Yo deseaba vivamente poder llevar a París aquel soberbio ejemplar de ave del paraíso, a fin de donarlo al Jardín de Plantas, que no posee ninguno vivo.
—¿Es, pues, tan raro? —preguntó el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a estimar la caza desde un punto de vista artístico.
—Muy raro, sí, y, sobre todo, muy difícil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos pájaros son objeto de un comercio muy activo. Por eso, los indígenas han llegado incluso a fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.
—¿Cómo? —dijo Conseil—. ¿Es posible falsificar las aves de paraíso?
—Sí, Conseil.
—¿Y conoce el señor el procedimiento de los indígenas?
—Sí. Durante el monzón del Este, las aves del paraíso pierden las magníficas plumas que rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificadores recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.
—Bueno —dijo Ned Land—, si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no está destinado a ser comido no lo veo mal.
Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo mismo con los del cazador canadiense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un
barí-outang
como lo llaman los naturales. Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo. El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.
El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus entrañas y extrajo media docena de chuletas destinadas a asegurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, continuamos la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.
En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléctricas no detuvieran a algunos en su carrera.
—¡Ah, señor profesor! —exclamó Ned Land, a quien exaltaba el ardor de la caza—, ¡qué carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el
Nautilus
! ¡Dos… tres… cinco…! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a bordo no van a probarla!
Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que forman el primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.
Eran de pequeña talla, una especie de los «canguros-conejo», que se alojan habitualmente en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de desplazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy estimable.
Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpedos comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a sobrevenir.
A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la playa. Nuestra canoa estaba varada en su lugar habitual. El
Nautilus
emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de la costa.
Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de
bari-outang
, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire…
Pero me doy cuenta de que estoy pareciéndome al canadiense. ¡Heme aquí en éxtasis ante una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdonado a Ned Land, y por los mismos motivos.
La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La fécula de sagú, el pan del artocarpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que las ideas de mis compañeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez habitual.
—¿Y si no regresáramos esta noche al
Nautilus
? —dijo Conseil.
—¿Y si no volviéramos nunca más? —añadió Ned Land.
Apenas había acabado de formular su proposición el arponero cuando cayó una piedra a nuestros pies.
Miramos hacia el bosque, sin levantarnos. Mi mano se había detenido en su movimiento hacia la boca, mientras la de Ned Land acababa el suyo.
—Una piedra no cae del cielo —dijo Conseil—, a menos que sea un aerolito.
Una segunda piedra, perfectamente redondeada, que arrancó de la mano de Conseil un sabroso muslo de paloma, dio aún más peso a la observación que acababa de proferir.
Nos incorporamos los tres, y tomando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo ataque.
—¿Son monos? —preguntó Ned Land.
—Casi —respondió Conseil—. Son salvajes.
—A la canoa —dije, a la vez que me dirigía a la orilla.
Conveniente, en efecto, era batirse en retirada, pues una veintena de indígenas, armados de arcos y hondas, había hecho su aparición al lado de unos matorrales que, a unos cien pasos apenas, ocultaban el horizonte a nuestra derecha.
La canoa se hallaba a unas diez toesas de nosotros.
Los salvajes se aproximaron, sin correr pero prodigándonos las demostraciones más hostiles, bajo la forma de una lluvia de piedras y de flechas.
Ned Land no se había resignado a abandonar sus provisiones, y pese a la inminencia del peligro, no emprendió la huida sin antes coger su cerdo y sus canguros.
Apenas tardamos dos minutos en llegar a la canoa. Cargarla con nuestras armas y provisiones, botarla al mar y coger los remos fue asunto de un instante. No nos habíamos distanciado todavía ni dos cables cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron en el agua hasta la cintura. Esperando que su aparición atrajera a la plataforma del
Nautilus
algunos hombres, miré hacia él. Pero el enorme aparato parecía estar deshabitado.
Veinte minutos más tarde subíamos a bordo. Las escotillas estaban abiertas. Tras amarrar la canoa, entramos en el
Nautilus
.
Descendí al salón, del que se escapaban algunos acordes. El capitán Nemo estaba allí, tocando el órgano y sumido en un éxtasis musical.
—Capitán.
No me oyó.
—Capitán —dije de nuevo, tocándole el hombro.
Se estremeció y se volvió hacia mí.
—¡Ah! ¿Es usted, señor profesor? ¿Qué tal su cacería? ¿Ha herborizado con éxito?
—Sí, capitán, pero, desgraciadamente, hemos atraído una tropa de bípedos cuya vecindad me parece inquietante.
—¿Qué clase de bípedos?
—Salvajes.
—¡Salvajes! —dijo el capitán Nemo, en un tono un poco irónico—. ¿Y le asombra, señor profesor, haber encontrado salvajes al poner pie en tierra? ¿Y dónde no hay salvajes? Y estos que usted llama salvajes ¿son peores que los otros?
—Pero, capitán…
—Yo los he encontrado en todas partes.
—Pues bien —respondí—, si no quiere recibirlos a bordo del
Nautilus
, hará bien en tomar algunas precauciones.
—Tranquilícese, señor profesor, no hay por qué preocuparse.
—Pero, estos indígenas son muy numerosos.
—¿Cuántos ha contado?
—Tal vez un centenar.
