—¿Qué barco es ése?
—¿No lo sabe? Pues bien, tanto mejor. Su nacionalidad, al menos, será un secreto para usted. ¡Baje!
El canadiense, Conseil y yo no podíamos hacer otra cosa que obedecer. Una quincena de marineros del
Nautilus
rodeaban al capitán y miraban con un implacable sentimiento de odio al navío que avanzaba hacia ellos. Se sentía que el mismo espíritu de venganza animaba a todos aquellos hombres.
Descendí en el momento mismo en que un nuevo proyectil rozaba otra vez el casco del
Nautilus
, y oí gritar al capitán:
—¡Tira, barco insensato! Prodiga tus inútiles obuses. No escaparás al espolón del
Nautílus
. Pero no es aquí donde debes perecer, no quiero que tus ruinas vayan a confundirse con las del
Vengeur
.
Volví a mi camarote. El capitán y su segundo se habían quedado en la plataforma. La hélice se puso en movimiento y el
Nautilus
se alejó velozmente, poniéndose fuera del alcance de los obuses del navío. Pero la persecución prosiguió y el capitán Nemo se limitó a mantener la distancia.
Hacia las cuatro de la tarde, incapaz de contener la impaciencia y la inquietud que me devoraban, volví a la escalera central. La escotilla estaba abierta y me arriesgué sobre la plataforma. El capitán se paseaba por ella agitadamente y miraba al buque, situado a unas cinco o seis millas a sotavento. El capitán Nemo se dejaba perseguir atrayendo al buque hacia el Este. No le atacaba, sin embargo. ¿Dudaba tal vez?
Quise intervenir por última vez. Pero apenas interpelé al capitán Nemo, me impuso el silencio.
—Yo soy el derecho, yo soy la justicia —me dijo—. Yo soy el oprimido y ése es el opresor. Es por él por lo que ha perecido todo lo que he amado y venerado: patria, esposa, hijos, padre y madre. Todo lo que yo odio está ahí. ¡Cállese!
Dirigí una última mirada al buque de guerra que forzaba sus calderas. Luego me reuní con Ned y Conseil.
—¡Huiremos! —les dije.
—Bien —repuso Ned—. ¿Qué barco es ése?
—Lo ignoro. Pero sea quien sea, será hundido antes de que llegue la noche. En todo caso, más vale perecer con él que hacerse cómplices de represalias cuya equidad no puede medirse.
—Ésa es mi opinión —dijo fríamente Ned Land—. Esperemos a la noche.
Y llegó la noche. Un profundo silencio reinaba a bordo. La brújula indicaba que el
Nautilus
no había modificado su dirección. Oía el zumbido de su hélice, que batía el agua con una rápida regularidad. Se mantenía en la superficie, y un ligero balanceo le sacudía de babor a estribor y viceversa.
Mis compañeros y yo habíamos resuelto fugarnos en el momento en que el buque estuviera bastante cerca y sus tripulantes pudieran oírnos o vernos a la luz de la luna, a la que faltaban tres días para alcanzar su plenilunio. Una vez a bordo de ese barco, si no pudiéramos evitar el golpe que le amenazaba, haríamos, al menos, todo lo que las circunstancias nos permitieran intentar.
Varias veces creí que el
Nautilus
se disponía para el ataque. Pero seguía limitándose a dejar acercarse al adversario para luego reemprender la huida.
Transcurrió una buena parte de la noche sin incidente alguno. Acechábamos la ocasión de pasar a la acción y hablábamos poco, dominados por la emoción. Ned Land quería precipitarse al mar. Yo le forcé a esperar. Pensaba yo que el
Nautilus
debía atacar al dos-puentes en la superficie y entonces sería no sólo posible sino fácil evadirse.
A las tres de la mañana, inquieto, subí a la plataforma. El capitán Nemo no la había abandonado. Estaba en pie, a proa, cerca de su pabellón, al que la ligera brisa desplegaba por encima de su cabeza. No perdía de vista al navío. Su mirada, de una extraordinaria intensidad, parecía atraerlo, fascinarlo, tirar de él más seguramente que si lo hubiera remolcado. La luna pasaba por el meridiano. Júpiter se elevaba hacia el Este. El cielo y el océano rivalizaban en tranquilidad, y la mar ofrecía al astro nocturno el más bello espejo que nunca hubiese reflejado su imagen.
Al pensar en esa calma de los elementos y compararla con la cólera que incubaba el
Nautilus
sentí estremecerse todo mi ser.
El buque se mantenía a dos millas de nosotros. Se había acercado, marchando hacia ese brillo fosforescente que señalaba la presencia del
Nautilus
. Vi sus luces de posición, verde y roja, y su fanal blanco suspendido del estay de mesana. Una vaga reverberación iluminaba su aparejo e indicaba que sus calderas habían sido llevadas al máximo de presión. Haces de chispas y escorias de carbones encendidas se escapaban de sus chimeneas e iluminaban la noche.
