20.000 leguas de viaje submarino (46 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—No me atrevería yo a jurarlo.

Y debo confesar, a fuerza de franqueza, que no me disgustaba tan aventurada excursión. La belleza de esas regiones nuevas me maravillaba hasta lo indecible. Los hielos cobraban formas soberbias. Aquí, su conjunto tomaba el aspecto de una ciudad oriental con sus alminares y sus innumerables mezquitas. Allá, una ciudad derruida como si hubiera sido abatida por una convulsión del suelo. Aspectos incesantemente variados por los oblicuos rayos del sol, o perdidos en las brumas grises en medio de los vendavales de nieve. Y por todas partes formidables detonaciones, desmoronamientos y derrumbamientos de
icebergs
que cambiaban el decorado como el paisaje de un diorama.

Cuando esas rupturas se producían en momentos en que el
Nautilus
estaba sumergido, se propagaba el ruido bajo el agua con una espantosa intensidad a la vez que el derrumbamiento de las masas de hielos creaba temibles remolinos hasta en las capas profundas del océano. En esos momentos el
Nautilus
se balanceaba y cabeceaba como un barco abandonado a la furia de los elementos.

A menudo, al no ver ya salidas por ninguna parte, pensaba yo que estábamos definitivamente apresados, pero el capitán Nemo, dejándose guiar por su instinto ante el más ligero indicio, continuaba descubriendo pasos nuevos. Jamás se equivocaba al observar los delgados regueros de agua azulada que surcaban los témpanos. Por ello no dudaba yo de que hubiese aventurado con anterioridad al
Nautilus
por los mares antárticos.

Sin embargo, aquel mismo día, 16 de marzo, el hielo nos cerró absolutamente el camino. No era todavía la gran banca, sino vastos
ice-fields
cimentados por el frío. Ese obstáculo no podía detener al capitán Nemo, quien se lanzó contra él con una tremenda violencia. El
Nautilus
entraba como un hacha en la masa friable y la dividía entre estallidos terribles. Era el antiguo ariete propulsado por una potencia infinita. Los trozos de hielo, proyectados a gran altura, recaían en granizada sobre nosotros. Por su sola fuerza de impulsión, nuestro aparato se abría un canal. A veces, arrastrado por su impulso, subía sobre el campo de hielo y lo aplastaba con su peso, o, en algunos momentos, incrustado bajo el
ice-field lo
dividía por un simple movimiento de cabeceo que producía grandes chasquidos.

Violentos chubascos nos asaltaron aquellos días, en los que las brumas eran tan espesas que no hubiéramos podido vernos de un extremo a otro de la plataforma. El viento saltaba bruscamente de rumbo. La nieve se acumulaba en capas tan duras que había que romperla a golpes de pico. Sometidas a una temperatura de cinco grados bajo cero, todas las partes exteriores del
Nautilus
se recubrían de hielo. Imposible hubiera sido allí maniobrar todo aparejo, pues los extremos de los cabos se habrían quedado prendidos en la garganta de las poleas. Tan sólo un navío sin velas y movido por un motor eléctrico podía afrontar tan altas latitudes.

En tales condiciones, el barómetro se mantuvo generalmente muy bajo y llegó a caer incluso hasta 73 cms. Ninguna garantía ofrecían ya las indicaciones de la brújula. Enloquecidas, sus agujas marcaban direcciones contradictorias al acercarse al Polo Sur magnético, que no se confunde con el geográfico. En efecto, según Hansten, el polo magnético está situado a unos 70° de latitud y 130° de longitud, en tanto que para Duperrey se halla, según sus observaciones, a 135° de longitud y 70° 30'de latitud. Había que proceder a numerosas observaciones en los compases instalados en diferentes puntos del navío y sacar la media. Pero a menudo había que confiarse a la estima para calcular el rumbo seguido, método poco satisfactorio en medio de aquellos pasos sinuosos cuyos puntos de referencia cambiaban a cada momento.

El 18 de marzo, tras veinte asaltos inútiles, el
Nautilus
quedó definitivamente inmovilizado. Ya no eran bloques de hielo en sus distintas formaciones —
streams
,
palchs
o
icefields
—, sino una interminable e inmóvil barrera formada por montañas soldadas entre sí.

—La gran banca de hielo —dijo el canadiense.

Comprendí que para Ned Land, como para todos los navegantes que nos habían precedido, aquello era el obstáculo infranqueable.

La aparición por un instante del sol, a mediodía, permitió al capitán Nemo situar con bastante exactitud nuestra posición, que era la de 51' 30’ de longitud y 67 39’ de latitud Sur, un punto muy avanzado ya de las regiones antárticas.

Del mar, de su superficie líquida, no quedaba ya la menor apariencia ante nosotros. Bajo el espolón del
Nautilus
se extendía una vasta llanura atormentada por intrincados y confusos bloques, con ese caprichoso desorden que caracteriza la superficie de un río en deshielo, pero en proporciones gigantescas. Aquí y allá, agudos picos, aisladas agujas se elevaban a alturas de hasta doscientos pies. Más lejos, se perfilaba una serie de acantilados cortados a pico y revestidos de tintes grisáceos, vastos espejos que reflejaban algunos rayos de sol semieclipsados por las brumas. En aquella desolada naturaleza reinaba un silencio ominoso, feroz, apenas rasgado por los aleteos de los petreles. Todo, hasta el ruido, estaba allí congelado.

