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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (45 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—Son ballenas australes —dijo—. Hay ahí la fortuna de una flota de balleneros.

—Y bien, señor —dijo el canadiense—, ¿no podría yo darles caza, aunque sólo fuese para no olvidar mi antiguo oficio de arponero?

—¿Para qué? —respondió el capitán Nemo—. ¿Cazar únicamente por destruir? No necesitamos aceite de ballena a bordo.

—Sin embargo —dijo el canadiense—, en el mar Rojo usted nos autorizó a perseguir a un dugongo.

—Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripulación. Aquí sería matar por matar. Ya sé que es éste un privilegio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasatiempos mortíferos. Es una acción condenable la que cometen los de su oficio, señor Land, al destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la franca. Ya han despoblado toda la bahía de Baffin y acabarán aniquilando una clase de animales útiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cetáceos, que bastante tienen ya con sus enemigos naturales, los cachalotes, los espadones y los sierra.

Fácil es imaginar la cara del canadiense ante ese curso de moral. Emplear semejantes razonamientos con un cazador, palabras perdidas. Ned Land miraba al capitán Nemo, y era evidente que no comprendía lo que éste quería decirle. Tenía razón el capitán. El bárbaro, desconsiderado encarnizamiento de los pescadores hará desaparecer un día la última ballena del océano.

Ned Land silbó entre dientes su
Yankee doodle
, se metió las manos en los bolsillos y nos volvió la espalda.

El capitán Nemo observaba la manada de cetáceos. Súbitamente, se dirigió a mí.

—Tenía yo razón en decir que, sin contar al hombre, no le faltan a las ballenas enemigos naturales. Dentro de poco ésas van a pasar un mal rato. ¿Distingue usted, señor Aronnax, esos puntos negruzcos en movimiento, a unas ocho millas, a sotavento?

—Sí, capitán —respondí.

—Son cachalotes, animales terribles que he encontrado a veces en manadas de doscientos o trescientos. A esos animales crueles y dañinos, sí que está justificado exterminarlos.

Al oír estas palabras, el canadiense se volvió con viveza.

—Pues bien, capitán —dije—, estamos a tiempo, en interés de las ballenas.

—Inútil exponerse, señor profesor. El
Nautilus
se basta a sí mismo para dispersar a esos cachalotes, armado como está de un espolón de acero que, creo yo, vale tanto al menos como el arpón del señor Land.

El canadiense no se molestó en disimular lo que pensaba, encogiéndose de hombros. ¡Atacar a golpes de espolón a los cetáceos! ¿Dónde, cuándo se había visto tal cosa?

—Espere, señor Aronnax —dijo el capitán Nemo—. Vamos a mostrarle una caza que no conoce usted aún. Nada de piedad con estos feroces cetáceos. No son más que boca y dientes.

Boca y dientes. No se podía definir mejor al cachalote macrocéfalo, cuyo tamaño sobrepasa a veces los veinticinco metros. La cabeza enorme de este cetáceo ocupa casi el tercio de su cuerpo. Mejor armado que la ballena, cuya mandíbula superior está dotada únicamente de barbas, está provisto de veinticinco grandes dientes de veinte centímetros de altura, cilíndricos y cónicos en su vértice, que pesan dos libras cada uno. En la parte superior de su enorme cabeza, en grandes cavidades separadas por cartílagos, contiene de trescientos a cuatrocientos kilogramos de ese aceite precioso llamado «esperma de ballena». El cachalote es un animal feo, «más renacuajo que pez», según la observación de Fredol, mal construido, «malogrado», por así decirlo, en toda la parte izquierda de su estructura y con la visión limitada apenas a su ojo derecho.

La monstruosa manada continuaba acercándose. Había visto ya a las ballenas y se disponía a atacarlas. Podía predecirse de antemano la victoria de los cachalotes, no sólo por estar mejor conformados para el ataque que sus inofensivos adversarios, sino también porque pueden permanecer más tiempo bajo el agua sin subir a respirar a la superficie
[18]
.

Era tiempo ya de acudir en socorro de las ballenas. El
Nautilus
comenzó a navegar entre dos aguas. Conseil, Ned y yo nos apostamos en el observatorio del salón. El capitán Nemo se dirigió a la cabina del timonel para maniobrar su aparato como un artefacto de destrucción. Poco después sentí cómo se multiplicaban las revoluciones de la hélice y aumentaba nuestra velocidad.

Ya había comenzado el combate entre los cachalotes y las ballenas cuando llegó el
Nautilus
. La maniobra de éste se orientó a cortar la manada de macrocéfalos. Al principio, éstos no parecieron mostrarse temerosos a la vista del nuevo monstruo que se mezclaba en la batalla, pero pronto hubieron de emplearse en esquivar sus golpes.

