No citaré todas las variedades, toda esa colección de los mares del Japón y de la China, que pasaron así ante nuestros ojos deslumbrados. Más numerosos que los pájaros en el aire, todos esos peces pasaban ante nosotros atraídos sin duda por el brillante foco de luz eléctrica.
Súbitamente, desapareció la encantadora visión al cerrarse los paneles de acero e iluminarse el salón. Pero durante largo tiempo permanecí aún arrobado en esa visión, hasta que mi mirada se fijó en los instrumentos suspendidos de las paredes. La brújula mostraba la dirección Norte-Nordeste, el manómetro indicaba una presión de cinco atmósferas correspondiente a una profundidad de cincuenta metros y la corredera eléctrica daba una velocidad de quince millas por hora.
Yo esperaba que apareciera el capitán Nemo, pero no lo hizo. Eran las cinco en el reloj.
Ned Land y Conseil regresaron a su camarote y yo hice lo propio. Hallé servida la comida, compuesta de una sopa de tortuga, de un múlido de carne blanca, cuyo hígado, preparado aparte, estaba delicioso, y filetes de emperador cuyo gusto me pareció superior al del salmón.
Pasé la velada leyendo, escribiendo y pensando. Luego, ganado por el sueño, me acosté y me dormí profundamente, mientras el
Nautilus
se deslizaba a través de la rápida corriente del río Negro.
Me desperté al día siguiente, 9 de noviembre, tras un largo sueño de doce horas. Según su costumbre, Conseil vino a enterarse de «cómo había pasado la noche el señor» y a ofrecerme sus servicios. Había dejado su amigo el canadiense durmiendo como un hombre que no hubiera hecho otra cosa en la vida.
Le dejé charlar a su manera, sin apenas responderle. Me tenía preocupado la ausencia del capitán Nemo durante la víspera y esperaba poder verlo nuevamente ese día.
Me puse el traje de biso, cuya naturaleza intrigaba a Conseil. Le expliqué que nuestras ropas estaban hechas con los filamentos brillantes y sedosos que unen a las rocas a los pínnidos, moluscos bivalvos muy abundantes a orillas del Mediterráneo. Antiguamente se tejían con este biso bellas telas, guantes y medias, a la vez muy suaves y de mucho abrigo. La tripulación del
Nautilus
podía vestirse así económicamente y sin tener que pedir nada ni a los algodoneros, ni a las ovejas ni a los gusanos de seda.
Tras haberme lavado y vestido, me dirigí al gran salón, que se hallaba vacío, donde me consagré al estudio de los tesoros de conquiliología contenidos en las vitrinas, y de los herbarios que ofrecían a mi examen las más raras plantas marinas que, aunque disecadas, conservaban sus admirables colores. Entre tan preciosos hidrófitos llamaron mi atención los cladostefos verticilados, las padinaspavonias, las caulerpas de hojas de viña, los callithammion graníferos, las delicadas ceramias de color escarlata, las agáreas en forma de abanico, las acetabularias, semejantes a sombreritos de hongos muy deprimidos, que fueron durante largo tiempo clasificados como zoófitos, y toda una serie de fucos.
Transcurrió así todo el día, sin que el capitán Nemo me honrara con su visita. No se descubrieron los cristales de observación, como si se quisiera evitar que nuestros sentidos se mellaran en la costumbre de tan bello espectáculo.
La dirección del
Nautilus
se mantuvo al Este-Nordeste; su velocidad, en doce millas, y su profundidad, entre cincuenta y sesenta metros.
Al día siguiente, 10 de noviembre, se nos mantuvo en el mismo abandono, en la misma soledad. No vi a nadie de la tripulación. Ned y Conseil pasaron la mayor parte del día conmigo, desconcertados ante la inexplicable ausencia del capitán. ¿Se hallaría enfermo aquel hombre singular? ¿O tal vez se proponía modificar sus proyectos respecto a nosotros?
Después de todo, como observó Conseil, gozábamos de una entera libertad y se nos tenía abundante y delicadamente alimentados. Nuestro huésped se había atenido hasta entonces a los términos de lo estipulado, y no podíamos quejarnos. Además, la singularidad de nuestro destino nos reservaba tan hermosas compensaciones que no teníamos derecho a reprocharle nada.
Fue aquel mismo día cuando comencé a escribir el diario de estas aventuras. Esto es lo que me ha permitido narrarlas con una escrupulosa exactitud. Como detalle curioso, diré que escribí este diario en un papel fabricado con zostera marina.
En la madrugada del 11 de noviembre, la expansión del aire fresco por el interior del
Nautilus
me reveló que habíamos emergido a la superficie del océano para renovar la provisión de oxígeno. Me dirigí a la escalerilla central y subí a la plataforma.
Eran las seis de la mañana. El cielo estaba cubierto y el mar gris, pero en calma, apenas mecido por el oleaje. Tenía la esperanza de encontrarme allí con el capitán Nemo, pero ¿vendría? Vi únicamente al timonel, encerrado en su jaula de vidrio.
