—Un jinete que conocía a J. E. B. Stuart lo perdió hace ciento cincuenta y un años a casi un kilómetro al sur del lugar en el que nos encontramos. —Le contó el profesor—. Una bala de cañón acababa de arrancarle la cabeza, o sea que ya no lo necesitaba.
Tuvo la delicadeza de dejarlo caer en el barro, donde quedó enterrado, y luego el calor de agosto endureció el barro como si fuera cemento. El sable permaneció allí durante bastante tiempo, preservado casi a la perfección, hasta que tuve el placer de desenterrarlo cuando aún era un chaval. Vine aquí como turista, ¿sabe? Mis padres me arrastraron desde Nebraska, donde vivíamos. Pensaba que este lugar era aburrido hasta que encontré el sable. Ahora sería incapaz de pensar en un lugar más emocionante en el que quisiera vivir. Es gracioso, las vueltas que dan las cosas a lo largo de la historia, ¿no? La forma en que el pasado se cruza con nuestras vidas modernas y las modifica...
Caxton sabía bastantes cosas sobre cómo el pasado se te puede echar encima, pero no tenía tiempo para estar de palique. El sol estaba a punto de ponerse y el vampiro iba a despertar en cualquier momento... hambriento. Debía ventilarse aquella reunión lo antes posible.
—Le pido disculpas por robarle su tiempo —dijo Caxton—. He hablado ya con Jeff Montrose...
Por un instante, Geistdoerfer puso los ojos como platos.
—Un estudiante muy prometedor, a pesar de su peculiar aspecto.
—Sí —afirmó Caxton—. Me mostró la cripta y los huesos de su interior. Estoy bastante segura de que el vampiro al que estamos persiguiendo salió de uno de los ataúdes vacíos de allí dentro. Montrose dijo que usted había sido la primera persona en entrar en la cripta y se me ocurrió que tal vez viera algo que se nos escapó a los demás, o tiene alguna idea sobre cómo salió el vampiro.
—¿Pensó que tal vez vi al vampiro salir de la cripta?
Caxton se revolvió en su silla.
—No, eso sería bastante improbable, pero tengo que investigar todas las pistas. Estoy segura de que siendo un arqueólogo me entenderá.
—Sí, desde luego —dijo.
Entonces hizo un gesto con la mano herida, pero con el cabestrillo no tenía libertad de movimiento. Soltó un gruñido y cerró los ojos un instante, como si el dolor de la herida fuera insoportable.
Abrió un cajón con la mano buena y sacó un frasco de pastillas. Después de pelearse un rato con la tapa, se metió dos pastillas en la boca y se las tragó sin agua. Tragó saliva para hacerlas bajar y luego se pasó un minuto entero sentado ante el escritorio con la mirada perdida, mientras Caxton esperaba que se recuperara lo suficiente para poder hablar.
El profesor se acomodó en su silla giratoria, se reclinó hasta donde ésta se lo permitía y miró hacia el techo.
—Bueno —dijo finalmente—, supongo que mentir no servirá de nada.
—¿Cómo dice? —preguntó Caxton.
—Podría contarle alguna historia y, créame, soy un buen orador y probablemente no me descubriría. Podría decirle que el ataúd en cuestión ya estaba destrozado cuando lo encontré. Que estaba vacío y... todo eso. Pero da igual. Me ha pillado, agente. Tengo las manos manchadas de sangre.
El profesor bajó los ojos y se miró el brazo. Caxton inspeccionó el cabestrillo por primera vez y vio una mancha roja en el vendaje, alrededor de la muñeca. —Vaya, qué ironía, ¿no? Y se echó a reír.
En su día había sido una casa de categoría, con cuadros en las paredes y numerosas lámparas que iluminaban las habitaciones. Ahora sólo la luz del sol, que entraba diagonalmente a través de la cúpula agrietada, bañaba el salón con una claridad amarillenta que ocultaba tanto como revelaba. Pude ver los lugares donde el papel de la pared estaba arrancado y también que las tablas del suelo estaban llenas de avispas muertas, secas y quebradizas, que crujían cuando las pisaba.
La entrada daba a una intrincada escalera de caracol que en su día debía de haberse elevado majestuosamente hasta el segundo piso. Donde empezaba el pasamanos había un enorme pináculo conforma de peón que se conservaba en perfecto estado, pero poco más arriba las escaleras se habían hundido, o alguien las había derribado. Sea como fuere, habían quedado reducidas a un montón de yeso y mármol roto que ocupaba la mayor parte del vestíbulo.
Dejé atrás la escalera y encontré un lujoso salón en un estado ruinoso. Las paredes estaban cubiertas de espejos destrozados y habían amontonado las sillas al fondo del salón junto con el resto de cachivaches, algunos ya astillados, así como otros en los que aún era visible la tapicería de satén. En el centro de la estancia había una plataforma elevada, algo así como un altar pero con el tablero redondo. Estaba hecho de alabastro con grabados de oro. Me acerqué más y me di cuenta de que tenía bisagras a un lado y que se abriría como un arcón. Entonces contuve el aliento e intenté no marearme, acababa de encontrar un sepulcro. Un ataúd dorado.
