—Venga, que hay que perder esa vergüenza —dijo Linda, con inseguridad.
—Vaya —repuse—, y yo que procuro no perder nada…
Nos miramos una y otra vez, con la esperanza de dejar de sentirnos raras como por arte de magia. A continuación nos pusimos manos a la obra con ayuda de un par de pañuelos húmedos y nos quitamos un poco de colorete. Luego, armándonos de valor, salimos a la calle y nos miramos en todos los escaparates que encontramos por el camino. (Me he dado cuenta muchas veces de que cuando las mujeres aprovechan cualquier ocasión para contemplarse y lanzan miradas furtivas a sus espejitos de mano, casi nunca es, como se suele creer, por coquetería, sino más bien por una sensación de que hay algo que no acaba de estar bien del todo.)
Ahora que ya habíamos conseguido nuestro objetivo, empezamos a ponernos nerviosas y sentirnos fatal; no sólo malas, culpables y asustadas, sino también aterrorizadas por no saber desenvolvernos en sociedad. Creo que a las dos nos dieron ganas de subirnos al coche y volver a casa.
A la una en punto llegamos a las habitaciones de Tony. Estaba solo, pero era obvio que esperaba a mucha gente, porque la mesa, cuadrada y con un mantel de hilo blanco un poco basto, parecía preparada para muchos comensales. Rechazamos una copa de jerez y un cigarrillo, y se hizo un silencio incómodo.
—¿Habéis salido de caza? —le preguntó a Linda.
—Oh, sí, salimos ayer.
—¿Y cómo fue?
—Fenomenal. Vimos la pieza enseguida, corrimos cinco millas a campo traviesa para cobrarla, y entonces… —De repente, Linda se acordó de algo que le había dicho lord Merlin: «Caza todo lo que quieras, pero nunca hables de ello; es el tema de conversación más aburrido del mundo».
—¡Caramba! ¡Qué hazaña, una carrera de cinco millas! Tengo que salir de caza con los Heythrop. Me han dicho que este año están teniendo una temporada estupenda. Ayer nosotros también tuvimos un buen día.
Y pasó a relatar la cacería con todo lujo de detalles: adonde habían ido, dónde habían cobrado la pieza, cómo había acabado agotado su primer caballo, cómo, por suerte, había encontrado un caballo de repuesto, etcétera, etcétera. Entendí perfectamente lo que decía lord Merlin, pero Linda escuchó el relato embelesada.
Al final se oyó ruido en la calle y Tony se acercó a la ventana.
—Bien —dijo—, ya han llegado los demás.
Los demás habían ido desde Londres en un Daimler enorme y entraron, charlando animadamente, en la habitación; eran cuatro chicas muy guapas y un chico. Luego aparecieron unos cuantos estudiantes, que completaron el grupo. La verdad es que no era muy divertido para nosotras, porque todos se conocían entre ellos y no dejaron de chismorrear, presumir y reírse a carcajadas con chistes que sólo entendían ellos. Pese a todo, a nosotras nos parecía que aquello era vida, y nos habríamos dado por satisfechas en nuestro papel de simples espectadoras de no ser por aquel fastidioso sentimiento de culpa, que ya empezaba a martirizarnos con un dolor de estómago parecido a una indigestión. Linda se ponía muy pálida cada vez que se abría la puerta, y creo que pensaba realmente que tío Matthew iba a aparecer de un momento a otro haciendo restallar el látigo. Tan pronto como pudimos —y no fue muy pronto, porque nadie se movió de la mesa hasta que dieron las cuatro— nos despedimos y nos fuimos derechas a casa.
Los metomentodos de Matt y Jassy estaban columpiándose en la puerta del garaje.
—¿Cómo estaba Lavender? ¿No se ha escandalizado al veros pintarrajeadas? Será mejor que vayáis a lavaros la cara antes de que os vea Pa. Habéis tardado siglos. ¿Lo habéis pasado bien? ¿Habéis visto al tejón?
Linda se echó a llorar.
—¡Dejadme en paz, Anti-Ísimos insoportables! —exclamó, y corrió escaleras arriba hacia su dormitorio. Su amor se había triplicado en un solo día.