El
Nautilus
debió detenerse, pues, en su aventurera marcha por los campos de hielo.

—Señor —me dijo aquel día Ned Land—, si su capitán llega más lejos…

—¿Qué?

—Será un superhombre.

—¿Por qué, Ned?

—Porque nadie puede atravesar la gran banca de hielo. Es muy poderoso su capitán, pero, ¡mil diantres!, no es más poderoso que la Naturaleza, y allí donde ésta pone sus límites hay que detenerse, quiérase o no.

—Así es, Ned Land, y, sin embargo, yo hubiera querido saber lo que hay detrás de esta gran banca. Un muro, eso es lo que más me irrita.

—Tiene razón el señor —dijo Conseil—. No se han inventado los muros más que para exasperar a los sabios. No debería haber muros en ninguna parte.

—¡Bah! —exclamó el canadiense—. Lo que hay detrás es bien sabido.

—¿Qué es? —pregunté.

—Hielo y más hielo.

—Usted está seguro de eso, Ned —repliqué—, pero yo no lo estoy. Por eso es por lo que querría ir a verlo.

—Pues ya puede usted ir renunciando a esa idea, señor profesor. Ha llegado usted ante la gran banca, lo que ya está bien, y no irá usted más lejos, como tampoco su capitán Nemo ni su
Nautilus
. Quiéralo él o no, tendremos que regresar hacia el Norte, es decir, a donde vive la gente normal.

Debo convenir que Ned Land tenía razón, que mientras los barcos no estén hechos para navegar sobre los campos de hielo tendrán que detenerse ante la gran banca.

En efecto, pese a sus esfuerzos, pese a los potentes medios empleados para romper los hielos, el
Nautilus
se vio reducido a la inmovilidad. Por lo común, a quien no puede ir más lejos le queda la solución de retroceder. Pero allí retroceder era tan imposible como avanzar, pues los pasos se habían cerrado tras nosotros, y por poco tiempo que permaneciera nuestro aparato estacionario no tardaría en quedar totalmente bloqueado. Eso es lo que ocurrió hacia las dos de la tarde, cuando el hielo comprimió sus flancos con una asombrosa rapidez. La conducta del capitán Nemo me pareció sobrepasar los límites de la imprudencia.

Me hallaba yo en la plataforma cuando el capitán, que observaba la situación desde hacía algunos instantes, me dijo:

—¿Qué piensa usted de esto, señor profesor?

—Creo que estamos atrapados, capitán.

—¡Atrapados! ¿Por qué lo cree así?

—Sencillamente, porque no podemos ir ni hacia adelante ni hacia atrás ni hacia ningún lado. Y esto es, creo yo, lo que se llama estar «atrapados», al menos en los continentes habitados.

—¿Piensa usted, pues, señor Aronnax, que el
Nautilus
no podrá liberarse?

—Muy difícil lo veo, capitán, pues la estación está ya demasiado avanzada para poder esperar que se produzca el deshielo.

—Siempre será usted el mismo, señor profesor —respondió el capitán Nemo en un tono irónico—. No ve usted más que impedimentos y obstáculos. Pues yo le aseguro que el
Nautilus
no sólo se liberará, sino que incluso irá aún más lejos.

—¿Más lejos? ¿Hacia el Sur? —le pregunté, mirándole fijamente.

—Sí, señor. Irá al Polo.

—¡Al Polo! —exclamé, sin poder ocultar mi incredulidad.

—Sí —respondió fríamente el capitán—, al Polo Antártico, a ese punto desconocido en que se cruzan todos los meridianos del globo. Usted sabe que yo hago con el
Nautilus
lo que quiero.

Sí, lo sabía. Sabía también de su audacia, una audacia hasta la temeridad. Pero vencer esos obstáculos que se levantan ante el Polo Sur, más inaccesible aún que el Polo Norte todavía no alcanzado por los más audaces navegantes, ¿no era una empresa absolutamente insensata, que sólo el espíritu de un loco podía concebir?

Se me ocurrió entonces preguntarle si ya había descubierto ese Polo jamás hollado por el pie de una criatura humana.

—No, señor —me respondió—, y lo descubriremos juntos. Allí donde otros han fracasado no fracasaré yo. Nunca he llevado a mi
Nautilus
tan lejos por los mares australes, pero, se lo repito, ira aún más lejos.

—Quiero creerle, capitán —le dije, en un tono un tanto irónico—, y le creo. ¡Vayamos hacia adelante! ¡No hay obstáculos para nosotros! ¡Rompamos esta masa de hielo! ¡Hagámosla saltar! Y si resiste, démosle alas al
Nautilus
para que pueda pasar por encima.

