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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (19 page)

BOOK: 3.096 días
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El espacio era demasiado reducido y el olor demasiado mohoso para ser reales. El hombre que me había secuestrado se mostraba sordo a mis argumentos, que procedían del mundo exterior: que me iban a encontrar; que lo que hacía era un grave delito por el que sería castigado. Pero con el paso de los días empecé a ser consciente de que estaba atrapada en ese infierno y de que hacía tiempo que no tenía en mi mano la llave de mi vida. Me resistía a acostumbrarme a ese siniestro entorno surgido de la fantasía de un delincuente que había cuidado cada detalle y me había puesto allí como un elemento decorativo.

Pero no se puede vivir eternamente en una pesadilla. El hombre tiene la capacidad de crear un viso de normalidad incluso en las situaciones más anormales para no perderse. Para sobrevivir. Muchas veces los niños lo consiguen mejor que los adultos. A ellos puede bastarles el junco más fino para no ahogarse. Para mí esos juncos rituales eran las comidas compartidas con el secuestrador, la fiesta de Navidad o mis pequeñas huidas al mundo de los libros, los vídeos y las series de televisión. Fueron momentos menos duros, aunque hoy sé que mi sensación se debía a un mecanismo psíquico. Uno se volvería loco si durante años sólo viera cosas horribles. Los pequeños momentos de supuesta normalidad son a los que uno se aferra para asegurarse la supervivencia. En mis anotaciones hay un fragmento que refleja con claridad este deseo de normalidad:

Querido diario:

Hace mucho que no escribo porque he pasado una dura fase de depresión. Así que te contaré brevemente lo que ha pasado hasta ahora. En diciembre pusimos los azulejos, pero la cisterna y el váter no lo montamos hasta enero. La Nochevieja la pasé así: dormí arriba del 30 al 31-12, luego estuve todo el día sola. Pero él llegó antes de medianoche. Se duchó, fundimos plomo como manda la tradición. A medianoche pusimos la televisión, escuchamos las campanadas de Pummerin y El Danubio Azul. Mientras tanto brindamos y miramos por la ventana para admirar los fuegos artificiales. Pero enseguida se me fue la alegría. Cuando un cohete cayó en nuestro pino se oyó de pronto el trino de un pájaro, estoy segura de que era un pájaro que se había dado un susto de muerte. A mí me pasó lo mismo cuando oí al pequeño gorrión. Yo le entregué el deshollinador que le había hecho y él me dio una moneda de chocolate, galletas de chocolate, un pequeño deshollinador de chocolate. Un día antes ya me había regalado un pastel de un deshollinador. Tenía encima Smarties, no, M&Ms que le regalé a Wolfgang.

Nada es blanco o negro. Y nadie es bueno o malo. Lo mismo le pasaba al secuestrador. Estas frases que no son gratas de oír en boca de la víctima de un secuestro. Pues rompen el esquema claramente definido del bien y el mal que los hombres mantienen para no perder la orientación en un mundo lleno de matices grises. Cuando digo estas cosas, puedo ver irritación y rechazo en los rostros de los profanos en la materia. Desaparece la empatía que sentían hacia mí y se transforma en rechazo. Personas que ni siquiera han visto el interior del zulo juzgan con un solo término mis propias vivencias: síndrome de Estocolmo.

«Se entiende por síndrome de Estocolmo el fenómeno psicológico en el que la víctima de un secuestro desarrolla una relación emocional positiva hacia su secuestrador. Esto puede llevar a que la víctima simpatice con el secuestrador y coopere con él.» Esto es lo que dice el diccionario. Un diagnóstico que me niego a aceptar. Pues por muy compasivas que sean las miradas con las que se habla de este concepto, el efecto es siniestro: convierte a la víctima por segunda vez en víctima al retirarle la capacidad de interpretar su propia historia y convertir sus vivencias más importantes en resultado de un síndrome. Deja al borde del descrédito precisamente a esa actitud que contribuye de forma decisiva a la supervivencia.

El acercamiento al secuestrador no es ninguna enfermedad. Crearse un mundo de normalidad en el marco de un secuestro no es ningún síndrome. Es una estrategia de supervivencia en una situación sin solución, y está más próxima a la realidad que esa simple categorización de los secuestradores como bestias sanguinarias y de las víctimas como ovejas desvalidas que la sociedad prefiere mantener.

Wolfgang Priklopil era para el mundo exterior un hombre tímido, amable, que con su impecable forma de vestir aparentaba menos edad de la que tenía. Llevaba pantalones de tela bien cuidados y camisas o polos bien planchados. Su cabello estaba siempre limpio y bien peinado, con un estilo algo pasado de moda para el comienzo del nuevo siglo. Supongo que llamaba poco la atención entre las personas con las que se relacionaba. No era fácil mirar detrás de su fachada, pues él lo impedía totalmente. Priklopil no se preocupaba por las convenciones sociales, era un esclavo de la fachada.