«No pueden hacerte daño de día», me susurró Storrow desde detrás. Me di la vuelta y vi a los otros dos hombres en el quicio de la puerta, observando por encima del hombro, pero claramente no parecían dispuestos a dar un paso más.
Hice acopio de valor, agarré el lateral del sarcófago abrí la tapa. Esta subió como impulsada por un resorte y entonces la solté; di un brinco hacia atrás, preparado para lo que fuera.
Dentro había un forro de terciopelo rojo manchado y nada más. Vi un hueso descompuesto, ni siquiera un trozo de mortaja.
«Supongo que nada es tan sencillo», dijo Storrow, y por su voz parecía disgustado. En cuanto a mí, me alegraba de no haber encontrado al vampiro desaparecido. No me apetecía pelearme con él otra vez, aún no.
«Bill no está aquí —les dije a los demás—. Vamos, sigamos buscando.»
Cogí la tapa de nuevo e intente cerrarla, pero parecía como si se hubiera quedado encallada no logré moverla ni con todas mis fuerzas. "Pensé que debía de haber una palanca o un pasador oculto y me agaché para echar un vistazo de cerca.
En aquel momento un duro objeto metálico me golpeó en el cogote e hizo que me crujieran los huesos de la mismísima espina dorsal. Estoy seguro de que si hubiera estado inclinado hacia delante, me habría perforado el cráneo, aturdido y con manos temblorosas, me volví para ver cómo mi asaltante se preparaba ya para asestarme otro golpe. Vi que en la mano sujetaba un candelabro de oro, en cuyos receptáculos se acumulaba aún la cera fundida. El hombre que blandía aquel caro garrote llevaba una larga camisa de dormir y un gorro con una borla en la punta. Tenía la cara hecha jirones y la piel desprendida de los huesos grisáceos, el mismo aspecto que presentaba Bill.
Hubo una refriega; el resumen es que yo sobreviví y el no. Supongo que habría examinado al muerto con más detalle si en aquel momento no hubiéramos oído pasos en el piso superior.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Caxton entrecerró los ojos.
—Si ha contado un chiste, me temo que no lo he pillado.
—En ese caso, permítame que se lo explique. Tenía motivos para venir aquí, ciertamente los tenía. —El profesor se inclinó hacia delante y cuando volvió a abrir los ojos, en ellos había una mirada salvaje que hizo que Caxton diera un respingo—. El culpable que anda buscando soy yo. Cuando abrí la cripta no sabía lo que iba a encontrar dentro, pero en cuanto vi los ataúdes, en cuanto vi los primeros huesos, reconocí el potencial. Les pedí a Montrose y al resto de estudiantes que se marcharan. No creo que ninguno de ellos viera el corazón.
Caxton se sentó muy erguida en la silla. Era totalmente consciente de que la cartuchera de la Beretta, situada bajo su brazo izquierdo, estaba desabrochada.
—Aunque si lo vieron, lo más probable es que no supieran lo que era. Parecía un pedazo de carbón, porque alguien había tenido la brillante idea de cubrirlo de brea. Imagino que la idea era conservarlo, aunque no sabría decirle durante cuánto tiempo. Yo estaba sentado encima de uno de los ataúdes, uno de los cien, pero comprendí al instante lo que debía hacer. El corazón debía ir dentro; no lo habría tenido más claro aunque hubiera encontrado unas instrucciones escritas. Abrí el ataúd, coloqué el corazón en el centro de la caja torácica y el proceso se inició casi al instante. Desde luego estará preguntándose por qué cometí semejante estupidez. —Con la barbilla señaló el sable colgado en la pared—. Llevo toda mi vida deseando poder hablar con el hombre al que se le cayó esa espada. He pasado varias décadas imaginando qué me diría él y qué le preguntaría yo. Se me ocurrió que el tipo del ataúd sería bastante locuaz. Y en cierto modo estaba en lo cierto; tenía muchas cosas que contarme. Aunque, por supuesto, fue él quién formuló la mayoría de preguntas.
La temperatura en el despacho descendió diez grados mientras Geistdoerfer hablaba. Caxton fue a coger el arma, pero antes de que pudiera levantar la mano alguien desde atrás la agarró por las muñecas con puño de hierro. No necesitaba bajar la vista para saber que las manos que la tenían sujeta eran blancas como la nieve. Era consciente de que tenía al vampiro a sus espaldas por cómo se le había erizado el vello de la nuca.
—Sabía lo que hacía y, al mismo tiempo, sabía que probablemente estuviera cometiendo un error. Fue como si algo me obligara a hacerlo, aunque él asegura que por aquel entonces aún no tenía ningún poder sobre mí. Por tanto, actué puramente por curiosidad. Ni más ni menos que lo que mató al gato.
Geistdoerfer empezó a quitarse el vendaje del brazo. Tardó un poco, pues tan solo disponía de una mano y de la boca. El vampiro no dijo nada mientras Caxton esperaba a ver qué se ocultaba bajo la venda. El vampiro ni siquiera le soltaba el aliento en el cuello.
