—Muy propio de ese desconsiderado de Edward enviarlo aquí —dijo tío Matthew— para que nosotros tengamos que tomarnos la molestia de trasladarlo a Shenley. Y apostaría a que a la pobre Emily no le va a hacer ninguna gracia. ¿Quién diablos va a cuidar de él?
Linda se echó a llorar de pura envidia.
—No es justo —decía, una y otra vez—, que tú tengas padres perversos y yo no.
Convencimos a Josh para que nos llevara a dar un paseo después de comer. El poni se portó como un verdadero ángel, y todo, incluso los arreos, podía manejarse con suma facilidad. Linda se puso mi gorro y condujo al poni. Cuando llegamos ya era tarde para el árbol; la casa se había llenado con los arrendatarios y sus hijos; tío Matthew, que estaba luchando por ponerse el traje de Papá Noel, nos gritó con tanta virulencia que Linda tuvo que subir a llorar y no bajó a que le entregase su regalo. Tío Matthew se había tomado bastantes molestias para conseguirle el lirón que había estado deseando tanto tiempo, y se ofendió muchísimo. Le gritó a todo el mundo, por turnos, e hizo rechinar la dentadura postiza una y otra vez; según una leyenda familiar, ya llevaba cuatro pares gastados en sus ataques de ira.
La tarde alcanzó un clímax de violencia cuando Matt extrajo una caja de cohetes que mi madre le había enviado de París. En la caja decía
pétards
, y alguien le preguntó a Matt: «¿Qué es lo que hacen?», a lo cual, respondió: «
Bien, ça pète, quoi
?». Este comentario, que tío Matthew oyó por casualidad, se vio premiado con una tunda de primera categoría, cosa que, la verdad sea dicha, fue injusta, pues el pobrecillo Matt sólo había repetido lo que Lucille le había dicho a él antes. Sin embargo, Matt veía las palizas como una especie de fenómeno natural que nada tenía que ver con sus propios actos, y se sometía a ellas con bastante filosofía. Desde entonces me he preguntado muchas veces cómo era posible que tía Sadie pudiese haber escogido a Lucille, que era el colmo de la vulgaridad, para que cuidara de sus hijos. Todos la queríamos, pues era alegre y enérgica y nos leía en voz alta sin cesar, pero su forma de hablar era verdaderamente increíble, y estaba plagada de numerosas y terribles trampas para los incautos: «
Qu'est-ce que c'est ce custard, qu'on fout partout
?». Nunca olvidaré a Matt haciendo aquel comentario, de la manera más inocente, en la confitería Fuller's de Oxford, adonde tío Matthew nos había llevado para comprarnos unos dulces. Las consecuencias fueron terribles.
Por lo visto, a tío Matthew nunca se le ocurrió que Matt no podía conocer aquellas palabras por sí mismo y que en verdad habría sido mucho más justo investigar su origen.
Como es natural, aguardé con impaciencia la llegada de tía Emily y su futuro marido. A fin de cuentas, ella era mi verdadera madre, y por mucho que idolatrase a aquella fulgurante y malvada persona que me había llevado en su vientre, era a tía Emily a quien recurría en busca de la relación sólida y gratificante, aunque a todas luces aburrida, que proporciona la maternidad bien asumida. Nuestro pequeño hogar en Shenley era tranquilo y feliz, y contrastaba fuertemente con el estado de agitación constante y emociones desgarradas que se vivía en Alconleigh. Puede que fuese aburrido, pero era un refugio y siempre me alegraba regresar a él. Creo que empezaba a darme cuenta de lo mucho que giraba todo en torno a mi persona; incluso el horario de las comidas, con el almuerzo temprano y el tentempié a media tarde, se ajustaba por completo a mis clases y a la hora de irme a la cama. Sólo durante mis vacaciones, mientras yo estaba en Alconleigh, tía Emily disfrutaba de una vida propia, y aun estos intervalos eran poco frecuentes, pues era de la opinión de que tío Matthew y todo el ambiente tempestuoso que allí se respiraba eran perjudiciales para mi sistema nervioso. Puede que hasta entonces no hubiese sido consciente de hasta qué punto había regulado tía Emily su existencia en función de la mía, pero vi con claridad meridiana que la incorporación de la figura de un hombre a nuestra vida iba a cambiarlo todo. Sin apenas conocer a ningún varón, al margen de los miembros de la familia, los imaginaba a todos cortados por el mismo patrón que tío Matthew o mi propio padre, a quien tan rara vez veía, y al imaginarlos paseándose por aquella casa tan bonita y acogedora, pensaba que cualquiera de ellos estaría fuera de lugar. Sentía un miedo sobrecogedor, casi verdadero espanto, y gracias a la imaginación desbordante de Louisa y Linda estaba en un estado de tensión permanente. Louisa me mortificaba todo el tiempo con
La ninfa constante
, leyéndome en voz alta los últimos capítulos, y no tardé en yacer moribunda en una casa de huéspedes de Bruselas, en brazos del marido de tía Emily.
