Una docena de hombres subieron a los flancos del
Nautilus
y, armados de picos, rompieron el hielo en torno a su carena. La operación se realizó con rapidez, ya que la capa de hielo recién formada no era muy gruesa todavía.
Todos penetramos en el interior. Los depósitos se llenaron del agua que la flotación había mantenido libre. El
Nautilus
comenzó a descender.
Me instalé en el salón junto a Conseil. Por el cristal veíamos las capas inferiores del océano austral. El termómetro iba subiendo. La aguja del manómetro se desviaba sobre el cuadrante.
A unos trescientos metros, tal y como había previsto el capitán Nemo, flotábamos ya bajo la superficie ondulada de la banca de hielo. Pero el
Nautilus
se sumergió aún más hasta alcanzar una profundidad de ochocientos metros. A esa profundidad, la temperatura del agua, de doce grados en la superficie, no acusaba ya más que diez. Se habían ganado dos grados. Obvio es decir que la temperatura del
Nautilus
, elevada por sus aparatos de calefacción, se mantenía a una graduación muy superior. Todas las maniobras iban realizándose con una extraordinaria precisión.
—Pasaremos —dijo Conseil.
—Estoy seguro de ello —respondí con una profunda convicción.
Bajo el mar libre, el
Nautilus
tomó directamente el camino del Polo, sin apartarse del quincuagésimo segundo meridiano. De los 67° 30' a los 90° había veintidós grados y medio de latitud por recorrer, es decir, poco más de quinientas leguas. El
Nautilus
cobró una velocidad media de veintiséis millas por hora —la velocidad de un tren expreso— que, de mantenerla, fijaba en cuarenta horas el tiempo necesario para alcanzar el Polo.
La novedad de la situación nos retuvo a Conseil y a mí durante una buena parte de la noche ante el observatorio del salón. La irradiación eléctrica del fanal iluminaba el mar, que aparecía desierto. Los peces no permanecían en aquellas aguas prisioneras, en las que no hallaban más que un paso para ir del océano Antártico al mar libre del Polo. Nuestra marcha era rápida y así se hacía sentir en los estremecimientos del largo casco de acero.
Hacia las dos de la mañana me fui a tomar unas horas de descanso. Conseil me imitó. No encontré al capitán Nemo al recorrer los pasillos y supuse que debía hallarse en la cabina del timonel.
Al día siguiente, 19 de marzo, a las cinco de la mañana, me aposté de nuevo en el salón. La corredera eléctrica me indicó que la velocidad del
Nautilus
había sido reducida. Subía a la superficie, pero con prudencia, vaciando lentamente sus depósitos.
Me latía con fuerza el corazón ante la incertidumbre de si podríamos salir a la superficie y hallar la atmósfera libre del Polo. Pero no. Un choque me indicó que el
Nautilus
había golpeado la superficie inferior del banco de hielo, aún muy espeso a juzgar por el sordo ruido que produjo. En efecto, habíamos «tocado», por emplear la expresión marina, pero al revés y a mil pies de profundidad, lo que suponía unos dos mil pies de hielo por encima de nosotros, mil de los cuales fuera del agua. Era poco tranquilizador comprobar que la banca de hielo presentaba una altura superior a la que habíamos estimado en sus bordes.
Durante aquel día, el
Nautilus
repitió varias veces la tentativa de salir a flote sin otro resultado que el de chocar con la muralla que tenía encima como un techo. En algunos momentos, la encontró a novecientos metros, lo que acusaba mil doscientos metros de espesor doscientos de los cuales se elevaban por encima de la superficie del océano. Era el doble de la altura que habíamos estimado en el momento en el que el
Nautilus
se había sumergido.
Anoté cuidadosamente las diversas profundidades y obtuve así el perfil submarino de la cordillera que se extendía bajo las aguas.
Llegó la noche sin que ningún cambio hubiera alterado nuestra situación. Siempre el techo de hielo, entre cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. Disminución evidente, pero ¡qué espesor aún entre nosotros y la superficie del océano!
Eran las ocho, y hacía ya cuatro horas que debería haberse renovado el aire en el interior del
Nautilus
, según la diaria rutina de a bordo. No sufría yo demasiado, sin embargo, aunque el capitán Nemo todavía no hubiese solicitado a sus depósitos un suplemento de oxígeno.
Asaltado alternativamente por el temor y la esperanza, dormí mal aquella noche. Me levanté varias veces. Las tentativas del
Nautilus
continuaban. Hacia las tres de la mañana, observé que la superficie inferior del banco de hielo se hallaba solamente a cincuenta metros de profundidad. Ciento cincuenta pies nos separaban entonces de la superficie del agua. El banco iba convirtiéndose nuevamente en un
icefield
y la montaña se tornaba en una llanura.