Permanecí así hasta las seis de la mañana, sin que el capitán Nemo pareciera darse cuenta de mi presencia. El buque se había acercado a milla y media y con las primeras luces del alba recomenzó su cañoneo. No podía faltar ya mucho tiempo para que el
Nautilus
se decidiera a atacar y nosotros a dejar para siempre a aquel hombre al que yo no osaba juzgar.
Me disponía ya a bajar, a fin de prevenir a mis compañeros, cuando el segundo subió a la plataforma, acompañado de varios marinos. El capitán Nemo no les vio o no quiso verlos. Se tomaron las disposiciones que podrían llamarse de «zafarrancho de combate». Eran muy sencillas; consistían únicamente en bajar la barandilla de la plataforma, el receptáculo del fanal y la cabina del timonel para que la superficie del largo cigarro de acero no ofreciera un solo saliente que pudiese dificultar sus movimientos.
Regresé al salón. El
Nautilus
continuaba navegando en superficie. Las primeras luces del día se infiltraban en el agua. De vez en cuando, con las ondulaciones de las olas se animaban los cristales del salón con los tonos encendidos del sol levante. Amanecía aquel terrible 2 de junio.
A las cinco, la corredera me indicó que el
Nautilus
reducía su velocidad. Quería eso decir que dejaba acercarse al buque de guerra, cuyos cañonazos se oían cada vez con más intensidad. Los obuses surcaban el agua circundante y se hundían en ella con un silbido singular.
—Amigos míos —dije—, ha llegado el momento. Un apretón de manos y que Dios nos guarde.
Ned Land estaba decidido, Conseil, tranquilo, yo, nervioso, sin poder contenerme apenas. Pasamos a la biblioteca.
Pero en el momento en que yo empujaba la puerta que comunicaba con la escalera central, oí el ruido de la escotilla al cerrarse bruscamente. El canadiense se lanzó hacia los peldaños, pero conseguí retenerle. Un silbido bien conocido indicaba que el agua penetraba en los depósitos. En efecto, en unos instantes el
Nautilus
se sumergió a algunos metros de la superficie.
Era ya demasiado tarde para actuar.
Comprendí la maniobra. El
Nautilus
no iba a golpear al buque en su impenetrable coraza, sino por debajo de su línea de flotación, donde el casco no está blindado.
De nuevo estábamos aprisionados, como obligados testigos del siniestro drama que se fraguaba. Apenas tuvimos tiempo para reflexionar. Refugiados en mi camarote, nos mirábamos sin pronunciar una sola palabra. Me sentía dominado por un profundo estupor, incapaz de pensar. Me hallaba en ese penoso estado que precede a la espera de una espantosa detonación. Esperaba, escuchaba, con todo mi ser concentrado en el oído.
La velocidad del
Nautilus
aumentó sensiblemente hasta hacer vibrar toda su armazón. Era el indicio de que estaba tomando impulso.
El choque me arrancó un grito. Fue un choque relativamente débil, pero que me hizo sentir la fuerza penetrante del espolón de acero, al oír los estridentes chasquidos. Lanzado por su potencia de propulsión, el
Nautilus
atravesaba la masa del buque como la aguja pasa a través de la tela.
No pude soportarlo. Enloquecido, fuera de mí, salí de mi camarote y me precipité al salón. Allí estaba el capitán Nemo. Mudo, sombrío, implacable, miraba por el tragaluz de babor.
Una masa enorme zozobraba bajo el agua. Para no perderse el espectáculo de su agonía, el
Nautilus
descendía con ella al abismo. A unos diez metros de mí vi el casco entreabierto por el que se introducía el agua fragorosamente, y la doble línea de los cañones y los empalletados. El puente estaba lleno de sombras oscuras que se agitaban. El agua subía y los desgraciados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían en el agua. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión de la mar.
Paralizado, atenazado por la angustia, los cabellos erizados, los ojos desmesuradamente abiertos, la respiración contenida, sin aliento y sin voz, yo miraba también aquello, pegado al cristal por una irresistible atracción.
El enorme buque se hundía lentamente, mientras el
Nautilus
le seguía espiando su caída. De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió al
Nautilus
. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y aparecieron ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de hombres y, por último, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapareció, y con ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino.
Me volví hacia el capitán Nemo. Aquel terrible justiciero, verdadero arcángel del odio, continuaba mirando. Cuando todo hubo terminado, el capitán Nemo se dirigió a la puerta de su camarote, la abrió y entró, seguido por mi mirada. En la pared del fondo, debajo de los retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y los de dos niños pequeños. El capitán Nemo los miró durante algunos instantes, les tendió los brazos, y, arrodillándose, prorrumpió en sollozos.
