20.000 leguas de viaje submarino (50 page)

Read 20.000 leguas de viaje submarino Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
6.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¡Cierre los ojos el señor! No mire —dijo Conseil, a la vez que se tapaba los párpados con las manos.

—Pero ¿qué te ocurre, muchacho?

—¡Estoy deslumbrado, estoy ciego!

Involuntariamente miré al cristal, y no pude soportar el fuego que lo inflamaba.

Comprendí lo que había ocurrido. El
Nautilus
acababa de ponerse en marcha a gran velocidad, y los destellos tranquilos de las murallas de hielo se habían tornado en rayas de fuego, en las que se confundían los fulgores de las miríadas de diamantes. Impulsado por su hélice, el
Nautilus
viajaba en un joyero de relámpagos.

Los paneles se desplazaron entonces tapando los cristales. Cubríamos con las manos nuestros ojos, en los que danzaban esas luces concéntricas que flotan ante la retina cuando los rayos solares la han golpeado con violencia. Fue necesario que pasara un tiempo para que se calmaran nuestros ojos. Al fin, pudimos retirar las manos.

—No hubiera podido creerlo —dijo Conseil.

—Y yo no puedo creerlo todavía —replicó el canadiense.

—Cuando volvamos a tierra —añadió Conseil— tras haber visto tantas maravillas de la naturaleza, ¿qué pensaremos de esos miserables continentes y de las pequeñas obras surgidas de la mano del hombre? No, el mundo habitado ya no es digno de nosotros.

Tales palabras en boca de un impasible flamenco muestran hasta qué punto de ebullición había llegado nuestro entusiasmo. Pero el canadiense no dejó de echar sobre él su jarro de agua fría.

—¡El mundo habitado! —dijo, moviendo la cabeza—. Esté tranquilo, amigo Conseil, nunca volveremos a él.

Eran las cinco de la mañana, y justo en aquel momento se produjo un choque a proa. Comprendí que el espolón del
Nautilus
acababa de adentrarse en un bloque de hielo, a consecuencia probablemente de una maniobra errónea, pues la navegación no era fácil en aquel túnel submarino obstruido por los hielos. Supuse que el capitán Nemo modificaría el rumbo para eludir los obstáculos y avanzar por las sinuosidades del túnel hacia adelante. Sin embargo, contra lo que yo esperaba, el
Nautilus
tomó un movimiento de retroceso muy vivo.

—¿Vamos marcha atrás? —preguntó Conseil.

—Sí —respondí—. El túnel no debe tener salida por ese lado.

—Entonces ¿qué…?

—Entonces —dije— la solución es sencilla. Retrocederemos por donde hemos venido y saldremos por el orificio del Sur. Eso es todo.

Al hablar así, trataba yo de parecer más tranquilo de lo que realmente estaba.

El
Nautilus
aceleraba su movimiento de retroceso, y pronto, marchando a contra hélice, alcanzó una gran rapidez.

—Va a suponer un retraso —dijo Ned.

—¡Qué importan unas horas de más o de menos, con tal que podamos salir!

—Sí —dijo Ned Land—, ¡con tal que podamos salir!

Me paseé durante algunos instantes del salón a la biblioteca. Mis compañeros, sentados, guardaban silencio. Me senté en un diván y tomé un libro, que comencé a recorrer maquinalmente. Así pasó un cuarto de hora. Conseil se acercó a mí y me dijo:

—¿Es interesante lo que está leyendo el señor?

—Muy interesante —respondí.

—Lo creo. Es el libro del señor lo que está leyendo el señor.

—¿Mi libro?

En efecto, la obra que tenía en mis manos era
Los Grandes Fondos Marinos
. No me había dado cuenta. Cerré el libro, me levanté y volví a pasear. Ned y Conseil se levantaron para retirarse. Les retuve.

—Quedaos aquí, amigos míos. Permanezcamos juntos hasta el momento en que salgamos de este túnel.

—Como el señor guste —dijo Conseil.

Transcurrieron así varias horas, durante las cuales observé a menudo los instrumentos adosados a la pared del salón. El manómetro indicaba que el
Nautilus
se mantenía a una profundidad constante de trescientos metros; la brújula, que se dirigía siempre hacia el Sur; la corredera, que marchaba a una velocidad de veinte millas por hora, excesiva en un espacio tan cerrado. Pero el capitán Nemo sabía que no había tiempo que perder y que los minutos valían siglos en esa situación.

A las ocho y veinticinco se produjo un segundo choque. A popa, esta vez. Palidecí. Mis compañeros se habían acercado a mí. Agarré la mano de Conseil. Nos interrogamos con las miradas, más expresivamente de lo que hubiéramos hecho con palabras.

En aquel momento entró el capitán en el salón y yo me dirigí a él.

—¿Está cerrado el camino por el Sur? —le pregunté.

—Sí, señor. El
iceberg
, al volcarse, ha cerrado toda salida.

—¿Estamos, pues, completamente bloqueados?

—Sí.