Sentado en el saliente que formaba el casco del bote, aspiré con delicia las emanaciones salinas. Poco a poco, la bruma iba disipándose bajo la acción de los rayos solares. El astro radiante se elevaba en el horizonte. El mar se inflamó bajo su mirada como un reguero de pólvora. Esparcidas por el cielo, las nubes se colorearon de tonos vivos y Henos de matices, y numerosas «lenguas de gato»
[11]
anunciaron viento para todo el día.
Pero ¿qué podría importar el viento al
Nautilus
, insensible a las tempestades?
Contemplaba, admirado, aquella salida del sol, tan jubilosa como vivificante, cuando oí a alguien subir hacia la plataforma.
Me dispuse a saludar al capitán Nemo, pero fue su segundo, al que ya había visto yo durante la primera visita del capitán, quien apareció.
Avanzó sobre la plataforma, sin parecer darse cuenta de mi presencia. Con su poderoso anteojo, el hombre escrutó todos los puntos del horizonte con una extremada atención. Acabado su examen, se acercó a la escotilla y pronunció esta frase cuyos términos recuerdo con exactitud por haberla oído muchas veces en condiciones idénticas:
«Nautron respoc lorni virch»
Ignoro lo que pueda significar.
Pronunciadas esas palabras, el segundo descendió a bordo. Pensé que el
Nautilus
iba a reanudar su navegación submarina y descendí a mi camarote.
Así pasaron cinco días sin que cambiara la situación. Cada mañana subía yo a la plataforma y oía pronunciar esa frase al mismo individuo.
El capitán Nemo seguía sin aparecer.
Ya me había hecho a la idea de no verle más cuando, el 16 de noviembre, al regresar a mi camarote con Ned y Conseil, hallé sobre la mesa una carta. La abrí con impaciencia. Escrita con una letra clara, un poco gótica, la carta decía lo siguiente:
Señor profesor Aronnax.
A bordo del
Nautilus
, a 16 de noviembre de 1867.
El capitán Nemo tiene el honor de invitar al profesor Aronnax a una partida de caza que tendrá lugar mañana por la mañana en sus bosques de la isla Crespo. Espera que nada impida al señor profesor participar en la expedición, a la que se invita también a sus compañeros.
El comandante del
Nautilus
Capitán NEMO
—¡Una cacería! —exclamó Ned.
—Y en sus bosques de la isla Crespo —añadió Conseil.
—Así que va, pues, a tierra, este hombre —dijo Ned Land.
—Así parece indicarlo claramente la carta —dije, releyéndola.
—Pues bien, hay que aceptar la invitación —dijo el canadiense—. Una vez en tierra firme, veremos qué podemos hacer. Por otra parte, no nos vendrá mal comer un poco de carne fresca.
Sin pararme a pensar en la contradicción existente entre el horror manifiesto del capitán Nemo por los continentes y las islas, y su invitación a una cacería en un bosque, dije a mis compañeros:
—Veamos ante todo dónde está y cómo es esa isla Crespo.
Consulté el planisferio y a los 32° 40' de latitud Norte y 167° 50'de longitud Oeste hallé un islote que fue descubierto en 1801 por el capitán Crespo y al que los antiguos mapas españoles denominaban como Roca de la Plata. Nos hallábamos, pues, a unas mil ochocientas millas de nuestro punto de partida. La dirección del
Nautilus
, ligeramente modificada, le llevaba hacia el Sudeste.
Mostré a mis compañeros aquella pequeña roca perdida en medio del Pacífico septentrional.
—Si el capitán Nemo va de vez en cuando a tierra —les dije—, escoge para ello islas absolutamente desiertas.
Ned Land movió la cabeza por toda respuesta, antes de salir con Conseil.
Aquella noche, tras dar cuenta de la cena, que me fue servida por el
steward
mudo e impasible, me dormí no sin alguna preocupación.
Al despertarme al día siguiente, 17 de noviembre, sentí que el
Nautilus
se hallaba absolutamente inmóvil. Me vestí rápidamente y fui al gran salón. Allí estaba el capitán Nemo, esperándome. Se levantó, me saludó y me preguntó si estaba dispuesto a acompañarle.
Como no hizo la menor alusión a su ausencia durante aquellos ocho días, yo me abstuve de todo comentario al respecto, limitándome a decirle simplemente que tanto yo como mis compañeros estábamos dispuestos a seguirle.
—Tan sólo —añadí— desearía hacerle una pregunta.
—Pregunte, señor Aronnax, que si puedo darle respuesta lo haré con mucho gusto.
—Pues bien, capitán, ¿cómo es posible que usted, que ha roto toda relación con la tierra, posea bosques en la isla Crespo?
—Señor profesor, los bosques de mis posesiones no piden al sol ni su luz ni su calor. Ni leones, ni tigres, ni panteras, ni ningún cuadrúpedo los frecuentan. Sólo yo los conozco y sólo para mí crece su vegetación. No son bosques terrestres, son bosques submarinos.
—¿Bosques submarinos?
—Sí, señor profesor.
