don Raúl, Richard y míster Thomas disfrutaban de un suculento desayuno. Allí, en una mesa repleta de bandejas plateadas, había de todo: bollos suizos, jamón, huevos con bacon, tostadas y dulces; así como café, leche, té y zumo de naranja. Aquella estampa parecía salida de una película norteamericana.
—Siéntese, Alsina —invitó míster Thomas, que parecía llevar ya la voz cantante—. ¿Quiere café?
—Sí, por favor. ¿Podrían quitarme las esposas?
Míster Thomas y Richard se miraron.
Julio añadió:
—Tengo un tío de dos metros detrás de raí, con un M16, y estoy rodeado de gente armada en una finca enorme.
Míster Thomas hizo una seña al guardián y éste liberó al preso.
—Querido amigo —anunció el jefe de Wilcox—, he hecho las gestiones que le prometí y no hay posibilidad alguna de darle lo que pide.
Alsina resopló.
Don Raúl tomó la palabra:
—Lo siento, amigo, pero los del bunker hicieron mucho ruido. No olvide que gracias a Richard sacaron de aquí cinco cuerpos. Logramos cargar el muerto al pedáneo, que ya ha confesado, pobre hombre. Pero desde Madrid nos han dicho que no demos más problemas. La situación con respecto a esos malnacidos de la Político Social es de empate técnico. Así me lo han definido desde El Pardo. Lo siento, pero no hay nada que hacer.
—Ya.
Míster Thomas apuntó entonces:
—Reconozco que esto nos coloca en mala situación con usted. Lo lamento, pero no podemos ayudarle.
—Pues entonces canto.
—Le eliminaremos.
—La información saldrá.
—¿No entiende que no podemos hacer nada? —gritó míster Thomas fuera de sí.
Don Raúl tomó la palabra de nuevo:
—Razone, Alsina, usted no entiende. Thomas le quiere ayudar, pero no puede meterse en asuntos policiales de un país extranjero. Usted le ha dado un plazo muy corto. No puede hacer nada por sus amigos, créame. Los del búnker están muy jodidos y van a pagarla con sus amigos, sí, pero está usted vivo. Lo sacaremos del país y vivirá a cuerpo de rey en Estados Unidos.
—Los quiero libres hoy mismo o no me presento ante mi amigo. Ustedes sabrán.
Míster Thomas y don Raúl se miraron con desesperación.
—No me deja usted salida —murmuró el primero de ellos—. Richard insiste en que todo es un farol, lo que se comprobará en veinticuatro horas. Quizá deba hacerle caso y eliminarlo, Alsina. Esa historia que nos ha contado de su amigo, películas y fotografías me suena increíble. Además, ¿qué otra cosa puedo hacer? Total, si me equivoco, me pegaré un tiro y adiós.
—Inténtelo. Usted puede hacerlo.
—Le digo que estamos bloqueados. Yo no puedo liberar a sus amigos y usted insiste en presionarme. Lo siento, no tengo otra opción que seguir el instinto de Richard. Ha sido un placer conocerle.
Míster Thomas se levantó y se dio la vuelta mirando los fértiles campos. La tierra estaba rojiza porque, tal como pronosticara Jonás, había llovido la jornada anterior.
El guardián se dirigió hacia Alsina para ponerle las esposas y éste captó una sonrisa de triunfo en el rostro de Richard. Supo que había perdido la partida. Nunca fue un buen jugador de cartas.
Cuando aquel gorila se situaba delante de él, se oyó un disparo de postas y el guardia se desplomó y cayó boca abajo. Tenía un boquete inmenso en la espalda.
—¡
Cagontó
! —había gritado alguien.
Entonces vio a Richard que corría hacia la casa, mientras míster Thomas saltaba detrás de un seto. Frente a él, Jonás recargaba su escopeta de caza aún humeante. Un nuevo escopetazo le hizo mirar hacia la izquierda, a la vez que escuchaba el silbido de los perdigones que pasaban demasiado cerca de él. Antonio Quirós había hecho fuego y herido a don Raúl, que, pistola en mano, rodó por el suelo llevándose la mano al hombro.
Julio se hizo con el arma que el orondo preboste había soltado. Tenía el hombro destrozado, convertido en una masa sanguinolenta de carne y trozos de tejido de la camisa y la chaqueta. Gritaba como un cerdo.
—¡Vamos! —gritó Jonás.
El policía se metió la pistola en el cinto y recogió el M16 del guardián que yacía en el suelo. El sonido de una ráfaga le hizo volverse y vio cómo Jonás se desplomaba. De manera instintiva apuntó el arma y disparó dos tiros que, junto con otro escopetazo de Antonio, el mecánico, hizo rodar a un guardia que había aparecido tras un enorme baladre. Alsina se acercó a Jonás y vio que el viejo tenía la boca abierta, la lengua ladeada y los ojos en blanco.
—Está muerto —murmuró tras poner los dedos en su cuello y comprobar que no tenía pulso.
Los zumbidos de las balas que alguien les disparaba cortaban el aire como moscardones; salieron corriendo de allí. Richard salía de la casa y hacía fuego con una pistola checa, una Block. Por fortuna, ganaron un huerto de algarrobos y quedaron a salvo.
