20.000 leguas de viaje submarino (27 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Era evidente que se nos había puesto en la comida alguna sustancia soporífera. Así pues, no bastaba infligirnos la prisión para ocultarnos los proyectos del capitán Nemo, sino que además había que narcotizarnos.

Oí el ruido de las escotillas al cerrarse. Poco después cesaba el ligero movimiento de balanceo producido por las olas, lo que parecía indicar que el
Nautilus
se había sumergido.

Imposible me fue resistir al sueño. Mi respiración se debilitaba. Sentí un frío mortal helar mis miembros cada vez más pesados, como paralizados. Mis párpados, pesados como el plomo, se cerraron sobre los ojos. Un sueño mórbido, poblado de alucinaciones, se apoderó de todo mi ser. Poco a poco fueron desapareciendo las visiones, y me quedé sumido en un total anonadamiento.

24. El reino del coral

Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmente despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi camarote. Mis compañeros debían haber sido también reintegrados al suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, sólo podía confiar en el azar de lo porvenir.

La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde ya estaban, esperándome, Ned y Conseil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al despertarse de un pesado sueño que no había dejado en ellos recuerdo alguno.

El
Nautilus
estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie de las olas a una marcha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.

Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.

Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al
Nautilus
a un sensible balanceo.

Tras haber renovado su aire, el
Nautilus
se sumergió a una profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que, contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habitual.

El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a quien vi fue al
steward
, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de costumbre.

Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando apareció el capitán. A mi saludo respondió con una inclinación casi imperceptible, sin dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido refrescados por el sueño. Toda su fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.

Al fin se acercó a mí y me dijo:

—¿Es usted médico, señor Aronnax?

Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.

—¿Es usted médico? —repitió—. Sé que algunos de sus colegas han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Moquin-Tandon y otros.

—En efecto —dije—. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.

—Bien, muy bien.

Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.

Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas, reservándome para responderle según las circunstancias.

—Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?

—¿Tiene usted un enfermo?

—Sí.

—Estoy a su disposición.

—Sígame.

Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este misterio me preocupaba casi tanto como el enfermo.

El capitán Nemo me condujo a la popa del
Nautilus
y me hizo entrar en un camarote en el que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico. Era un verdadero prototipo del anglosajón.

Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un enfermo, sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes sanguinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

La herida era horrible. El cráneo, machacado por un instrumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del vino. Había a la vez contusión y conmoción cerebrales. La respiración del enfermo era lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.

El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a enfriarse las extremidades del cuerpo. Comprendí que la muerte se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedirlo. Tras haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.

—¿Cómo se ha producido esta herida?

—¿Qué puede importar eso? —respondió evasivamente el capitán—. Un choque del Nautilus ha roto una de las palancas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo está?

Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:

—Puede usted hablar libremente. Este hombre no comprende el francés.

Miré nuevamente al herido y respondí:

—Va a morir de aquí a dos horas.

—¿No hay nada que hacer?

—Nada.

Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.

Durante algunos momentos seguí observando al agonizante, cuya palidez iba aumentando bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, surcado de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.

Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar escapar sus labios.

—Puede usted retirarse, señor Aronnax —me dijo el capitán Nemo.

Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no podía comprender?

Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente hallé allí al capitán Nemo. Nada más verme me dijo:

—Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión submarina?

—¿Con mis compañeros?

—Si quieren.

—Estamos a sus órdenes, capitán.

—Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.

Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.

Eran las ocho de la mañana. Media hora después estábamos ya vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación, pusimos el pie a una profundidad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el
Nautilus
.

Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidentado, a una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera excursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pelágicos. Reconocí inmediatamente la maravillosa región a que nos conducía aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.

Entre los zoófitos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal. Utilizada como remedio por los antiguos y como joya ornamental por los modernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel, data tan sólo de 1694.

El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural.

Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.

La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba en un bloque pétreo.

El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de
flor
y
espuma de sangre
que da el comercio a sus más hermosos productos.

El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de coral rosa.

Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo punto de partida».

Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.

¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

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