Como buen cabo, tenía el deber de enfrentarme a él y acallarlo, pero gracias al bueno de Bill me ahorré aquella tarea tan poco grata. «Tal vez te gustaría regresar al campamento y hacerle esta pregunta a nuestro coronel —susurró—. Estoy seguro de que estaría encantado de conocer tu opinión.»
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
A la mañana siguiente, Caxton pudo dormir hasta que la luz del sol inundó la habitación y le calentó la mejilla. Caxton se revolvió en la cama, pero el calor y la luz la perseguían. Cerró los párpados con fuerza y abrazó la almohada.
Algo suave y liviano le rozó la boca. Estuvo a punto de soltar un grito y se incorporó de un salto, con los ojos como platos.
—Es hora de levantarse, preciosa —dijo Clara. Sujetaba una rosa blanca en su diminuta mano; había estado recorriendo los labios de Laura con los delicados pétalos.
Caxton respiró hondo y se obligó a sonreír. Tras un momento de tensión, en el rostro de Clara se dibujó una sonrisa irónica. Ella ya se había duchado y el pelo húmedo separado en mechones le cubría la frente. Llevaba puesta la camisa de uniforme y poco más.
—¿Demasiado tarde? ¿Demasiado temprano? —preguntó Clara. Le brillaban los ojos. Le ofreció la rosa y Laura la cogió, y a continuación cogió un vaso de zumo de naranja de la mesita de noche y también se lo tendió.
Caxton intentó calmarse, desembarazarse de la oscuridad de la noche. Había tenido pesadillas, como siempre. Con el tiempo había ido desarrollando trucos para olvidarlas en cuanto se despertaba. Clara, por su parte, había ido aprendiendo a ayudarla.
—Perfecto —respondió Caxton y vació medio vaso de zumo—. ¿Qué hora es?
—Son casi las ocho. Tengo que irme.
Clara era la fotógrafa de la oficina del sheriff del condado de Lancaster. Desde la casa que compartía con Laura cerca de Harrisburg tenía casi una hora de viaje hasta el trabajo. Caxton llevaba meses intentando convencer a Clara para que se incorporara al cuerpo de la policía estatal, pues de ese modo trabajarían en el mismo edificio, pero hasta entonces ésta se había resistido.
Caxton se bebió el zumo mientras Clara terminaba de vestirse.
—Yo también tendré que empezar a ponerme en marcha —dijo Laura.
Clara la besó en la mejilla.
—Llámame si quieres quedar para comer, ¿vale?
Y con eso se fue. Caxton entró en la cocina sigilosamente, sintió el frío helado del suelo bajo sus pies desnudos, y atisbo por la ventana cómo Clara se alejaba en su Crown Victoria de incógnito. Alargó el cuello, con las manos apoyadas sobre el fregadero, para verla un instante más. Al cabo de un momento, Clara se había marchado y Caxton estaba sola.
No empleó demasiado tiempo en arreglarse. Cada vez le gustaba menos su propia casa cuando no había nadie más. En aquel espacio habían sucedido cosas terribles y a Caxton no le habría extrañado que la casa estuviera encantada.
Deanna, su pareja anterior, había muerto allí. Y no había sido una muerte rápida, sino horrible. De hecho, la propia Caxton había participado en ella de forma sumamente desagradable. Había heredado la casa y el coche de Deanna, pero el legado de la difunta no terminaba allí. Cada noche la amenazaba con destruirla mentalmente. Cuando Clara se mudó a la casa, la redecoró de arriba abajo, pero las cortinas de terciopelo y las lámparas con forma de pimiento que colgaban del techo no lo solucionaban todo.
Caxton estuvo un buen rato en la ducha y eso le sentó de maravilla. Se peinó y se cepilló los dientes. Se lavó la cara con una manopla húmeda y se puso desodorante. De vuelta al dormitorio, eligió unos pantalones de vestir oscuros, una camisa blanca y su mejor corbata. Era la vestimenta que se exigía en las investigaciones criminales y Caxton lograba que no le diera un aspecto demasiado masculino. Parecía un día frío, lo normal para la estación del año en que se encontraban, de modo que cogió un abrigo largo hasta la rodilla y salió corriendo al exterior para dar de comer a los perros.
Sus lebreles se excitaron al verla, como siempre, y empezaron a ladrar en cuanto Caxton abrió la reja de su caseta climatizada. Fifi, su nueva adquisición, le lamió la mano durante un buen rato antes de dejar que Caxton le cambiara el agua. La perra había sufrido abusos en su antigua casa y todavía no se fiaba de nadie, por más que le trajeran chucherías.
Los perros querían jugar, salir y correr, pero Caxton no tenía tiempo. Les puso comida y agua, abrazó un poco a los tres perros y luego se marchó. Ya en el caminito de entrada, abrió la puerta del Mazda y se metió en el interior.
