Así, durante la travesía el mar nos prodigaba incesantemente sus más maravillosos espectáculos, variándolos al infinito y cambiando su decoración y su escenificación para el placer de nuestros ojos. Llamados estábamos no sólo a contemplar en medio del elemento líquido las obras del Creador, sino también a penetrar los más temibles misterios del océano.
Durante la jornada del 11 de diciembre, me hallaba yo leyendo en el gran salón, mientras Ned Land y Conseil observaban las aguas luminosas a través del cristal. El
Nautilus
estaba inmóvil. Llenos sus depósitos, se mantenía a una profundidad de mil metros, región poco habitada, en la que tan sólo los grandes peces hacían raras apariciones. Estaba yo leyendo un libro delicioso de Jean Macé,
Los servidores del estómago
, y saboreando sus ingeniosas lecciones, cuando Conseil interrumpió mi lectura:
—¿Quiere venir un instante el señor?
—¿Qué pasa, Conseil?
—Mire el señor.
Me levanté y me acerqué al cristal.
Iluminada por la luz eléctrica, una enorme masa negruzca, inmóvil, se mantenía suspendida en medio de las aguas. La observé atentamente, tratando de reconocer la naturaleza del gigantesco cetáceo. Pero otra idea me asaltó súbitamente.
—¡Un navío! —exclamé.
—Sí —respondió el canadiense— un barco que se fue a pique.
No se equivocaba Ned Land. Estábamos ante un barco cuyos obenques cortados pendían aún de sus cadenas. Su casco parecía estar en buen estado, y su naufragio debía datar de unas pocas horas. Tres trozos de mástiles, cortados a dos pies por encima del puente, indicaban que el barco había debido sacrificar su arboladura. Pero vencido de costado, había hecho agua y aún daba la banda por babor. Si triste era el espectáculo de ese casco perdido bajo el agua, más lo era aún el de su puente, en el que yacían algunos cadáveres, amarrados con cuerdas. Conté cuatro —cuatro hombres, uno de los cuales se mantenía en pie, al timón— y luego una mujer, medio asomada a la toldilla con un niño en sus brazos. Era una mujer joven, y a la luz del foco del
Nautilus
pude ver sus rasgos aún no descompuestos por el agua. En un supremo esfuerzo había elevado por encima de su cabeza a su hijo, pobre ser cuyos brazos trataban de aferrarse al cuello de la madre. Espantosa era la actitud de los cuatro marineros, retorcidos en sus movimientos convulsivos que denunciaban un último esfuerzo por arrancarse a las cuerdas que les ligaban al barco. Sólo, más sereno, con el semblante grave, sus grises cabellos pegados a la frente, y la mano crispada sobre la rueda del timón, el timonel parecía conducir aún su barco naufragado a través de las profundidades del océano.
¡Qué escena! Estábamos en silencio, con el corazón palpitante, ante aquel naufragio sorprendido
infraganti
y, por así decir, fotografiado en su último minuto. Y veía ya avanzar a enormes tiburones que con los ojos encendidos acudían atraídos por el cebo de la carne humana.
El
Nautilus
dio una vuelta en torno al navío sumergido, y al pasar ante la popa del mismo pude leer su nombre:
Florida, Sunderland
.
Ese terrible espectáculo inauguraba la serie de catástrofes marítimas que el
Nautilus
debía encontrar en su derrotero. Desde su incursión en mares más frecuentados, veíamos a menudo restos de naufragios que se pudrían entre dos aguas, y más profundamente cañones, obuses, anclas, cadenas y otros mil objetos de hierro carcomidos por el orín.
El
Nautilus
, en el que vivíamos como aislados, llegó el 11 de diciembre a las inmediaciones del archipiélago de las Pomotú, calificado como peligroso por Bougainville, que se extiende sobre un espacio de quinientas leguas desde el Este-Sudeste al Oeste-Noroeste, entre los 13° 30' y 23° 50' de latitud Sur y los 125° 30' y 151° 30' de longitud Oeste, desde la isla Ducia hasta la isla Lazareff. Este archipiélago cubre una superficie de trescientas setenta leguas cuadradas y está formado por unos sesenta grupos de islas, entre los que destaca el de Gambier, al que Francia ha impuesto su protectorado. Son islas coralígenas. Un levantamiento lento pero continuo, provocado por el trabajo los pólipos, las unirá algún día entre sí. Luego, esta nueva isla se soldará a su vez a los archipiélagos vecinos, y un quinto continente se extenderá desde la Nueva Zelanda y la Nueva Caledonia hasta las Marquesas.
El día que ante el capitán Nemo desarrollé esta teoría, él me respondió fríamente:
—No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos.