Mis ojos no abandonaban el manómetro. Continuábamos remontándonos, siguiendo, a lo largo de la diagonal, la superficie resplandeciente del hielo que fulguraba bajo los rayos eléctricos. El banco de hielo se adelgazaba de milla en milla por arriba y por abajo en rampas alargadas.
A las seis de la mañana de aquel día memorable del 19 de marzo, se abrió la puerta del salón y apareció el capitán Nemo.
—El mar libre —me dijo.
Me precipité a la plataforma. ¡Sí! El mar libre. Apenas algunos témpanos dispersos y algunos
icebergs
móviles. A lo lejos, un mar extenso; un mundo de pájaros en el aire; miríadas de peces bajo las aguas que, según los fondos, variaban del azul intenso al verde oliva.
El termómetro marcaba tres grados bajo cero. Era casi una primavera, encerrada tras el banco de hielo cuyas masas lejanas se perfilaban en el horizonte del Norte.
—¿Estamos en el Polo? —pregunté al capitán, con el corazón palpitante.
—Lo ignoro —me respondió—. A mediodía fijaremos la posición.
—¿Cree que se mostrará el sol a través de esta bruma? —le pregunté, mirando al cielo grisáceo.
—Por poco que lo haga, me bastará —respondió el capitán.
Hacia el Sur y a unas diez millas del
Nautilus
un islote solitario se elevaba hasta una altura de unos doscientos metros. Hacia ese islote nos dirigíamos, pero prudentemente, pues el mar podía estar sembrado de escollos.
Una hora más tarde alcanzamos el islote. Invertimos otra hora en circunvalarlo. Medía de cuatro a cinco millas de circunferencia. Un estrecho canal le separaba de una tierra de considerable extensión, un continente tal vez cuyos límites no podíamos ver. La existencia de esa tierra parecía dar razón a las hipótesis de Maury. El ingenioso americano ha observado, en efecto, que entre el Polo Sur y el paralelo 60 el mar está cubierto de hielos flotantes de enormes dimensiones que no se encuentran nunca en el Atlántico Norte. De esa observación ha concluido que el círculo antártico encierra extensiones de tierra considerables, puesto que los
icebergs
no pueden formarse en alta mar, sino únicamente en las cercanías de las costas. Según sus cálculos, las masas de los hielos que envuelven al Polo austral forman un vasto casquete cuya anchura debe alcanzar cuatro mil kilómetros.
El
Nautilus
, por temor a encallar, se detuvo a unos tres cables de un banco de arena dominado por un soberbio conglomerado de rocas. Se lanzó el bote al mar y embarcamos el capitán, dos de sus hombres, portadores de los instrumentos, Conseil y yo. Eran las diez de la mañana. No había visto a Ned Land. Sin duda, el canadiense no quería aceptar el error de su predicción sobre nuestra marcha al Polo Sur. Unos cuantos golpes de remo condujeron al bote hasta la orilla, donde encalló en la arena.
Retuve a Conseil en el momento en que se disponía a saltar a tierra, y, dirigiéndome al capitán Nemo, le dije:
—Le corresponde a usted el honor de pisar el primero esta tierra.
—Sí, señor, en efecto —respondió el capitán—, y lo hago sin vacilación porque ningún ser humano ha plantado hasta ahora el pie en esta tierra del Polo.
El capitán Nemo saltó con ligereza sobre la arena. Una viva emoción le aceleraba el corazón. Escaló una roca que dominaba un pequeño promontorio y allí, con los brazos cruzados, inmóvil, mudo, y con una mirada ardiente, permaneció durante cinco minutos en el éxtasis de su toma de posesión de aquellas regiones australes. Luego, se volvió hacia nosotros.
—Cuando usted quiera, señor profesor —me gritó.
Desembarqué, seguido de Conseil, dejando a los dos hombres en el bote.
El suelo estaba cubierto por una alargada toba de color rojizo, como de ladrillo pulverizado. Las escorias, las coladas de lava y la piedra pómez denunciaban su origen volcánico. En algunos lugares ligeras fumarolas que emanaban un olor sulfuroso atestiguaban que los fuegos internos conservaban aún su poder expansivo. Sin embargo, y aunque subí a una alta peña, no vi ningún volcán en un radio de varias millas. Sabido es que en estas comarcas antárticas halló James Ross los cráteres del Erebus y del Terror en plena actividad, en el meridiano 167 y a 77° 32'de latitud.
Extremadamente escasa era la vegetación de aquel desolado continente. Algunos líquenes de la especie
Usnea melanoxantha
se extendían sobre las negras rocas. Algunas plantas microscópicas, diatomeas rudimentarias como alvéolos dispuestos entre dos conchas cuarzosas, y largos fucos purpúreos y de color carmesí, soportados por pequeñas vejigas natatorias, arrojados a la costa por la resaca, componían la pobre flora de la región.