—¿Por encima? —dijo tranquilamente el capitán Nemo—. No, señor profesor, no por encima, sino por debajo.

—¡Por debajo! —exclamé.

Acababa de iluminar mi mente la súbita revelación de los proyectos del capitán. Comprendí que las maravillosas posibilidades del
Nautilus
iban a servirle una vez más en tan sobrehumana empresa.

—Veo que empezamos a entendernos, señor profesor —me dijo el capitán, esbozando una sonrisa—. Ya empieza usted a entrever la posibilidad (el éxito, diré yo) de esta tentativa. Lo que es impracticable para un navío ordinario es fácil para el
Nautilus
. Si el Polo se halla en un continente, se detendrá ante ese continente, pero si, por el contrario, está bañado por el mar libre irá hasta el mismo Polo.

Arrastrado, excitado por el razonamiento del capitán, dije:

—Claro, si la superficie del mar está solidificada por los hielos, sus capas inferiores están libres, por esa razón providencial que ha colocado en un grado superior al de la congelación el máximo de densidad del agua marina. Si no me equivoco, la relación entre las masas de hielo sumergidas y las emergentes es la de cuatro a uno, ¿no es así?

—Poco más o menos, señor profesor. Por cada pie por encima del mar, los
icebergs
tienen tres debajo. Y puesto que estas montañas de hielo no sobrepasan los cien metros de altura, la parte sumergida debe ser de unos trescientos metros. ¿Y qué son trescientos metros para el
Nautilus
?

—Nada.

—El
Nautilus
podrá incluso ir a buscar a una profundidad aún mayor la temperatura uniforme de las aguas marinas, y allí podremos desafiar impunemente los treinta o cuarenta grados de frío de la superficie.

—En efecto, así es —dije, animándome cada vez más.

—La única dificultad —prosiguió el capitán Nemo— será la de permanecer varios días sumergidos sin poder renovar nuestra provisión de aire.

—¡Si no es más que eso…! El
Nautilus
tiene vastos depósitos. Los llenaremos y nos proveerán de todo el oxígeno que podamos necesitar.

—Bien dicho, señor Aronnax —respondió, sonriendo, el capitán—. Pero no quiero que pueda acusarme usted de temeridad y por eso me anticipo a someterle todas mis objeciones.

—¿Le queda alguna más?

—Una sola. Si el Polo Sur se halla en el mar, es posible que el mar esté enteramente congelado y que no podamos salir a su superficie.

—Capitán, olvida usted que el
Nautilus
está armado de un temible espolón. ¿Es que no podremos lanzarlo diagonalmente contra esos campos de hielo y abrirlos con la fuerza del choque?

—¡Vaya, señor profesor! Veo que hoy tiene usted ideas.

—Además, capitán —añadí, cada vez más ganado por el entusiasmo—, ¿por qué no habría de hallarse el mar libre en el Polo Sur como en el Polo Norte? Los polos del frío y los polos terrestres no se confunden ni en el hemisferio austral ni en el boreal y, mientras no se pruebe lo contrario, puede suponerse que ambos puntos se hallen en un continente o en un océano libres de hielos.

—Yo lo creo también, señor Aronnax. Únicamente le haré la observación de que tras haber expresado tantas objeciones contra mi proyecto es usted ahora quien me abruma con sus argumentos a favor del mismo.

Así era. ¡Había llegado yo a superar al capitán Nemo en audacia! Era yo quien le arrastraba hacia el Polo. Me adelantaba a él y le distanciaba… Mas, ¡no, pobre loco! El capitán Nemo sabía mejor que tú los pros y los contras de la cuestión, y se divertía al verte arrebatado por los sueños de lo imposible.

Entre tanto, no había perdido él un momento. A una señal suya, apareció el segundo. Los dos hombres conversaron rápidamente en su incomprensible lengua, y fuera porque el segundo hubiese sido puesto ya en antecedentes o bien porque hallase practicable el proyecto, no manifestó sorpresa alguna. Pero por impasible que se mostrara no lo fue más que Conseil cuando le anuncié nuestra intención de ir hasta el Polo Sur. Un «como el señor guste» acogió mi comunicación y eso fue todo. En cuanto a Ned Land, nadie se alzó jamás de hombros con tanta expresividad como el canadiense.

—Mire, señor —me dijo—, me dan lástima usted y su capitán Nemo.

—Pero iremos al Polo, Ned.

—Posible, pero no volverán.

Y tras decir esto, Ned Land se fue a su camarote para evitar «desahogarse haciendo una barrabasada», me dijo al salir.

Los preparativos de la audaz empresa habían comenzado ya. Las potentes bombas del
Nautilus
almacenaban el aire en los depósitos a muy alta presión. Hacia las cuatro, el capitán Nemo me anunció que iban a cerrarse las escotillas. Miré por última vez la espesa masa de hielo que íbamos a franquear. El tiempo estaba sereno, la atmósfera bastante pura. El frío era vivo, doce grados bajo cero, pero como el viento se había calmado, la temperatura no era demasiado insoportable.

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