Los azares de su navegación habían conducido al
Nautilus
hacia la isla Clermont-Tonnerre, una de las más curiosas del grupo, que fue descubierta en 1822 por el capitán Bell, de la
La Minerve
. Pude así estudiar el sistema madrepórico, al que deben su formación las islas de este océano.
Las madréporas, que no hay que confundir con los corales, tienen un tejido revestido de una costra calcárea, cuyas modificaciones estructurales han inducido a mi ilustre maestro, Milne-Edwards, a clasificarlas en cinco secciones. Los animálculos que secretan este pólipo viven por millones en el fondo de sus celdas. Son sus depósitos calcáreos los que se erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos lugares forman un anillo circular en torno a un pequeño lago interior comunicado con el mar por algunas brechas. En otros, se alinean en barreras de arrecifes semejantes a las existentes en las costas de la Nueva Caledonia y en diversas islas de las Pomotú. Finalmente, en otros lugares, como en las islas de la Reunión y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de altas murallas rectas, en cuyas proximidades son considerables las profundidades del océano.
Como el
Nautilus
bordeara a unos cables de distancia tan sólo el basamento de la isla Clermont-Tonnerre, pude admirar la obra gigantesca realizada por esos trabajadores microscópicos. Aquellas murallas eran especialmente obra de las madréporas conocidas con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos pólipos se desarrollan particularmente en las capas agitadas de la superficie del mar y, consecuentemente, es por su parte superior por la que comienzan estas construcciones que, poco a poco, se hunden con los restos de las secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teoría de Darwin, que explica así la formación de los atolones, teoría más plausible, en mi opinión, que la que da por base a los trabajos madrepóricos las cimas de las montañas o de los volcanes sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.
Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verticales, ya que la sonda indicaba más de trescientos metros de profundidad, y nuestros focos eléctricos arrancaban resplandores de aquella brillante masa calcárea.
Asombré mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta sobre el crecimiento de esas barreras colosales, al decirle que los sabios medían ese crecimiento en un octavo de pulgada por siglo.
—Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado…
—Ciento noventa y dos mil años, mi buen Conseil, lo que amplía singularmente los días bíblicos. Pero, por otra parte, la formación de la hulla, es decir, la mineralización de los bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho más considerable. Pero debo añadir que los días de la Biblia son épocas y no el período que media entre dos salidas del sol, puesto que, según la misma Biblia, el astro diurno no data del primer día de la creación.
Cuando el
Nautilus
emergió a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de Clermont-Tonnerre, baja y boscosa. Sus rocas madrepóricas fueron evidentemente fertilizadas por las lluvias y tempestades. Un día, alguna semilla arrebatada por el huracán a las tierras vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los detritus descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco, llevada por las olas, llegó a estas nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación se extendió poco a poco. Algunos animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las tortugas vinieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron en los jóvenes árboles. De esa forma, se desarrolló la vida animal y, atraído por la vegetación y la fertilidad, apareció el hombre. Así se formaron estas islas, obras inmensas de animales microscópicos.
Al atardecer, Clermont-Tonnerre se desvaneció en la lejanía.
El
Nautilus
modificó sensiblemente su rumbo. Tras haber pasado el trópico de Capricornio por el meridiano ciento treinta y cinco, se dirigió hacia el Oeste-Noroeste, remontando toda la zona intertropical. Aunque el sol del verano prodigara generosamente sus rayos, no nos afectaba en absoluto el calor, pues a treinta o cuarenta metros por debajo del agua la temperatura no se elevaba por encima de diez a doce grados.
El 15 de diciembre dejábamos al Este el espléndido archipiélago de la Sociedad y la graciosa Tahití, la reina del Pacífico, cuyas cimas vi por la mañana a algunas millas a sotavento. Sus aguas suministraron a la mesa de a bordo algunos peces excelentes, como caballas, bonitos, albacoras y una variedad de serpiente de mar llamada munerofis.
El
Nautilus
había recorrido entonces ocho mil cien millas. A nueve mil setecientas veinte millas se elevaba la distancia recorrida cuando pasó entre el archipiélago de Tonga-Tabú, en el que perecieron las tripulaciones del
Argo
, del
Port-au-Prince
y del
Duke o Portland
, y el archipiélago de los Navegantes, en el que fue asesinado el capitán de Langle, el amigo de La Pérousse. Luego pasó ante el archipiélago Viti, en el que los salvajes mataron a los marineros del
Union
y al capitán Bureu, de Nantes, comandante de la
Aimable Josephine
.