—Señor Aronnax —respondió el capitán Nemo, cuyos dedos se habían posado nuevamente sobre el teclado del órgano—, aunque todos los indígenas de la Papuasia se reunieran en esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al
Nautilus
.
Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo golpeaba las teclas negras, lo que daba a sus melodías un color típicamente escocés. Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoñación que no traté de disipar.
Subí a la plataforma. Había sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se pone rápidamente, sin crepúsculo. Se veía ya muy confusamente el perfil de la isla Gueboroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los indígenas no pensaban abandonarla.
Permanecí así, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos indígenas, ya sin temor, ganado por la imperturbable confianza del capitán. Les olvidé pronto, para admirar los esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento voló a Francia, que habría de ser iluminada por aquéllas dentro de unas horas.
La luna resplandecía en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pensé que el fiel y complaciente satélite habría de volver a este mismo lugar dos días después para levantar las aguas y arrancar al
Nautilus
de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, bajé a mi camarote y me dormí apaciblemente.
Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del monstruo encallado en la bahía debía atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofrecían un fácil acceso a su interior.
El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.
A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y sus cimas después.
Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o seiscientos. Aprovechándose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas de los arrecifes hasta menos de dos cables del
Nautilus
. Los distinguía fácilmente. Eran verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con que teñían su cabellera lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los de los nubios. De los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados. Iban casi todos desnudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cinturón vegetal. Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi todos estaban armados de arcos, flechas y escudos, y llevaban a la espalda una especie de red con las piedras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas.
Uno de los jefes examinaba atentamente y desde muy cerca al
Nautilus
. Debía de ser un «mando» de alto rango, pues se arropaba con un tejido de hojas de banano, dentado en sus bordes y teñido con colores muy vivos.
Fácilmente hubiera podido abatir al indígena, por la escasa distancia a que se hallaba, pero pensé que más valía esperar demostraciones de hostilidad por su parte. Entre europeos y salvajes, conviene que sean aquellos los que repliquen y no ataquen.
Mientras duró la marea baja, los indígenas merodearon por las cercanías de
Nautilus
, sin mostrarse excesivamente ruidosos. Les oí repetir frecuentemente la palabra
assai
, y, por sus gestos, comprendí que me invitaban a ir a tierra firme, invitación que creí deber declinar.
Aquel día no se movió la canoa, con gran pesar de Ned Land que no pudo completar sus provisiones. El hábil canadiense empleó su tiempo en la preparación de las carnes y las féculas que había llevado de la isla Gueboroar.
Cuando, hacia las once de la mañana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer bajo las aguas de la marea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su número iba acrecentándose. Probablemente estaban viniendo de las islas vecinas o de la Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no había visto yo ni una sola piragua.
No teniendo nada mejor que hacer, se me ocurrió dragar aquellas aguas, cuya limpidez dejaba ver con profusión conchas, zoófitos y plantas pelágicas. Era, además, el último día que el
Nautilus
debía permanecer en aquellos parajes, si es que conseguía salir a flote con la alta marea del día siguiente, como esperaba el capitán Nemo.
Llamé, pues, a Conseil, quien me trajo una draga ligera, muy parecida a las usadas para pescar ostras.
—¿Y esos salvajes? —me preguntó Conseil—. No me parecen muy feroces.
—¿No? Pues, sin embargo, son antropófagos, muchacho.
—Se puede ser antropófago y buena persona —respondió Conseil—, como se puede ser glotón y honrado. Lo uno no excluye lo otro.
—Bien, Conseil, te concedo que son honrados antropófagos, y que devoran honradamente a sus prisioneros. Sin embargo, como no me apetece nada ser devorado, ni tan siquiera honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del
Nautilus
no parece tomar ninguna precaución. Y ahora, a trabajar.
Durante dos horas pescamos activamente, pero sin coger ninguna pieza rara. La draga sé llenaba de orejas marinas, de arpas, de melanias, y muy en particular de algunos de los más bellos martillos que había visto yo hasta ese día. Cogimos también algunas holoturias, ostras perlíferas y una docena de pequeñas tortugas que reservamos para la despensa de a bordo.
Pero en el momento en que menos me lo esperaba, puse la mano sobre una maravilla o, por mejor decir, sobre una deformidad natural muy difícil de hallar. Acababa Conseil de dar un golpe de draga y de elevar su aparato cargado de diversas conchas bastante ordinarias, cuando, de repente, me vio hundir el brazo en la red, retirar de ella una concha, y lanzar un grito de conquiliólogo, es decir, el grito más estridente que pueda producir la garganta humana.
—¿Qué le ocurre al señor? —preguntó Conseil, muy sorprendido—. ¿Le ha mordido algo?
—No, muchacho, aunque sí hubiera dado con gusto un dedo por mi descubrimiento.
—¿Qué descubrimiento?
—Esta concha —le dije mostrándole el objeto de mi entusiasmo.
—Pero ¡si no es más que una simple oliva porfiria! Género oliva, orden de los pectinibranquios, clase de los gasterópodos, familia de los moluscos.
—Sí, Conseil, pero en vez de estar enrollada de derecha a izquierda, lo está de izquierda a derecha.
—¿Es posible?
—Sí, muchacho, es una concha senestrógira.
—¡Una concha senestrógira! —repitió Conseil, palpitándole el corazón.