El sábado se descubrió el pastel.
—Linda y Fanny, Pa quiere veros en su despacho. Y por la cara que ha puesto, más vale que vayáis cuanto antes —nos informó Jassy mientras acudía a nuestro encuentro en la entrada, cuando volvíamos de una cacería. El corazón nos dio un vuelco y nos miramos con aprensión.
—Será mejor que vayamos enseguida —dijo Linda, y corrimos al despacho, donde nos dimos cuenta de inmediato de que había pasado lo peor.
Tía Sadie, con expresión sombría, y tío Matthew, haciendo rechinar los dientes, estaban dispuestos a presentar los cargos. Unos relámpagos azules salían de los ojos de mi tío, y el trueno de Júpiter no podía ser peor que el que retumbaba en aquel momento.
—¿Os dais cuenta —empezó a decir— de que si fueseis mujeres casadas vuestros maridos podrían pedir el divorcio por lo que habéis hecho?
Linda le contestó que no, que no podrían, que se sabía las leyes del divorcio porque había leído entero el caso Russell en los periódicos que se usaban para encender el fuego de las habitaciones de invitados.
—No interrumpas a tu padre —intervino tía Sadie, lanzándole una mirada de advertencia.
Sin embargo, tío Matthew ni siquiera le prestaba atención; estaba metido de lleno en la tormenta.
—Ahora que sabemos que no se puede confiar en vosotras, habrá que tomar ciertas medidas. Fanny, tú te irás directamente a tu casa mañana mismo, y no quiero volver a verte por aquí nunca más, ¿me has entendido? Emily tendrá que controlarte día y noche, si puede, pero seguro que sigues el mismo camino que tu madre, tan seguro como que dos y dos son cuatro. En cuanto a ti, señorita, se acabaron los bailes de sociedad en Londres: a partir de ahora no podremos quitarte un ojo de encima; no es muy agradable tener una hija en la que no se puede confiar, y en Londres tendrías demasiadas oportunidades de escabullirte. Aquí podrás sufrir el castigo que mereces. ¡Y nada de cacerías! Suerte tienes de que no te abofetee; la mayoría de los padres te darían una buena paliza, ¿me oyes? Y ahora, idos las dos a la cama y no volváis a intercambiar una sola palabra hasta que se marche Fanny. Se irá mañana en coche.
Tardamos meses en descubrir cómo se habían enterado. Parecía cosa de magia, pero la explicación era muy sencilla: alguien se había dejado una bufanda en las habitaciones de Tony Kroesig y éste había llamado para preguntar si era nuestra.
Como ya se ha visto anteriormente, tío Matthew era perro ladrador pero poco mordedor; aun así, mientras duró, aquélla fue la trifulca más terrible en toda la historia de Alconleigh. Me mandaron de vuelta con tía Emily al día siguiente, y Linda se despidió de mí gritándome desde la ventana de su dormitorio: «¡Oh, qué suerte tienes de ser tú y no yo!» (lo cual no era nada propio de ella, que siempre estaba diciendo: «¿A que es maravilloso ser una maravilla como yo?») y no la dejaron salir de caza una o dos veces. Luego comenzó la etapa de relajación, el principio del fin, y las aguas volvieron a su cauce poco a poco, aunque en la familia calculamos que tío Matthew había gastado un par de dentaduras en tiempo récord.
Los planes para la temporada de bailes de Londres seguían adelante, y yo estaba incluida. Luego me enteré de que tanto Davey como John Fort William se habían encargado de decirles a tía Sadie y a tío Matthew, pero sobre todo a tío Matthew, que, según las costumbres modernas, lo que habíamos hecho era completamente normal aunque, claro está, tenían que reconocer que habíamos obrado muy mal al decir tantas y tan vergonzosas mentiras.
Las dos pedimos perdón y prometimos solemnemente que nunca volveríamos a hacerlo y que siempre le pediríamos permiso a tía Sadie cuando nos apeteciera muchísimo hacer algo.