Este archipiélago, que se prolonga sobre una extensión de cien leguas de Norte a Sur, y sobre noventa leguas de Este a Oeste, está situado entre 6° y 2° de latitud Sur y 174° y 179° de longitud Oeste. Se compone de un cierto número de islas, de islotes y de escollos, entre los que destacan las islas de Viti-Levu, de Vanua-Levu y de Kandubon.
Fue Tassman quien descubrió este grupo en 1643, el mismo año en que Torricelli inventó el barómetro y en el que Luis XIV ascendió al trono. Piénsese cuál de esos hechos fue más útil a la humanidad. Vinieron luego Cook, en 1714, D'Entrecasteaux, en 1793, y Dumont d'Urville, en 1827, que fue quien aclaró el caos geográfico de este archipiélago.
El
Nautilus
se aproximó luego a la bahía de Wailea, escenario de las terribles aventuras del capitán Dillon, que fue el primero en aclarar el misterio del naufragio de La Pérousse.
Esta bahía, dragada en varias ocasiones, nos suministró unas ostras excelentes, de las que hicimos un consumo inmoderado, tras haberlas abierto en nuestra propia mesa siguiendo el consejo de Séneca. Aquellos moluscos pertenecían a la especie conocida con el nombre de «ostra lamellosa», muy común en Córcega. El banco de Wailea debía ser considerable, y, ciertamente, si no fuera por las múltiples causas de destrucción, esas aglomeraciones terminarían por colmar las bahías, ya que se cuentan hasta dos millones de huevos en un solo individuo.
Si Ned Land no tuvo que arrepentirse de su glotonería en esa ocasión es porque la ostra es el único alimento que no provoca ninguna indigestión. No se requieren menos de seis docenas de estos moluscos acéfalos para suministrar los trescientos quince gramos de sustancia azoada necesarios a la alimentación cotidiana del hombre.
El 25 de diciembre, el
Nautilus
navegaba en medio del archipiélago de las Nuevas Hébridas descubierto por Quirós, en 1606; explorado por Bougainville, en 1768, y bautizado con su actual nombre por Cook, en 1773. Este grupo se compone principalmente de nueve grandes islas, y forma una banda de ciento veinte leguas del Norte-Noroeste al Sur-Sudeste, entre los 15° y 2° de latitud Sur y los 164° y 168° de longitud. Pasamos bastante cerca de la isla de Auru que, en el momento de las observaciones de mediodía, vi como una masa boscosa dominada por un pico de gran altura.
Aquel día era Navidad, y me pareció que Ned Land lamentaba vivamente que no se celebrara el
Christmas
, verdadera fiesta familiar de la que los protestantes son fanáticos observadores.
Hacía ya ocho días que no veía al capitán Nemo cuando, el 27 por la mañana, entró en el gran salón, con ese aire del hombre que acaba de dejarle a uno hace cinco minutos. Estaba yo tratando de reconocer en el planisferio la ruta seguida por el
Nautilus
. El capitán se acercó, marcó con el dedo un punto del mapa y pronunció una sola palabra:
—Vanikoro.
Era una palabra mágica. Era el nombre de los islotes en los que se perdieron los navíos de La Pérousse. Me incorporé y le pregunté:
—¿Nos lleva el
Nautilus
a Vanikoro?
—Sí, señor profesor.
—¿Y podré visitar estas célebres islas en las que se destrozaron el
Boussole
y el
Astrolabe
?
—Si así le place, señor profesor.
—¿Cuándo estaremos en Vanikoro?
—Estamos ya, señor profesor.
Seguido del capitán Nemo subí a la plataforma, y desde allí mi mirada recorrió ávidamente el horizonte.
Al Nordeste emergían dos islas volcánicas de desigual magnitud, rodeadas de un arrecife de coral de unas cuarenta millas de perímetro. Estábamos ante la isla de Vanikoro propiamente dicha, a la que Dumont d'Urville impuso el nombre de isla de la Récherche, y precisamente ante el pequeño puerto de Vanu, situado a 16° 4' de latitud Sur y 164° 32' de longitud Este. Las tierras parecían recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas del interior, dominadas por el monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta y seis toesas.
Tras haber franqueado el cinturón exterior de rocas por un estrecho paso, el
Nautilus
se encontró al otro lado de los rompientes, en aguas cuya profundidad se limitaba a unas treinta o cuarenta brazas. Bajo la verde sombra de los manglares, vi a algunos salvajes que manifestaban una viva sorpresa. En el largo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de agua ¿no veían ellos un formidable cetáceo del que había que desconfiar?
En aquel momento, el capitán Nemo me preguntó qué era lo que yo sabía acerca del naufragio de La Pérousse.