El miércoles, tía Emily llamó a tía Sadie y estuvieron charlando durante horas. En aquellos tiempos, el teléfono de Alconleigh estaba colocado sobre una vitrina en mitad del luminoso pasillo de la parte posterior de la casa; y como no había ningún supletorio, espiar las conversaciones era imposible. (Años después lo trasladaron al despacho de tío Matthew, con un supletorio, lo que puso punto final a toda intimidad.) Cuando tía Sadie regresó al salón, sólo dijo:
—Tía Emily llegará mañana en el tren de las tres y cinco. Te envía muchos besos, Fanny.
Al día siguiente, todos salimos de caza. A los Radlett les encantaban los animales; les encantaban los zorros, y se arriesgaban a unas palizas terribles por destapar sus madrigueras; leían, lloraban y disfrutaban con Reynard el zorro, en verano se levantaban a las cuatro para ir a ver a los cachorros jugar bajo la pálida luz verdosa del bosque, y pose a todo, más que cualquier otra cosa en el mundo, les encantaba cazar. Lo llevaban en la sangre y en los huesos, igual que yo, y nada podía erradicarlo; lo considerábamos una especie de pecado original. Aquel día, durante tres horas, me olvidé de todo excepto de mi cuerpo y del cuerpo de mi poni: correr, saltar, chapotear, subir por las colinas, bajarlas de nuevo, cabalgar lentamente, salir a toda velocidad, la tierra y el cielo. Lo olvidé todo; apenas habría sabido decir mi nombre. Supongo que ése debe de ser el enorme poder que la caza ejerce sobre las personas, en especial sobre las personas estúpidas: que requiere una concentración absoluta, tanto mental como física.
Al cabo de tres horas, Josh me llevó de vuelta a casa. Nunca me dejaban quedarme fuera mucho tiempo, porque podía cansarme y enfermar. Josh había salido con el caballo de repuesto de tío Matthew; hacia las dos, se intercambiaron la montura y Josh regresó a casa a lomos del exhausto animal empapado en sudor, y me llevó consigo. Salí de mi estado de trance y vi que el día, que había empezado con un sol brillante, se había vuelto frío y gris, amenazando lluvia.
—¿Y adonde va a ir a cazar la señora este año? —dijo Josh cuando iniciamos el trayecto de diez millas por la carretera de Merlinford, una especie de despeñadero, el más desprotegido de todos los caminos que he visto, sin posibilidad de guarecerse del viento en la totalidad de sus quince millas. Tío Matthew nunca permitía que los automóviles nos llevasen a la partida de caza ni nos devolvieran a casa, pues consideraba este hábito despreciable por demasiado cómodo.
Sabía que Josh se refería a mi madre. Había servido a mi abuelo cuando sus hermanas y ella eran niñas, y mi madre era su heroína; la adoraba.
—Está en París, Josh.
—¿En París? ¿Y por qué?
—Supongo que le gusta.
—¡Quia! —exclamó Josh con furia, y seguimos recorriendo casi media milla en silencio. Había empezado a llover; era una lluvia fina y fría que barría las amplias vistas de los lados de la carretera; seguimos adelante, con el viento azotándonos la cara. Yo tenía la espalda más bien débil, y trotar a mujeriegas, aunque fuera durante poco tiempo, era para mí una agonía. Aparté mi poni hacia la hierba y fui a medio galope durante un rato corto, pero sabía lo mucho que aquello disgustaba a Josh, pues se suponía que, de este modo, los caballos regresaban a las cuadras demasiado sudorosos, mientras que el ir al paso, por el contrario, los refrescaba. No había más remedio que avanzar sin prisas iodo el tiempo, aunque con ello me destrozase la espalda.
—En mi opinión —dijo Josh al fin—, la señora malgasta por completo cada minuto de su vida que no pasa montada a un caballo.
—Es una amazona estupenda, ¿a que sí?
Ya había mantenido aquella conversación con Josh muchísimas veces, y nunca me cansaba de ella.
—No hay otra persona como ella; nunca he visto nada igual —contestó entre dientes—. Unas manos de terciopelo, pero fuertes como el acero, y su estilo… Tú, en cambio… Mírate, zarandeándote de aquí para allá en esa silla. Esta noche alguien va a tener dolor de espalda, ya lo creo que sí…
—Venga, Josh… Vamos al trote, por favor… Estoy muerta…
—Nunca la vi cansada. La he visto cambiar de caballo después de diez millas, encaramarse a un potro de cinco años que no había salido en una semana, subirse como un pájaro, sin que tuviera tiempo de darme cuenta de que tenía su pie en la mano, tomar las riendas en un santiamén, erguir la cabeza, y salir al galope, saltar un poste y una baranda, y trotar por los montes y los surcos sin despeinarse siquiera. Sí, claro, el señor (se refería a tío Matthew) sabe montar, yo no digo que no, pero mira cómo devuelve los caballos, tan destrozados que ni siquiera se comen el pienso. Sabe montar, sí, pero no presta atención a sus caballos. Nunca vi a tu madre traerlos así a la cuadra; ella sabía cuándo habían tenido bastante, y entonces volvía a casa sin pensárselo dos veces. Claro que el señor es un gran hombre, yo no digo lo contrario, y cabalga cada milla de las diez sin pestañear, pero tiene unos caballos estupendos y los deja medio muertos, y luego ¿quién tiene que apechugar con ellos toda la noche, eh? ¡Pues yo!