Sacó la BlackBerry y consultó el correo. Después del tiroteo de la noche anterior estaba de baja médica, pero aun así tenía algo que hacer. Lo había estado posponiendo o, para ser sincera, lo había estado evitando con la esperanza de que con el tiempo desapareciera. No se trataba de algo precisamente agradable; sin embargo, era importante. Iría a visitar a un viejo tullido que le había salvado la vida en más de una ocasión.
Jameson Arkeley había sido su mentor, o por lo menos a ella le habría gustado que lo fuese. Caxton lo había ayudado en su cruzada para extinguir a los vampiros. Había trabajado junto a él, codo con codo, y en consecuencia le habían sucedido muchas cosas espantosas, horribles. Un año más tarde, empezaba a recuperarse de ello.
Arkeley había resultado gravemente herido, hasta el punto de que tuvo que retirarse de los U. S. Marshals en contra de su voluntad. Pasó varios meses en el hospital, donde se ocuparon de su maltrecho cuerpo. Un día Caxton intentó visitarlo, pero le dijeron que él no quería recibirla. Le pareció violento, aunque no le sorprendió. Arkeley era un tipo duro que no perdía ni un segundo en ñoñerías. Desde entonces no había vuelto a verlo ni a oír de él. Y entonces, no sabía a santo de qué, Caxton recibió un correo de él donde le pedía que acudiera a visitarlo en un hotel de Hanover. El correo no contenía más información, tan sólo solicitaba su presencia.
Parecía la oportunidad perfecta. Cogió el coche y salió a la autopista, dirección sur, hacia la frontera con Maryland. Era un trayecto de hora y pico, pero se le hizo más largo. Cuando trabajaba en la unidad de autopistas no veía ningún problema en pasar ocho horas al día en el coche, recorriendo distancias infinitas por la red de autopistas de Pensilvania. Sin embargo, en el corto período de un año había perdido aquella costumbre y ahora un trayecto de una hora se le hacía eterno.
Ya en Hanover estacionó el vehículo en el aparcamiento de un Hampton Inn y se dirigió hacia el vestíbulo. Un recepcionista ataviado con una chaqueta azul le dedicó una amplia sonrisa desde detrás de un escritorio. Caxton se acercó a él y se apoyó en el mostrador.
—Hola —dijo—, soy...
—La agente Caxton; no hace falta que se presente —la interrumpió—. Soy un gran fan suyo.
Caxton sonrió y no pudo evitar soltar un discreto suspiro. Otro fan del telefilme. Todo el mundo parecía creer que ella, en persona, había participado en la producción, pero lo cierto era que no había visto ni un céntimo, y mucho menos había trabajado en el plató. A duras penas era capaz de ver la película, pues le traía demasiados recuerdos.
—El señor Arkeley la está esperando, por supuesto —le dijo el recepcionista—. ¿No le parece un tipo fantástico?
—¿Se refiere a Jameson Arkeley?
Le resultaba difícil creer que alguien calificara al viejo gruñón cazador de vampiros de «fantástico». Simplemente no le pegaba. De todos modos, el recepcionista asintió.
—Es tal como lo pintan. Me acuerdo de que cuando vi la película pensé que era imposible que existiera alguien tan cabrón y estaba seguro de que habían exagerado su carácter, pero... en fin, qué le voy a contar a usted. Se aloja en la habitación 112. ¿Le importaría firmarme esto?
—En absoluto —dijo y bajó los ojos esperando encontrar un registro de visitas.
Sin embargo, el recepcionista le estaba tendiendo un DVD de Colmillos: Las matanzas de vampiros de Pensilvania. Bajo el título había una fotografía de la actriz que interpretaba el papel de Caxton. El parecido entre ambas era casi exacto, salvo que la mujer de la carátula tenía los ojos azules y los labios pintados de rojo brillante. Tenía un aspecto ridículo, ya que llevaba el uniforme de la policía estatal y disparaba con una pistola gigante a la altura de la cadera.
Caxton negó sutilmente con la cabeza, pero cogió el bolígrafo que el recepcionista le ofrecía y garabateó su nombre sobre la fotografía. En la parte inferior había otro nombre: era la firma de Arkeley, una «A» arrebatada seguida de una simple línea. Se preguntó cuántas veces habría tenido que pedirle un autógrafo a Arkeley antes de que éste accediera.
—Acaba de alegrarme el día —le dijo el recepcionista—. Si necesitan algo, servicio de habitaciones gratuito, televisión por cable, lo que sea, llamen a recepción y pregunten por Frank, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Caxton y le devolvió el DVD.
Acto seguido se dio la vuelta y se dirigió hacia el corto pasillo que conducía a las habitaciones. La habitación 112 se encontraba casi al fondo, más allá de la lavandería. Llamó con suavidad a la puerta y dio un paso atrás, con las manos en los bolsillos. «Esperaría una hora —se dijo—. No más.»
La puerta se abrió y se encontró frente a Arkeley, que la observaba. Caxton estuvo a punto de soltar un grito, aunque logró contenerse a tiempo. Arkeley había cambiado considerablemente desde la última vez que lo había visto. Por aquel entonces tenía sesenta y pocos años, pero ya aparentaba ochenta. Matar vampiros le había envejecido y le había dejado la cara tan llena de arrugas que daba la impresión de que los ojos se le perdían entre los pliegues.