16. Sin aire

Así, pues, un impenetrable muro de hielo rodeaba al
Nautilus
por encima y por debajo. Éramos prisioneros de la gran banca de hielo. El canadiense expresó su furor asestando un formidable puñetazo a una mesa. Conseil estaba silencioso. Yo miré al capitán. Su rostro había recobrado su habitual impasibilidad. Estaba cruzado de brazos y reflexionaba. El
Nautilus
no se movía.

El capitán habló entonces:

—Señores —dijo con una voz tranquila—, en las condiciones en que estamos hay dos maneras de morir.

El inexplicable personaje tenía el aire de un profesor de matemáticas explicando una lección a sus alumnos.

—La primera —prosiguió— es la de morir aplastados. La segunda, la de morir asfixiados. No hablo de la posibilidad de morir de hambre, porque las provisiones del
Nautilus
durarán con toda seguridad más que nosotros. Preocupémonos, pues, de las posibilidades de aplastamiento y de asfixia.

—No creo sea de temer la muerte por asfixia, capitán —dije—, pues nuestros depósitos están llenos.

—Sí, es cierto —replicó el capitán Nemo—, pero no pueden suministrarnos aire más que para dos días. Hace ya treinta y seis horas que estamos en inmersión, y la atmósfera rarificada del
Nautilus
exige ya renovación. Nuestras reservas habrán quedado agotadas dentro de cuarenta y ocho horas.

—Pues bien, capitán, tenemos cuarenta y ocho horas para liberarnos.

—Al menos, lo intentaremos. Trataremos de perforar la muralla que nos rodea.

—¿Por qué parte?

—Eso es lo que nos dirá la sonda. Voy a varar al
Nautilus
sobre el banco inferior, y mis hombres, revestidos con sus escafandras, atacarán al
iceberg
por su pared menos espesa.

—¿Se puede abrir los paneles del salón?

—No hay inconveniente, puesto que estamos inmóviles.

El capitán Nemo salió. Pronto, los silbidos que se hicieron oír me indicaron que el agua se introducía en los depósitos. El
Nautilus
se hundió lentamente hasta que topó con el fondo de hielo a una profundidad de trescientos cincuenta metros.

—Amigos míos —dije—, la situación es grave, pero cuento con vuestro valor y vuestra energía.

El canadiense me respondió así:

—Señor, no es este el momento de abrumarle con recriminaciones. Estoy dispuesto a hacer lo que sea por la salvación común.

—Muy bien, Ned —le dije, tendiéndole la mano.

—Y añadiré —prosiguió— que soy tan hábil manejando el pico como el arpón. Así que si puedo serle de utilidad al capitán estoy a su disposición.

—No rehusará su ayuda, Ned. Vamos.

Conduje al canadiense al camarote en que los hombres de la tripulación estaban poniéndose las escafandras. Comuniqué al capitán la proposición de Ned, que fue inmediatamente aceptada. El canadiense se endosó su traje marino y pronto estuvo tan dispuesto como sus compañeros de trabajo. Cada uno de ellos llevaba a la espalda el aparato Rouquayrol con la reserva de aire extraída de los depósitos. Extracción considerable, pero necesaria. Las lámparas Ruhmkorff eran inútiles en medio de aquellas aguas luminosas y saturadas de rayos eléctricos.

Cuando Ned estuvo vestido, regresé al salón, donde los cristales continuaban descubiertos y, junto a Conseil, examiné las capas de hielo que soportaban al
Nautilus
. Algunos instantes más tarde vimos una docena de hombres de la tripulación tomar pie en el banco de hielo, y entre ellos a Ned Land, reconocible por su alta estatura. El capitán Nemo estaba con ellos.

Antes de proceder a la perforación de las murallas, el capitán hizo practicar sondeos para averiguar en qué sentido debía emprenderse el trabajo. Se hundieron largas sondas en las paredes laterales, pero a los quince metros de penetración todavía las detenía la espesa muralla. Inútil era atacar la superficie superior, puesto que en ella topábamos con la banca misma que medía más de cuatrocientos metros de altura. El capitán Nemo procedió entonces a sondear la superficie inferior. Por ahí nos separaban del agua diez metros de hielo. Tal era el espesor del
ice-field
. A partir de ese dato, se trataba de cortar un trozo igual en superficie a la línea de flotación del
Nautilus
. Había que arrancar, pues, unos seis mil quinientos metros cúbicos a fin de lograr una abertura por la que poder descender hasta situarnos por debajo del campo de hielo.

Se puso inmediatamente manos a la obra con un tesón infatigable. En lugar de excavar en torno al
Nautilus
, lo que habría procurado dificultades suplementarias, el capitán Nemo hizo dibujar el gran foso a ocho metros de la línea de babor. Luego los hombres taladraron el trazo simultáneamente en varios puntos de su circunferencia. Los picos atacaron vigorosamente la compacta materia y fueron extrayendo de ella gruesos bloques. Por un curioso y específico efecto de la gravedad, los bloques así desprendidos, menos pesados que el agua, volaban, por así decirlo, hacia la bóveda del túnel que cobraba por arriba el espesor que perdía por abajo. Pero poco importaba eso con tal que la pared inferior fuera adelgazándose.