El vampiro tampoco le arrancó la cabeza, ni le chupó la sangre. A lo mejor significaba que antes quería jugar un poquito con ella. Los vampiros tenían una vida interior muy pobre, y pasaban la mayor parte de las noches buscando sangre y pensando en la sangre que iban a ingerir. A veces jugaban con los cuerpos de sus víctimas y otras jugaban con su alimento antes de bebérselo. La muerte humana les divertía. Los cadáveres podían tenerlos entretenidos durante horas.
—Fue un espectáculo digno de ver. Todo empezó en cuanto deposité el corazón entre sus huesos. El órgano empezó a latir y a brincar. La brea de la superficie se agrietó, adquirió un tono blanquecino y finalmente se abrió como si cediera a una gran presión interior. Del corazón salió una humareda blanca, aunque en realidad no se trataba de humo, sino de algo vivo; parecía que tuviera vida propia. Empezó a llenar el ataúd y un chorro se derramó por el borde. Por un momento creí que iba a recorrer el suelo, que venía a por mí, pero entonces vi los huesos a través de aquel miembro vaporoso: eran unas falanges.
Caxton apenas oía lo que le contaba. Estaba demasiado ocupada pensando qué se sentiría al ser el juguete de un vampiro. Sin embargo, había otra posibilidad mucho más probable y espeluznante: era posible que el vampiro no la hubiera matado aún porque quería algo de ella. Otro vampiro, Efraín Reyes, había querido convertirla en su amante. Kevin Scapegrace, el vampiro que apareció a continuación, había ido a por ella porque a Malvern se le había ocurrido que sería irónico convertirla en lo que ella misma había destruido. Y luego lo de Deanna… aunque prefería no pensar en Deanna.
En aquel momento se le ocurrió una tercera posibilidad. La noche anterior, aquel vampiro, la criatura escuálida que Geistdoerfer había despertado, le había perdonado la vida porque era una mujer y, según el propio vampiro, hacer daño a un miembro del sexo débil iba contra sus principios. No era del todo imposible que la dejara marchar una vez más.
Aunque en el fondo lo dudaba, lo dudaba muchísimo. Ese tipo de sutilezas eran patrimonio de los seres humanos. A un vampiro, las galanterías y las cortesías se le olvidarían en cuanto percibiera el olor a sangre. Era bastante improbable que lo que en su momento le había salvado la vida fuera a salvarla por segunda vez.
—El humo se solidificó ante mis ojos. En un primer momento era transparente y tembloroso como la gelatina. Entonces el vampiro se incorporó y rugió, soltó un alarido largo y ronco que casi me deja sordo. Todo su cuerpo se estremeció a medida que se volvía más sólido, más completo. Finalmente salió del ataúd y se quedó un instante medio encorvado en la cripta, como si no tuviera ni idea de dónde estaba. Cogió el ataúd y lo arrojó contra la pared. Aún no sé si durante todos estos años fue consciente de encontrarse dentro de aquella caja o si fue como un largo sueño. En cualquier caso, no parecía que quisiera pasar ni un segundo más allí dentro.
Finalmente, Geistdoerfer se quitó el vendaje, que formó un montón ensangrentado y pegajoso encima del escritorio. Lo que había debajo se parecía menos a un brazo humano que a una pata de cordero devorada por un perro. Le quedaban aún tres dedos en la mano, pero la mayor parte de la muñeca y del antebrazo habían desaparecido. Tampoco tenía pulgar. Geistdoerfer flexionó los pocos músculos que le quedaban y un chorro de sangre brotó de la herida abierta.
En aquel momento, las manos que sujetaban las muñecas de Caxton la estrecharon con una fuerza aún mayor, una fuerza descomunal. Entonces oyó la respiración del vampiro, un largo y frío suspiro de deseo que le descendió por el cuello como un jirón de niebla.
—Me pareció que tenía hambre, de modo que le ofrecí un trago —explicó Geistdoerfer—. Resultó ser un poco más impetuosos de lo que había previsto. Se ha disculpado, desde luego, pero no estoy seguro de que eso vaya a ser suficiente. Quiero que sepa algo, agente: quiero que sepa que no tenía ni idea de cómo iba a ser. Después de pasar tanto tiempo enterrado e inactivo… Además estaba tan delgado, tan cadavéricamente delgado… no tenía ni idea de que podría caminar por sí mismo, ni imaginaba la fuerza que tendría.
La mayoría de la gente no podía imaginarlo. El hecho de que casi nadie tuviera ni la menor idea de lo que un vampiro podía llegar a hacer era uno de los motivos por los que individuos como Arkeley y Caxton eran necesarios. Quienes los subestimaban solían pagarlo con la vida.
—Después del incidente quise ir al hospital, naturalmente; me temo que incluso grité un poco. Sin embrago, él no me dejó: no estaba dispuesto a perderme de vista. Entonces una amiga, una profesora de la universidad, me dio las pastillas que me estoy tomando. La mujer tiene un problema en la espalda que le provoca dolores, pero sólo de vez en cuando; de momento parece dispuesta a compartir los calmantes. Naturalmente rehizo muchas preguntas, pero me la saqué fácilmente de encima. —Geistdoerfer la miró a los ojos—. Está muy callada —le dijo.