¡Qué lucha! El mismo Ned Land acabó batiendo palmas, entusiasmado. El
Nautilus
se había tornado en un arpón formidable, blandido por la mano de su capitán. Se lanzaba contra las masas carnosas y las atravesaba de parte a parte, dejando tras su paso dos movedizas mitades de cachalote. No sentía los tremendos coletazos que azotaban a sus flancos ni los formidables choques. Exterminado un cachalote, corría hacia otro, viraba rápidamente para no fallar la presa, se dirigía hacia adelante o hacia atrás, dócil al timón, sumergiéndose cuando el cetáceo se hundía en las capas profundas o ascendiendo con él cuando volvía a la superficie, golpeándole de lleno u oblicuamente, cortándole o desgarrándole con su terrible espolón, y en todas las direcciones y a todas las velocidades.

¡Qué carnicería! ¡Qué ruido en la superficie de las aguas producían los agudos silbidos y los ronquidos de los espantosos animales! En medio de aquellas aguas ordinariamente tan bonancibles sus coletazos producían una verdadera marejada.

Una hora duró aquella homérica matanza a la que no podían sustraerse los macrocéfalos. En varias ocasiones, diez o doce reunidos trataron de aplastar al
Nautilus
bajo sus masas. A través del cristal veíamos sus grandes bocazas pavimentadas de dientes, sus ojos formidables. Ned Land, que ya no era dueño de sí, les amenazaba e injuriaba. Sentíamos que intentaban fijarse a nuestro aparato como perros que hacen presa en un jabato entre la espesura del bosque. Pero el
Nautilus
, forzando su hélice, les arrastraba consigo o les llevaba a la superficie, sin sentir en lo más mínimo su enorme peso ni sus poderosas convulsiones.

Al fin fue clareándose la masa de cachalotes y las aguas recobraron su tranquilidad. Sentí que ascendíamos a la superficie. Una vez en ella, se abrió la escotilla, y nos precipitamos a la plataforma.

El mar estaba cubierto de cadáveres mutilados. Una formidable explosión no habría dividido, desgarrado, descuartizado con mayor violencia aquellas masas carnosas. Flotábamos en medio de cuerpos gigantescos, azulados por el lomo y blancuzcos por el vientre, y sembrados todos de enormes protuberancias como jorobas. Algunos cachalotes, espantados, huían por el horizonte. El agua estaba teñida de rojo en un espacio de varias millas, y el
Nautilus
flotaba en medio de un mar de sangre.

El capitán Nemo se unió a nosotros, y dirigiéndose a Ned Land, dijo:

—¿Qué le ha parecido?

El canadiense, en quien se había calmado el entusiasmo, respondió:

—Pues bien, señor, ha sido un espectáculo terrible, en efecto. Pero yo no soy un carnicero, soy un pescador, y esto no es más que una carnicería.

—Es una matanza de animales dañinos —respondió el capitán— y el
Nautilus
no es un cuchillo de carnicero.

—Yo prefiero mi arpón —replicó el canadiense.

—A cada cual sus armas —dijo el capitán, mirando fijamente a Ned Land.

Temí por un momento que éste se dejara llevar a un acto violento de deplorables consecuencias. Pero su atención y su ira se desviaron a la vista de una ballena a la que se acercaba el
Nautilus
en ese momento. El animal no había podido escapar a los dientes de los cachalotes. Reconocí la ballena austral, de cabeza deprimida, que es enteramente negra. Se distingue anatómicamente de la ballena blanca y del Nord-Caper por la soldadura de las siete vértebras cervicales y porque tiene dos costillas más que aquéllas.

El desgraciado cetáceo, tumbado sobre su flanco, con el vientre agujereado por las mordeduras, estaba muerto. Del extremo de su aleta mutilada pendía aún un pequeño ballenato al que tampoco había podido salvar. Su boca abierta dejaba correr el agua, que murmuraba como la resaca a través de sus barbas.

El capitán Nemo condujo al
Nautilus
junto al cadáver del animal. Dos de sus hombres saltaron al flanco de la ballena. No sin asombro vi como los dos hombres retiraban de las mamilas toda la leche que contenían, unas dos o tres toneladas nada menos.

El capitán me ofreció una taza de esa leche aún caliente. No pude evitar hacer un gesto de repugnancia ante ese brebaje. Él me aseguró que esa leche era excelente y que no se distinguía en nada de la leche de vaca. La probé y hube de compartir su opinión.

Era para nosotros una útil reserva, pues esa leche, en forma de mantequilla salada o de queso, introduciría una agradable variación en nuestra dieta alimenticia.

Desde aquel día, observé con inquietud que la actitud de Ned Land hacia el capitán Nemo iba tornándose cada vez más peligrosa, y decidí vigilar de cerca los actos y los gestos del canadiense.