—Sólo que entonces siempre nos dirá que no, claro —dijo Linda, lanzándome una mirada de resignación.
Tía Sadie alquiló una casa amueblada para pasar el verano cerca de Belgrave Square; era una casa tan anodina que no recuerdo absolutamente nada de ella, salvo que mi habitación daba a los sombreretes de unas chimeneas y que en los tórridos atardeceres de verano solía sentarme a mirar las golondrinas que volaban siempre en parejas y desear con melancolía ser también yo la pareja de alguien.
La verdad es que lo pasamos en grande, aunque no creo que disfrutásemos tanto de los bailes como del hecho de ser mayores y estar en Londres. En las fiestas, la principal fuente de diversión eran los que Linda llamaba los «tipos»: muchachos aburridísimos, del estilo de los que Louisa había llevado a Alconleigh, y Linda, que seguía soñando despierta con su amor por Tony, no sabía distinguirlos y ni siquiera conocía sus nombres. Por mi parte, yo buscaba esperanzada a mi media naranja entre ellos y, aunque intentaba con toda mi alma ver sus cualidades, no apareció nada ni remotamente cercano a mis requisitos.
Tony estaba pasando su último semestre en Oxford, y no volvería a Londres hasta el final de la temporada.
Las carabinas nos acompañaban, como era de esperar, con severidad victoriana. Siempre estábamos dentro del alcance visual de tía Sadie o tío Matthew y, como a tía Sadie le gustaba echarse una siestecita después de comer, tío Matthew nos llevaba con aire solemne a la Cámara de los Lores, nos dejaba en la tribuna de las paresas y echaba su propia cabezadita en uno de los bancos del fondo, justo delante. Cuando estaba despierto en la Cámara, cosa que no ocurría muy a menudo, era un tormento para los diputados responsables de la disciplina del partido, porque nunca votaba dos veces con el mismo grupo parlamentario ni tampoco resultaba fácil seguir la lógica de su mente. Votó, por ejemplo, a favor de las trampas de acero, de los deportes sangrientos y de las carreras de obstáculos, pero votó en contra de la vivisección y de la exportación de caballos viejos a Bélgica. No cabe duda de que tenía sus razones, tal como remarcaba tajante tía Sadie cuando le comentábamos aquellas incoherencias. La verdad es que me gustaban mucho aquellas tardes en la cámara gótica y oscura, y me quedaba embobada escuchando las murmuraciones y las pullas que se oían a todas horas. Además, de vez en cuando teníamos ocasión de escuchar un discurso muy interesante. A Linda también le gustaba, porque permanecía como en el limbo, enfrascada en sus pensamientos. Tío Matthew se despertaba a la hora de la merienda, nos llevaba al comedor de los pares para tomar el té y unos bollos con mantequilla y luego nos llevaba a casa a descansar y a que nos vistiésemos para el baile.
La familia Radlett se iba de sábado a lunes a Alconleigh, desplazándose con su enorme y traqueteante Daimler, y yo me iba a Shenley, donde tía Emily y Davey siempre esperaban con impaciencia que les contase todos los detalles de nuestra semana en la ciudad. La ropa era, probablemente, nuestra mayor preocupación en aquella época; una vez que Linda hubo ido a varios desfiles de moda y les hubo echado el ojo a varios vestidos, le encargó a la señora Josh que se los confeccionase. Por algún motivo, los suyos tenían una originalidad y una elegancia que los míos no conseguían tener nunca, y eso que los compraba en las tiendas más caras y costaban unas cinco veces más. Según Davey, quien solía venir a visitarnos cada vez que estaba en Londres, esto demostraba que no comprarse la ropa en París era tentar a la suerte. Linda tenía un vestido de baile especialmente deslumbrante, confeccionado con cantidades ingentes de tul gris claro, que le llegaba hasta los pies. La mayoría de los vestidos todavía eran cortos, y Linda causaba sensación cada vez que aparecía envuelta en aquellos mares de etéreo tejido, ante la mirada acusadora de tío Matthew, quien aseguraba haber conocido a tres mujeres que habían muerto abrasadas en vestidos de tul.