—Estáis locos —reconvino Alsina.
—Tenían que pagar —contestó el mecánico a la carrera.
Richard debía de haberse quedado con los heridos, porque comprobaron que nadie les seguía.
—¿Tienes el coche?
—Sí, ahí.
Corrieron durante diez minutos hasta que parecía que les iban a estallar los pulmones. Entonces pasaron por el agujero que Jonás y el mecánico habían abierto en la valla y llegaron al Simca 1000 de Alsina. Subieron, el policía arrancó y salieron de allí a toda prisa.
—¿La cámara?
—En el asiento trasero.
—¿Tienes un coche?
—Sí, en mi taller.
—Te dejo allí; en cinco minutos te estarán buscando, así que sube al coche y sal cagando leches. Ni te pares a llevar nada, ni ropa, ni dinero. Salva la vida. Yo tengo que hacer una cosa. ¿Entendido?
—Sí.
—¿Tienes familia en otro lugar? ¿Alguien que te esconda?
—En Tarragona.
—Vete para allá y no vuelvas en una larga temporada, ¿de acuerdo?
—Sí—Habían llegado a la puerta del taller.
—Gracias, amigo —dijo Alsina estrechándole la mano.
—Gracias a usted, por lo de mi hermano y los demás. Pero ¿adónde va? —preguntó Antonio.
—A echarle cojones —respondió el policía pisando el acelerador a fondo.
Dicen que un animal herido resulta muy peligroso, y suele ser cierto. Algo similar ocurre con los hombres desesperados. Y es que, en el fondo, no existe nada más liberador que no tener nada que perder. Sentado en el coche aparcado, Julio miró la foto de Ivonne. Ella lo había sacado del letargo y le había metido en aquel turbio asunto. Había averiguado lo que estaba pasando en La Tercia y no le había servido de nada. En aquella zona residencial, en La Alberca, un delicioso pueblo a la falda de la sierra, se hallaba la «Casita», una típica vivienda de la burguesía murciana, veraniega, fresca y de techos altos. Tenía un hermoso y amplio jardín y parecía una más de aquellas residencias de recreo que jalonaban la empinada calle resguardada por centenarios falsos plataneros. Un lugar donde los veranos eran soportables, salpicado de segundas residencias de gente bien.
Echó un último vistazo a la foto de Ivonne y bajó del coche con el M16 del americano en la mano. Llevaba al cinto la pistola de don Raúl. Abrió la cancela de entrada y, tras subir los tres peldaños del porche, llamó a la puerta con varios golpes.
—¡Vaaaa! ¡Vaaaa! —gritó una voz al otro lado.
La puerta se abrió y Alsina se encontró frente a frente con Leyva, uno de los perros de Guarinós. Llevaba un bocadillo en una mano e iba en mangas de camisa, con corbata y tirantes.
—Pero ¿qué coño...? —empezó a decir a la vez que hacía amago de sacar la pistola de la funda.
Alsina, con el fusil apoyado en la cara, hizo tres disparos, «pam, pam, pam», que impactaron en el pecho de aquel hijo de puta, que reculó una, dos, tres veces, hasta quedar en el suelo moribundo entre convulsiones.
Dio una patada a una puerta que había a la derecha.
Nada.
Un somier, desnudo, con cables que lo conectaban a una batería eléctrica.
—Cabrones —murmuró.
Se movió con agilidad y cruzó de nuevo el pasillo. Un salón.
Nada.
Había una puerta al fondo que se abría a una pequeña salita. Asomó la cabeza y volvió hacia atrás. No había moros en la costa. Entró en la pequeña habitación y comprobó que tenía otra puerta que daba a la cocina.
Justo cuando se iba a asomar escuchó un leve sonido. Alguien montaba una pistola. Al asomar la cabeza tuvo el instinto de echarse hacia atrás. Varios disparos rompieron el silencio, impactando en el marco de la puerta. Algo le quemó el brazo. Los disparos cesaron.
Estaban cambiando de cargador. Eran dos. Se asomó y vio que habían volcado la mesa de la cocina. Estaban parapetados tras ella.
Puso el M16 en posición de ráfaga y aspiró aire: una, dos, tres veces.
Dio un paso lateral y abrió fuego contra la mesa durante unos segundos. Le pareció oír un grito entre el sonido de los disparos y los zumbidos de la madera que se astillaba. Agotó el cargador ametrallando la mesa con insistencia y volvió a su escondite. Repasó el arma. No quedaba munición.
Tiró el fusil y sacó la pistola de don Raúl. Echó el percutor hacia atrás. Se oían gemidos. Entró en la cocina con el arma por delante, apuntando con una mano y sujetando la base de la pistola con la otra. Llegó hasta la inmensa mesa que había pulverizado y se asomó.
Dos tipos.
Uno yacía con un balazo en mitad de la frente y el otro gemía como un crío. Tenía la mano destrozada, un tiro en el hombro y un balazo en la barriga. Le apuntó a la cabeza y el otro imploró:
—¡No, no! ¡Tengo hijos!
Julio le propinó una patada en la boca que le saltó varios dientes. Quedó medio inconsciente. Seguro que cuando torturaba inocentes no hablaba de su parentela. Hijo de puta...