13. Los bancos de hielo

El
Nautilus
prosiguió su imperturbable rumbo Sur por el meridiano cincuenta, a una velocidad considerable. ¿Acaso se proponía llegar al Polo? No podía yo creer que ése fuera su propósito, pues hasta entonces habían fracasado todas las tentativas de alcanzar ese punto del Globo. Por otra parte, estaba ya muy avanzada la estación, puesto que el 13 de marzo de las tierras antárticas corresponde al 13 de septiembre de las regiones boreales, a unos días tan sólo del comienzo del período equinoccial.

El 14 de marzo, hallándonos a 55° de latitud, vi hielos flotantes, apenas unos bloques pálidos de unos veinte a veinticinco pies que se erigían como escollos contra los que rompía el mar.

El
Nautilus
navegaba en superficie. La práctica de la pesca en los mares árticos había familiarizado a Ned Land con el espectáculo de los
icebergs
. Conseil y yo lo admirábamos por primera vez.

En la atmósfera, en el horizonte meridional, se extendía una franja blanca deslumbrante. Los balleneros ingleses le han dado el nombre de
iceblink
. Ni las nubes más espesas consiguen oscurecer ese fenómeno anunciatorio de la presencia de un
pack
o banco de hielo.

En efecto, no tardaron en aparecer bloques mucho más considerables, cuyo brillo cambiaba según los caprichos de la bruma. Algunos de esos bloques mostraban vetas verdes, como si sus onduladas líneas hubiesen sido trazadas con sulfato de cobre. Otros, semejantes a enormes amatistas, se dejaban penetrar por la luz y la reverberaban sobre las mil facetas de sus cristales. Aquéllos, matizados con los vivos reflejos del calcáreo, hubieran bastado a la construcción de toda una ciudad de mármol.

Iban aumentando en número y en tamaño aquellas islas flotantes a medida que avanzábamos hacia el Sur. Los pájaros polares anidaban en ellas por millares. Eran procelarias o petreles, que nos ensordecían con sus gritos. Algunas tomaban el
Nautilus
por el cadáver de una ballena y se posaban en él y lo picoteaban sonoramente.

El capitán Nemo se mantuvo a menudo sobre la plataforma mientras duró la navegación entre los hielos, en atenta observación de aquellos parajes abandonados. A veces veía yo animarse su tranquila mirada. ¿Se decía acaso a sí mismo que en esos mares polares prohibidos al hombre se hallaba él en sus dominios, dueño de los infranqueables espacios? Tal vez. En todo caso, no hablaba. Permanecía inmóvil hasta que el instinto del piloto que había en él le reclamaba. Dirigía entonces el
Nautilus
con una pericia consumada; evitaba con habilidad los choques con las grandes masas de hielo, algunas de las cuales medían varias millas de longitud y de setenta a ochenta metros de altura. Con frecuencia el horizonte parecía enteramente cerrado. A la altura de los sesenta grados de latitud, todo paso había desaparecido. Pero en su búsqueda cuidadosa no tardaba el capitán Nemo en hallar alguna estrecha apertura por la que se metía audazmente, a sabiendas, sin embargo, de que habría de cerrarse tras él.

Así fue como el
Nautilus
, guiado por tan hábil piloto, dejó tras de sí aquellos hielos, clasificados, según su forma o su tamaño, con una precisión que encantaba a Conseil, en:
icebergs
o montañas;
ice-fields
o campos unidos y sin límites;
drift-ices
o hielos flotantes;
packs
o campos rotos, llamados
palchs
cuando son circulares, y
streams
cuando están formados por bloques alargados.

La temperatura era ya bastante baja. El termómetro, expuesto al aire exterior, marcaba dos o tres grados bajo cero. Pero estábamos bien abrigados con pieles obtenidas a expensas de las focas y de los osos marinos. El interior del
Nautilus
, regularmente caldeado por sus aparatos eléctricos, desafiaba a las más bajas temperaturas. Por otra parte, bastaba que se sumergiera unos cuantos metros para hallar una temperatura soportable.

Dos meses antes, habríamos podido gozar en esas latitudes de un día sin fin, pero ya la noche se adueñaba durante tres o cuatro horas del tiempo, anticipando la sombra que durante seis meses debía echar sobre aquellas regiones circumpolares.

El día quince de marzo sobrepasamos la latitud de las islas New-Shetland y Orkney del Sur. El capitán me informó de que en otro tiempo numerosas colonias de focas habitaron aquellas tierras, pero los balleneros ingleses y americanos, en su furia destructora, con la matanza de los animales adultos y de las hembras preñadas, dejaron tras ellos el silencio de la muerte donde había reinado la animación de la vida.

El 16 de marzo, hacia las ocho de la mañana, el
Nautilus
, en su marcha por el meridiano cincuenta y cinco, franqueó el Círculo Polar Antártico. Los hielos nos rodeaban por todas partes y cerraban el horizonte. Pero el capitán Nemo continuaba su marcha de paso en paso.

—Pero ¿adónde va? —preguntaba yo.

—Hacia adelante —respondía Conseil—. Después de todo, ya parará cuando no pueda ir más lejos.

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