Llevaba puesto aquel vestido cuando Tony la pidió en matrimonio en la casa de Berkeley Square a las seis en punto de una hermosa mañana de julio. Hacía unos quince días que había llegado de Oxford, y no tardó en hacerse evidente que sólo tenía ojos para ella. Iban siempre a los mismos bailes y, después de bailar con otras chicas, se llevaba a Linda a cenar y no se despegaba de ella en toda la noche. Tía Sadie no parecía darse cuenta de nada, pero para el resto del mundo de las debutantes el resultado era más que obvio; el único interrogante era saber dónde y cuándo se declararía Tony.
En aquella preciosa casa antigua que ahora ya no existe, al este de Berkeley Square, el baile que habían abandonado estaba en las últimas, y la orquesta tocaba con aire soñoliento en un salón casi vacío. La pobre tía Sadie estaba sentada en una sillita dorada esforzándose por mantener los ojos abiertos, deseando con toda su alma meterse en la cama, y yo estaba junto a ella, muerta de frío y cansancio, porque todas mis parejas de baile se habían ido a casa. Ya había amanecido y Linda llevaba horas desaparecida; nadie parecía haberla visto desde la hora de la cena, y tía Sadie, aunque dominada por el sueño, estaba un poco preocupada y bastante enfadada. Empezaba a preguntarse si Linda no habría cometido el pecado imperdonable de irse a bailar a un
night-club
.
De repente, la orquesta se animó y empezó a tocar «John Peel» como preludio a «God Save the King», y Linda, envuelta en una nube gris, apareció galopando por la habitación del brazo de Tony: bastaba con mirarle la cara para adivinar qué había pasado. Nos subimos a un taxi detrás de tía Sadie, que no quería que el pobre chófer se pasara toda la noche esperándonos, esquivamos las mangueras que regaban las calles de madrugada y subimos a nuestra habitación sin intercambiar una sola palabra. Una luz débil y oblicua se derramaba por los sombreretes de las chimeneas cuando abrí la ventana. Estaba demasiado cansada para pensar y me desplomé en la cama.
Después de un baile nos dejaban levantarnos un poco más tarde, aunque hacia las nueve, tía Sadie ya estaba en pie encargándose del cuidado de la casa. Cuando al día siguiente Linda bajó la escalera con aire soñoliento, tío Matthew le gritó furioso desde el salón:
—¡Ese maldito boche de Kroesig acaba de telefonear, preguntando por ti! Lo he mandado al diablo. No quiero que te relaciones con alemanes, ¿me has entendido?
—Pues para que lo sepas, estoy más que relacionada —dijo Linda en tono despreocupado—: resulta que vamos a casarnos.
En aquel momento, tía Sadie salió disparada de la sala de estar donde pasaba las mañanas, cogió a tío Matthew del brazo y se lo llevó. Linda se encerró en su dormitorio y estuvo llorando durante una hora mientras Jassy, Matt, Robin y yo hacíamos apuestas sobre los futuros acontecimientos en el cuarto de los niños.
Hubo mucha oposición al compromiso, no sólo por parte de tío Matthew, que estaba fuera de sí de la rabia y el disgusto ante la elección de Linda, sino también por parte de sir Leicester Kroesig, quien no quería que Tony contrajera matrimonio hasta tener bien afianzado su futuro profesional en la City y que había previsto para él una alianza con otra de las grandes familias bancarias. Despreciaba a los aristócratas terratenientes, a quienes consideraba unos irresponsables, fuera de lugar en el mundo moderno. Sabía además que la inmensa y envidiable fortuna que conservaban dichas familias y de la que, estúpidamente, hacían tan poco uso, estaba reservada al hijo mayor, y que se reservaba una cantidad ínfima, si es que se reservaba alguna, para la dote de las hijas. Sir Leicester y tío Matthew se conocieron, se odiaron nada más verse y coincidieron en su determinación de impedir la boda. Enviaron a Tony a Estados Unidos a trabajar en un banco de Nueva York y, como había terminado la temporada, la pobre Linda fue recluida en Alconleigh para que pudiese llorar desconsoladamente por su amor.