Tras dos horas de un trabajo ímprobo, Ned Land regresó extenuado. Tanto él como sus compañeros fueron reemplazados por nuevos trabajadores, a los que nos unimos Conseil y yo, bajo la dirección del segundo del
Nautilus
.

El agua me pareció singularmente fría, pero pronto me calentó el manejo del pico. Mis movimientos eran muy libres, pese a producirse bajo una presión de treinta atmósferas.

Cuando regresé, tras dos horas de trabajo, para tomar un poco de alimento y de reposo, encontré una notable diferencia entre el aire puro que me había suministrado el aparato Rouquayrol y la atmósfera del
Nautilus
ya cargada de ácido carbónico. Hacía ya cuarenta y ocho horas que no se renovaba el aire y sus cualidades vivificantes se habían debilitado considerablemente.

A las doce horas de trabajo no habíamos quitado más que una capa de hielo de un metro de espesor, en la superficie delimitada, o sea, unos seiscientos metros cúbicos. Admitiendo que cada doce horas realizáramos el mismo trabajo, harían falta cinco noches y cuatro días para llevar a término nuestra empresa.

—¡Cinco noches y cuatro días, cuando no tenemos más que dos días de aire en los depósitos! —dije a mis compañeros.

—Sin contar —precisó Ned— que una vez que estemos fuera de esta condenada trampa estaremos aún aprisionados bajo la banca y sin comunicación posible con la atmósfera.

Reflexión justa. ¿Quién podía prever el mínimo de tiempo necesario para nuestra liberación? ¿No nos asfixiaríamos antes de que el
Nautilus
pudiera retornar a la superficie del mar? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba de hielo con todos los que encerraba? La situación era terrible, pero todos la habíamos mirado de frente y todos estábamos decididos a cumplir con nuestro deber hasta el final.

Según mis previsiones, durante la noche se arrancó una nueva capa de un metro de espesor al inmenso alvéolo. Pero cuando por la mañana, revestido de mi escafandra, recorrí la masa líquida a una temperatura de siete grados bajo cero, observé que las murallas laterales se acercaban poco a poco. Las capas de agua alejadas del foso y del calor desprendido por el trabajo de los hombres y de las herramientas, tendían a solidificarse. Ante este nuevo e inminente peligro, se reducían aún más nuestras posibilidades de salvación. ¿Cómo impedir la solidificación de ese medio líquido que podía hacer estallar las paredes del
Nautilus
como si fuesen de cristal?

Me abstuve de comunicar este nuevo peligro a mis dos compañeros. ¿Para qué desanimarles, desarmarles de esa energía que empleaban en el penoso trabajo de salvamento? Pero cuando regresé a bordo, le hablé al capitán Nemo de tan grave complicación.

—Lo sé —dijo, con ese tono tranquilo que ni las más terribles circunstancias lograban modificar—. Es un peligro más, pero no veo ningún otro medio de evitarlo que ir más rápidos que la solidificación. La única posibilidad de salvación está en anticiparnos. Eso es todo.

¡Anticiparnos! En fin, no hubiera debido extrañarme esa forma de hablar.

Aquel día, durante varias horas, manejé el pico con gran tesón. El trabajo me sostenía. Además, trabajar era salir del
Nautilus
, era respirar el aire puro extraído de los depósitos, era abandonar una atmósfera viciada y empobrecida.

Por la noche, habíamos ganado un metro más en el foso. Cuando regresé a bordo me sentí sofocado por el ácido carbónico de que estaba saturado el aire. ¡Si hubiéramos tenido los medios químicos necesarios para expulsar ese gas deletéreo! Pues el oxígeno no nos faltaba, lo contenía toda esa agua en cantidades considerables, y descomponiéndolo con nuestras poderosas pilas nos habría restituido el fluido vivificante. Pensaba yo en eso, a sabiendas de que era inútil, ya que el ácido carbónico, producto de nuestra respiración, había invadido todas las partes del navío. Para absorberlo habría que disponer de recipientes de potasa cáustica y agitarlos continuamente, pero carecíamos de esa materia a bordo y nada podía reemplazarla.

Aquella tarde, el capitán Nemo se vio obligado a abrir las válvulas de sus depósitos y lanzar algunas columnas de aire puro al interior del
Nautilus
. De no hacerlo, no nos habríamos despertado al día siguiente.

El 26 de marzo reanudé mi trabajo de minero. Contra el quinto metro. Las paredes laterales y la superficie inferior de la banca aumentaban visiblemente de espesor. Era ya evidente que se unirían antes de que el
Nautilus
lograra liberarse. Por un instante, se adueñó de mí la desesperación y estuve a punto de soltar el pico. ¡Para qué excavar si había de morir asfixiado y aplastado por esa agua que se hacía piedra, un suplicio que no hubiera podido imaginar ni el más feroz de los salvajes! Me parecía estar entre las formidables mandíbulas de un monstruo cerrándose irresistiblemente.

Other books

Lo! by Charles Fort
Punishment by Linden MacIntyre
My Misspent Youth by Meghan Daum
Just Desserts by G. A. McKevett
Live and Fabulous! by Grace Dent
Everything Changes by Jonathan Tropper
Bring Me Back by Taryn Plendl