—¿Y es a ellos a los que me invita a seguirle?
—Precisamente.
—¿A pie?
—En efecto.
—¿Para cazar?
—Para cazar.
—¿Escopeta en mano?
—Escopeta en mano.
No pude entonces dejar de mirar al comandante del
Nautilus
de un modo poco halagüeño para su persona.
«Decididamente —pensé—, está mal de la cabeza. Ha debido sufrir durante estos ocho días un acceso que aún le dura. ¡Qué lástima! Preferiría habérmelas con un extravagante que con un loco».
Debían leerse claramente en mi rostro tales pensamientos, pero el capitán Nemo se limitó a invitarme a seguirle, lo que hice como un hombre resignado a todo.
Llegamos al comedor, donde hallamos servido ya el desayuno.
—Señor Aronnax —me dijo el capitán—, le ruego que comparta conmigo sin ceremonia este almuerzo. Hablaremos mientras comemos. Le he prometido un paseo por el bosque, pero no puedo comprometerme a encontrar un restaurante por el camino. Así que coma usted, teniendo en cuenta que la próxima colación vendrá con algún retraso.
Hice honor a la comida que tenía ante mí, compuesta de diversos pescados y de rodajas de holoturias, excelentes zoófitos, con una guarnición de algas muy aperitivas, tales como la
Porphyria laciniata
y la
Laurentia primafetida
. Teníamos por bebida un agua muy límpida a la que, tomando ejemplo del capitán, añadí algunas gotas de un licor fermentado, extraído, a usanza kamchatkiana, del alga conocida con el nombre de Rodimenia palmeada.
El capitán Nemo comió durante algún tiempo en silencio. Luego, dijo:
—Señor profesor, al proponerle ir de caza a mis bosques de Crespo, ha pensado usted hallarme en contradicción conmigo mismo. Al informarle de que se trata de bosques submarinos, me ha creído usted loco. Señor profesor, nunca hay que juzgar a los hombres a la ligera.
—Pero, capitán, le ruego…
—Escúcheme, y verá entonces si puede acusarme de locura o de contradicción.
—Le escucho.
—Señor profesor, sabe usted tan bien como yo que el hombre puede vivir bajo el agua a condición de llevar consigo su provisión de aire respirable. En los trabajos submarinos, el obrero, revestido de un traje impermeable y con la cabeza encerrada en una cápsula de metal, recibe el aire del exterior por medio de bombas impelentes y de reguladores de salida.
—Es el sistema de las escafandras —le dije.
—En efecto, pero en esas condiciones el hombre no es libre: está unido a la bomba que le envía el aire por un tubo de goma, verdadera cadena que le amarra a tierra. Si nosotros debiéramos estar así ligados al
Nautilus
, no podríamos ir muy lejos.
—¿Y cuál es el medio de estar libre?
—El que nos ofrece el aparato Rouquayrol-Denayrouze, inventado por dos compatriotas suyos, y que yo he perfeccionado para mi uso particular. Este sistema le permitirá arriesgarse en estas nuevas condiciones fisiológicas sin que sus órganos sufran. Se compone de un depósito de chapa gruesa, en el que almaceno el aire bajo una presión de cincuenta atmósferas. Ese depósito se fija a la espalda por medio de unos tirantes, igual que un macuto de soldado. Su parte superior forma una caja de la que el aire, mantenido por un mecanismo de fuelle, no puede escaparse más que a su tensión normal. En el aparato Rouquayrol, tal como es empleado, dos tubos de caucho salen de la caja para acabar en una especie de pabellón que aprisiona la nariz y la boca del operador; uno sirve para la introducción del aire inspirado y el otro para la salida del aire expirado; es la lengua la que cierra uno u otro según las necesidades de la respiración. Pero yo, que tengo que afrontar presiones considerables en el fondo de los mares, he tenido que modificar ese sistema, con la utilización de una esfera de cobre como escafandra. Es en esta esfera en la que desembocan los tubos de inspiración y expiración.
—Muy bien, capitán Nemo, pero el aire que usted lleva debe usarse muy rápidamente y cuando éste no contiene más de un quince por ciento de oxígeno se hace irrespirable.
—Así es, pero ya le he dicho que las bombas del
Nautilus
me permiten almacenarlo bajo una presión considerable, y en esas condiciones el depósito del aparato puede proveer aire respirable durante nueve o diez horas.
—Ninguna objeción ya por mi parte —respondí—. Únicamente, quisiera saber, capitán, cómo puede usted iluminar su camino por el fondo del océano.
—Con el aparato Ruhmkorff, señor Aronnax. Si el otro se lleva a la espalda, éste se fija a la cintura. Se compone de una pila Bunsen que yo pongo en actividad no con bicromato de potasa, sino con sodio. Una bobina de inducción recoge la electricidad producida y la dirige hacia una linterna de una disposición particular. En esta linterna hay una serpentina de vidrio que contiene solamente un residuo de gas carbónico. Cuando el aparato funciona, el gas se hace luminoso, dando una luz blanquecina y continua. Así equipado, respiro y veo.