El orden no sólo le gustaba, era básico para su supervivencia. Le sacaban de quicio el desorden, el caos y la suciedad. Pasaba gran parte de su tiempo cuidando y limpiando a fondo sus coches —además de la furgoneta tenía un BMW rojo—, su jardín y su casa. No le bastaba con fregar después de cocinar. Mientras se estaba haciendo la comida en el fuego había que limpiar la encimera, cada tabla, cada cuchillo que se hubiera utilizado.

Tan importantes como el orden eran las reglas. Priklopil estudiaba durante horas las instrucciones de uso de todos los productos y luego las seguía a rajatabla. Si en un plato preparado ponía «calentar cuatro minutos», él lo sacaba del horno justo a los cuatro minutos, independientemente de que estuviera caliente o no. Debió de sentirse muy abatido por el hecho de que no controlaba su vida a pesar de atenerse siempre a todas las reglas; tanto que un día decidió romper una regla importante y secuestrarme. Pero a pesar de haberse convertido así en un delincuente, siguió creyendo en reglas, normas e instrucciones de un modo casi religioso. A veces me miraba y decía: «¡Qué pena que tú no tengas instrucciones de uso!». Debió de desconcertarle totalmente que su nueva adquisición —una niña— no funcionara según lo previsto y algunos días no supiera ponerla de nuevo en marcha.

Al principio de mi cautiverio pensé que el secuestrador era un huérfano al que la falta de cariño durante su infancia había convertido en delincuente. Luego, cuando le conocí mejor, comprobé que tenía una imagen equivocada de él. Había vivido una infancia feliz en una familia normal. Padre, madre, hijo. Su padre, Karl, trabajaba como representante de una gran alcoholera y viajaba mucho; más tarde me enteré de que muchas veces engañaba a su mujer con estos viajes de trabajo. Pero la fachada era perfecta. Los padres seguían juntos. Priklopil hablaba de excursiones de fin de semana al lago Neusiedl, de viajes a esquiar y paseos todos juntos. Su madre se ocupaba de su hijo con cariño. Tal vez con demasiado cariño.

Cuanto más tiempo pasaba yo arriba, en la casa, más extraña me resultaba la presencia de la madre en todos los aspectos de la vida del secuestrador. Tardé algún tiempo en darme cuenta de quién era la molesta persona que ocupaba la casa durante los fines de semana y me condenaba a pasar dos o tres días sin salir del zulo. Veía el nombre de «Waltraud Priklopil» en las cartas depositadas en la mesa de la entrada. Me comía la comida que ella dejaba preparada. Un plato distinto para cada día de la semana que su hijo estaba solo. Y cuando el lunes se me permitía subir de nuevo a la casa, notaba su rastro: todo estaba impoluto. Ni una sola mota de polvo dejaba ver que allí vivía alguien. Fregaba los suelos y quitaba el polvo cada fin de semana para que todo estuviera bien limpio para su hijo… que el resto de la semana me hacía limpiar a mí. Todos los jueves me hacía recorrer la casa con el trapo del polvo. Tenía que estar resplandeciente antes de que llegara su madre. Era una absurda carrera de limpieza entre madre e hijo en la que yo tenía que participar. No obstante, después de los solitarios fines de semana me gustaba descubrir pequeñas huellas de la presencia de la madre: la ropa planchada, un pastel en la cocina. No vi ni una sola vez a Waltraud Priklopil en todos esos años, pero a través de esos indicios se fue convirtiendo en parte de mi mundo. Me gustaba imaginar que era una amiga mayor con la que algún día podría sentarme a la mesa de la cocina a tomar una taza de té. Pero eso nunca ocurrió.

El padre murió cuando Wolfgang tenía veinticuatro años. Debió de dejar un gran hueco en su vida. Hablaba poco de él, pero se notaba que no había asimilado la pérdida. En la planta baja de la casa había una habitación en la que no había cambiado nada, al parecer en memoria de su padre. Se trataba de un cuarto de estilo rústico, con un banco esquinero y lámparas de hierro forjado. Una «bodeguilla» en la que en otros tiempos, cuando el padre aún vivía, se jugaba a las cartas y se bebía. Las botellitas de muestra de la destilería para la que trabajaba seguían en las estanterías. Cuando el secuestrador renovó toda la casa años más tarde dejó esta habitación sin tocar.

Waltraud Priklopil también debió de quedar muy afectada por la muerte de su marido. No me gustaría juzgar aquí su vida ni hacer interpretaciones que tal vez no sean correctas. Al fin y al cabo, nunca me encontré con ella. Pero desde mi perspectiva parecía como si tras el fallecimiento de su marido se hubiera aferrado más a su hijo y lo hubiera convertido en un sustituto de aquél. Priklopil, que entonces ya se había independizado, volvió a la casa de Strasshof, donde no podía escapar a la influencia de su madre. Sabía que ella revisaría sus armarios y su ropa sucia, y ponía gran empeño en que no quedara una sola huella de mi presencia en la casa. Y establecía el ritmo semanal y sus contactos conmigo en función de su madre. La atención excesiva de ella y la conformidad del hijo no eran del todo naturales. Ella no le trataba como a un adulto y tampoco él se comportaba como tal. Vivía en la casa de su madre, que se había trasladado a la vivienda de su hijo en Viena, y dejaba que ella se ocupara de todo.