Las orillas están sembradas de moluscos, de pequeños mejillones, de lapas, de berberechos lisos en forma de corazones, y particularmente de clíos de cuerpo oblongo y membranoso cuya cabeza está formada por dos lóbulos redondeados. Vi también miríadas de esos clíos boreales de tres centímetros de longitud, de los que la ballena se traga un mundo a cada bocado. Estos encantadores pterópodos, verdaderas mariposas de mar, animaban las aguas libres en el borde de las orillas.
Entre otros zoófitos aparecían en los altos fondos algunas arborescencias coralígenas de esas que, según James Ross, viven en los mares antárticos hasta mil metros de profundidad; pequeños alciones pertenecientes a la especie
Procellaria pelagica
, así como un gran número de asterias particulares a estos climas y estrellas de mar que constelaban el suelo.
Pero donde la vida se manifestaba en sobreabundancia era en el aire. Allí volaban y revoloteaban por millares pájaros de variadas especies que nos ensordecían con sus gritos. Otros, que pululaban por las rocas, nos veían pasar sin ningún temor y nos seguían con familiaridad. Eran pingüinos, tan ágiles y vivaces en el agua, donde a veces se les ha confundido con rápidos bonitos, como torpes y pesados son en tierra. Exhalaban gritos barrocos y formaban asambleas numerosas, sobrias de gestos pero pródigas en clamores.
Entre las aves, vi unos quionis, de la familia de las zancudas, gruesos como palomas, de color blanco, con el pico corto y cónico, y los ojos enmarcados en un círculo rojo. Conseil hizo una buena provisión de ellos, pues estos volátiles, convenientemente preparados, constituyen un plato agradable. Por el aire pasaban albatros fuliginosos de una envergadura de cuatro metros, justamente llamados los buitres del océano; petreles gigantescos, entre ellos los quebrantahuesos, de alas arqueadas, que son grandes devoradores de focas; los petreles del Cabo, una especie de patos pequeños con la parte superior de su cuerpo matizada de blanco y iiegro; en fin, toda una serie de petreles, unos azules, propios de los mares antárticos, y otros blancuzcos y con los bordes de las alas de color oscuro y tan aceitosos, dije a Conseil, que «los habitantes de las islas Feroë se limitan a poner es una mecha antes de encenderlos».
—Un poco más —respondió Conseil— y serían lámparas perfectas. Pero no puede exigirse a la Naturaleza que, encina, les provea de una mecha.
Habíamos recorrido ya media milla, cuando el suelo se mostró acribillado de nidos de mancos, como madrigueras excavadas para la puesta de los huevos y de las que escapaban numerosos pájaros. El capitán Nemo haría cazar más tarde algunos centenares, pues su carne negra es comestible. Lanzaban gritos muy similares al rebuzno del asno. Estos animales, del tamaño de una oca, con el cuerpo pizarroso por arriba, blanco por debajo y con una cinta de color limón a modo de corbata, se dejaban matar a pedradas sin intentar la huida.
Continuaba sin disiparse la bruma. A las once, no había aparecido todavía el sol. No dejaba de inquietarme su ausencia. Sin el sol, no había observación posible. ¿Cómo íbamos a poder determinar así si habíamos alcanzado el Polo?
Busqué al capitán Nemo y le hallé apoyado en una roca, silencioso y mirando el cielo. Parecía impaciente y contrariado. Pero ¿qué podía hacerse? El sol no obedecía como el mar a aquel hombre audaz y poderoso.
Llegó el mediodía sin que el sol se hubiese mostrado ni un instante. Ni tan siquiera era posible reconocer el lugar que ocupaba tras la cortina de bruma. Y al poco tiempo la bruma se resolvió en nieve.
—Habrá que intentarlo mañana —me dijo simplemente el capitán.
Regresamos al
Nautilus
, envueltos en los torbellinos de la atmósfera.
Durante nuestra ausencia, se habían echado las redes. Observé con interés los peces que acababan de subir a bordo. Los mares antárticos sirven de refugio a un gran número de peces migratorios que huyen de las tempestades de las zonas menos elevadas para caer, cierto es, en las fauces de las marsopas y de las focas. Anoté algunos cótidos australes, de un decímetro de longitud, cartilaginosos y blancuzcos, atravesados por bandas lívidas y armados de aguijones; quimeras antárticas, de tres pies de longitud, con el cuerpo muy alargado, la piel blanca, plateada y lisa, la cabeza redonda, el dorso provisto de tres aletas y el hocico terminado en una trompa encorvada hacia la boca. Probé su carne, pero la hallé insípida, pese a la opinión en contra de Conseil.
La tempestad de nieve duró hasta el día siguiente. Era imposible mantenerse en la plataforma. Desde el salón, donde anotaba yo los incidentes de la excursión al continente polar, oía los gritos de los petreles y los albatros que se reían de la tormenta.
El
Nautilus
no permaneció inmóvil. Bordeando la costa, avanzó una docena de millas hacia el Sur, en medio de la difusa claridad que esparcía el sol por los bordes del horizonte.