Los paneles que cubrían los cristales se habían cerrado sobre esa visión espantosa, pero sin que por ello se hubiera iluminado el salón. En el interior del
Nautilus
todo era tinieblas y silencio, mientras abandonaba con una rapidez prodigiosa, a cien pies bajo la superficie, aquel lugar de desolación. ¿Adónde iba? ¿Al Norte o al Sur? ¿Adónde huía ese hombre tras su horrible represalia?
Regresé a mi camarote, donde Ned y Conseil permanecían todavía en silencio. Sentía un horror invencible hacia el capitán Nemo. Por mucho que le hubieran hecho sufrir los hombres no tenía el derecho de castigar así. Me había hecho si no cómplice, sí, al menos, testigo de su venganza. Eso era ya demasiado.
La luz eléctrica reapareció a las once y volví al salón, que estaba vacío. La consulta de los diversos instrumentos me informó de que el
Nautilus
huía al Norte a una velocidad de veinticinco millas por hora, alternativamente en superficie o a treinta pies de profundidad. Consultada la carta, vi que pasábamos por el canal de la Mancha y que nuestro rumbo nos llevaba hacia los mares boreales con una extraordinaria velocidad.
Apenas pude ver al paso unos escualos de larga nariz, los escualos-martillo; las lijas, que frecuentan esas aguas; las grandes águilas de mar; nubes de hipocampos, que se parecen a los caballos del juego de ajedrez; anguilas agitándose como las culebrillas de un fuego de artificio; ejércitos de cangrejos, que huían oblicuamente cruzando sus pinzas sobre sus caparazones, y manadas de marsopas que competían en rapidez con el
Nautilus
. Pero no estaban las cosas como para ponerse a observar, estudiar y clasificar.
Por la tarde, habíamos recorrido ya doscientas leguas del Atlántico. Llegó la noche y las tinieblas se apoderaron del mar hasta la salida de la luna. Me acosté, pero no pude dormir, asaltado por las pesadillas que hacía nacer en mí la horrible escena de destrucción.
Desde aquel día, ¿quién podría decir hasta dónde nos llevó el
Nautilus
por las aguas del Atlántico septentrional? Siempre a una velocidad extraordinaria y siempre entre las brumas hiperbóreas. ¿Costeó las puntas de las Spitzberg y los cantiles de la Nueva Zembla? ¿Recorrió esos mares ignorados, el mar Blanco, el de Kara, el golfo del Obi, el archipiélago de Liarrow y las orillas desconocidas de la costa asiática? No sabría yo afirmarlo como tampoco calcular el tiempo transcurrido. El tiempo se había parado en los relojes de a bordo. Como en las comarcas polares, parecía que el día y la noche no seguían ya su curso regular. Me sentía llevado a ese dominio de lo fantasmagórico en el que con tanta facilidad se movía la imaginación sobreexcitada de Edgar Poe. A cada instante, esperaba verme, como el fabuloso Gordon Pym, ante «esa figura humana velada, de proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra, situada tras esa catarata que defiende las inmediaciones del Polo».
Estimo —aunque tal vez me equivoque— que la aventurera carrera del
Nautilus
se prolongó durante quince o veinte días, y no sé lo que hubiera durado de no haberse producido la catástrofe con la que terminó este viaje. Del capitán Nemo no se tenía ni noticia. De su segundo, tampoco. Ni un hombre de la tripulación se hizo visible un solo instante. El
Nautilus
navegaba casi continuamente en inmersión, y cuando subía a la superficie a renovar el aire, las escotillas se abrían y cerraban automáticamente. Como no se fijaba ya la posición en el planisferio, no sabía dónde estábamos.
Diré también que el canadiense, al cabo de sus fuerzas y de su paciencia, tampoco aparecía. Conseil no podía sacar de él una sola palabra, y temía que se suicidase, en un acceso de delirio bajo el imperio de su tremenda nostalgia. Le vigilaba a cada instante con una abnegación sin límites.
En tales condiciones, la situación era ya insostenible.
Una mañana —imposible me sería precisar la fecha—, al despertarme de un amodorramiento penoso y enfermizo, vi a Ned Land inclinado sobre mí y decirme en voz baja:
—Vamos a evadirnos.
Me incorporé.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche. Toda vigilancia parece haber desaparecido del
Nautilus
. Se diría que el estupor reina a bordo. ¿Estará usted dispuesto, señor?
—Sí. ¿Dónde estamos?
—A la vista de tierras que he advertido esta mañana entre la bruma, a unas veinte millas al Este.
—¿Qué tierras son ésas?
—Lo ignoro, pero sean las que fueren nos refugiaremos en ellas.