No sé si incluso vivía de su dinero. Antes de mi secuestro ya había perdido su trabajo como técnico en Siemens, donde había entrado como aprendiz. Luego estuvo muchos años en paro. A veces me contaba que para tener contentos a los de la oficina de trabajo iba de vez en cuando a alguna entrevista, pero que se hacía el tonto para que no le contrataran, y así tampoco perdía la prestación. Más tarde se dedicó a la reforma de viviendas con su amigo y socio Ernst Holzapfel, como ya he mencionado en otro capítulo. También Holzapfel, al que he visitado después de mi autoliberación, describe a Priklopil como correcto, ordenado, formal. Tal vez poco sociable, nunca vio a ningún otro amigo, mucho menos alguna novia. En cualquier caso, discreto.

Así pues, este hombre joven y siempre bien arreglado, incapaz de ponerle límites a su madre, amable con los vecinos y formal hasta la pedantería, cuidaba mucho la fachada hacia el exterior. Los sentimientos reprimidos los guardaba en el sótano y los dejaba salir de vez en cuando a la cocina en penumbra. Donde yo estaba.

Conocí las dos caras de Wolfgang Priklopil que nadie más conoció. Una buscaba el poder y la represión. La otra tenía una necesidad insaciable de amor y reconocimiento. Para poder disfrutar de estas dos vidas tan contradictorias me había secuestrado y me había «formado» a mí.

Tuve conocimiento de quién se escondía tras esa fachada, al menos sobre el papel, en el año 2000. «Puedes llamarme Wolfgang», me dijo un día de forma lapidaria durante el trabajo. «¿Cuál es tu nombre entero?», le pregunté. «Wolfgang Priklopil», me contestó. Era el nombre que yo había visto en una tarjeta de visita durante mi primera semana de secuestro. El nombre que había visto, en mis visitas a la casa, en los folletos llegados por correo y que él dejaba en un montón sobre la mesa de la cocina. Ya tenía la confirmación. Pero al mismo tiempo supe en ese momento que el secuestrador partía de la idea de que yo no abandonaría nunca la casa con vida. De lo contrario no me habría revelado su nombre completo.

A partir de entonces le llamaba a veces Wolfgang o Wolfi, una forma que dejaba ver una cierta cercanía, mientras que al mismo tiempo su actitud hacia mí alcanzaba un nuevo nivel de violencia. Echando la vista atrás me parece como si yo intentara alcanzar a la persona que estaba detrás, mientras el ser que tenía ante mí me torturaba y maltrataba de forma sistemática.

Priklopil padecía una grave enfermedad mental. Su paranoia era peor que la que se le supone a alguien que mantiene a una niña encerrada en su sótano. Sus fantasías de ser todopoderoso se mezclaban con sus delirios. En alguno de ellos desempeñó el papel de amo y señor con poderes ilimitados.

Así, un día me dijo que era uno de los dioses egipcios de la serie de ciencia ficción Stargate que a mí tanto me gustaba. Los extraterrestres «malos» habían asumido el papel de antiguas divinidades egipcias, buscándose para ello hombres jóvenes en los que alojarse. Se introducían en sus cuerpos a través de la boca o el cuello, vivían allí como parásitos y acababan haciéndose con ellos. Los dioses tenían una joya con la que podían someter y humillar a las personas. «Yo soy un dios egipcio —me dijo un día Priklopil en el zulo—, tienes que obedecerme en todo.»

En un primer momento no pude discernir si se trataba de una broma extraña o si quería utilizar mi serie favorita para humillarme aún más. Pero creo que entretanto él se consideraba ya un dios en cuyo demente mundo de fantasía a mí me quedaba reservado el papel de sometida, para así elevarse él un poco más.

Sus alusiones a los dioses egipcios me daban miedo. Al fin y al cabo yo estaba encerrada bajo tierra, como en un sarcófago: enterrada viva en un habitáculo que podría convertirse en mi cámara funeraria. Vivía en el enfermo mundo ilusorio de un psicópata. Si no quería desaparecer en él tenía que participar, en la medida de lo posible, en su configuración. Cuando me obligó a llamarle «maestro» ya noté en su reacción que yo no era sólo un juguete de su voluntad, sino que también tenía ciertas posibilidades de fijar unos límites. De igual modo que el secuestrador me había provocado una herida en la que estuvo echándome durante años el veneno de que mis padres me habían abandonado, ahora sentía que tenía en mis manos algunos granos de sal que también podían resultar muy dolorosos. «¡Llámame "mi señor"!» Era absurdo que Priklopil, cuya posición superior era tan evidente, exigiera esa muestra verbal de humillación.

Cuando me negaba a llamarle «mi señor» se ponía furioso y me gritaba, más de una vez me pegó por ello. Pero con mi actitud no sólo mantuve un poco de mi dignidad, sino que también encontré una palanca que podía mover. Aunque tuviera que pagar con un sufrimiento infinito.

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