Ahora también tenía muy mala cara. Los siervos no muertos del vampiro adolescente Kevin Scapegrace le habían dejado una marca, e incluso al cabo de un año las cicatrices le cubrían el perfil izquierdo de la cara casi por completo. Su párpado izquierdo caía inerte sobre el ojo y la mitad izquierda de su boca se había convertido en un amasijo de tejido en forma de jota. Se vislumbraba una franja de calvicie en la parte superior de su cabeza, donde una brecha rojiza le surcaba el cuero cabelludo.
Caxton miró al suelo para apartar los ojos de su cara, pero lo que vio fue casi peor. La mano izquierda del federal era un muñón de carne sin dedos. Al instante recordó que el propio Scapegrace se los había arrancado a mordiscos: le había hincado los dientes y se los había arrancado de cuajo. Caxton siempre se había imaginado que se los habrían vuelto a implantar, pero era evidente que se equivocaba.
No obstante, el peor cambio en su aspecto físico no era fruto de las heridas y las cicatrices, sino del tiempo y de la distancia que éste impone. Cada vez que Caxton pensaba en él, veía a un gigante. Había sido un hombre notablemente más alto que ella, con unos hombros mucho más anchos, o al menos así era como ella lo recordaba. El hombre que tenía en frente era un pobre anciano, un pobre anciano con heridas terribles que no habría podido enfrentarse a un delincuente adolescente, y menos aún vencer a un voraz vampiro. Parecía imposible que se tratara del mismo hombre al que había conocido. De pronto, Arkeley abrió la boca y le demostró que se equivocaba de nuevo.
—Ha tardado demasiado, agente —le dijo—. Ha tardado una eternidad en venir, joder. Puede que ya sea demasiado tarde.
—He estado ocupada —le espetó ella a modo de excusa—. Yo también me alegro de verle, Jameson -le dijo en tono más cordial, y lo siguió hacia el interior de la habitación.
Cruzar aquellos campos era inquietante. En el cielo brillaba una pálida luna, aunque la luz de las estrellas era suficiente para guiarnos en la oscuridad. Todos éramos presa del miedo, pues aquella era tierra de partisanos y soldados, que dispararían por la espalda sin dudar a cualquier hombre que se alejara de sus compañeros aunque sólo fuera para responder a la llamada de la naturaleza. Al menos no estábamos sumidos en la completa oscuridad. Lejos del frente y de los eternos caminos polvorientos de los días de marcha, el aire era prodigiosamente límpido. Tal vez por eso Eben Nudd logró divisar el demonio blanco con tanta facilidad, a pesar de que éste se tomaba muchas molestias para esconderse.
Nudd me cogió por el hombro sin previo aviso y me dio un buen susto. En la oscuridad, cada pequeño movimiento era un enemigo y cada sonido, el ruido de los cascos de un regimiento de la caballería rebelde. Nudd no gritó ni emitió ninguna señal. Levantó un dedo y señaló hacia una arboleda situada a unos veinte metros de nuestra posición.
Lo único que acerté a ver, al menos en un primer momento, fue cierta palidez entre aquellos árboles, que parecían rodeados de una niebla espectral. .Me agaché, entorné la vista y me pareció distinguir un par de ojos, o tal vez el último rescoldo de una hoguera. Su expresión no fue de mi agrado.
—¿Cree que ese hombre nos está mirando?—le pregunté a Eben Nudd con un hilo a voz.
—Sí —contestó.
A veces pienso que la mitad de su vocabulario se reduce a esa palabra. Eben Nudd es el típico habitante del sureste, un ex langostero con un rostro curtido como una correa de piel y unos ojos tan pálidos y claros como el rocío de la mañana. A veces parece que haya nacido sin sangre en las venas. En numerosas ocasiones su frialdad nos fue muy útil en el campo de batalla, y por eso confiaba en él, aunque a veces no me gustara lo que decía.
—Creo que nos mira desde antes de que nosotros lo viéramos.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Arkeley caminaba con lentitud, arrastrando primero una pierna y luego la otra. Caxton lo seguía, a su ritmo, Con el mayor de los respetos. Arkeley volvió la cabeza y le lanzó una gélida mirada, sin mediar palabra. Con un profundo gruñido, el federal se dejó caer sobre una esquina de la cama individual y acto seguido se pasó la mano buena por el rostro, como si estuviera secándose el sudor.
—¿Cómo le va? —preguntó Caxton—. ¿Cómo está su familia? ¿Los ha visto mucho últimamente?
A pesar de que nunca los había conocido, Caxton sabía que Arkeley tenía mujer y dos hijos. Tenía la sensación de que el federal estaba algo distanciado de su familia, aunque no de un modo dramático. Se había obsesionado tanto con su trabajo que había dejado a la familia de lado: no formaban parte de lo que él consideraba importante.
—Están todos bien.