Para entonces llovía a cántaros, y sentí cómo una gota helada me recorría el hombro izquierdo mientras la bota derecha se me iba llenando de agua poco a poco, y el dolor de espalda era como una cuchillada. Creí que no iba a poder soportar ni un minuto más de aquel sufrimiento y pese a todo, sabía que tenía que aguantar otras cinco millas, otros cuarenta minutos. Josh me lanzaba miradas desdeñosas a medida que encorvaba cada vez más la espalda, y supe que se estaba preguntando cómo era posible que fuese hija de mi madre.
—La señorita Linda —dijo— monta a caballo que es una maravilla, igual que la señora.
Por fin abandonamos la carretera de Merlinford, bajamos por el valle hasta el pueblo de Alconleigh, enfilamos la colina hacia la casa, atravesamos las verjas de la casa del guarda, seguimos el camino y entramos en el patio de las caballerizas. Me bajé completamente rígida, entregué las riendas del poni a uno de los mozos de cuadra de Josh y me fui, caminando como un anciano. Ya casi había llegado a la casa cuando recordé, con el corazón en un puño, que tía Emily ya debía de haber llegado, con ÉL. Tardé un buen rato en reunir el coraje suficiente para abrir la puerta.
Efectivamente, de pie y de espaldas a la chimenea del salón, estaban tía Sadie, tía Emily y un hombre menudo, apuesto y, en apariencia, joven. Mi primera impresión fue que no parecía en absoluto un marido. Tenía aspecto de ser simpático y amable.
—Ésta es Fanny —dijeron mis dos tías al unísono.
—Querida —dijo tía Sadie—, te presento al capitán Warbeck.
Le estreché la mano con el ademán torpe y brusco de una chiquilla de catorce años y pensé que tampoco parecía un capitán.
—Cielos, querida, ¡estás empapada! Supongo que los demás tardarán una eternidad en regresar. ¿De dónde vienes?
—Los he dejado junto al bosquecillo de Old Rose.
Entonces recordé, ya que, a fin de cuentas, era una mujer en presencia de un hombre, el aspecto tan horroroso que tenía siempre que llegaba a casa después de una cacería, sucia de barro de los pies a la cabeza, con el sombrero torcido, el pelo hecho un desastre y las medias deshilachadas, y mascullando entre dientes, me dirigí a la escalera trasera, hacia el baño y mi siesta, porque después de cazar nos teníamos que meter en la cama durante dos horas como mínimo. Linda no tardó en regresar, aún más calada que yo, y se metió en la cama conmigo. También ella había visto al capitán y se mostró de acuerdo en que no parecía ni un futuro marido ni un militar.
—Es que no me lo imagino matando alemanes con una pala de zapador —dijo, con aire desdeñoso.
Por mucho miedo que nos diese, por mucho que nos disgustase y por apasionadamente que odiásemos a veces a tío Matthew, éste seguía siendo para nosotras una especie de paradigma de la virilidad inglesa. Parecía que algo no acababa de cuadrar del todo en cualquier hombre que contrastase demasiado con él.
—¿Qué te apuestas a que tío Matthew le hace toda clase de novatadas? —dije, sufriendo por tía Emily.
—Pobre tía Emily, a lo mejor la obliga a dejarlo en los establos —apuntó Linda, con una risita nerviosa.
—Bueno, el caso es que parece bastante agradable, y teniendo en cuenta la edad de tía Emily, supongo que tiene suerte de haber encontrado a alguien.
—Me muero de ganas de verlo con Pa.
Sin embargo, nuestras expectativas de ver un poco de melodrama se vieron truncadas, porque fue evidente desde el instante en que se conocieron que el capitán Warbeck había despertado la simpatía de tío Matthew. Como éste nunca alteraba la primera opinión que se formaba de las personas, y puesto que sus favoritos, que podían contarse con los dedos de una mano, podían cometer infinidad de crímenes sin obrar mal a sus ojos, de ahí en adelante, el capitán Warbeck llevaba todas las de ganar con tío Matthew.
—Un tipo extraordinariamente listo, ese muchacho; un auténtico hombre de letras, es increíble la cantidad de cosas que hace. Es escritor y crítico de pintura, y ¡vaya si sabe tocar el piano! Aunque las piezas que toca no son nada del otro mundo. Aun así, se nota lo bien que lo haría si aprendiese algunas de las melodías de
Country Girl
, por ejemplo. No hay nada lo bastante difícil para él, se ve a la legua.
Durante la cena, el capitán Warbeck, sentado junto a tía Sadie, y tía Emily, sentada junto al tío Matthew, estuvieron separados, no sólo por nosotros, cuatro de los niños (a Bob lo dejaron cenar en la mesa, puesto que se iba a Eton para estudiar la segunda mitad del curso), sino también por océanos de oscuridad. La mesa del comedor estaba iluminada por tres bombillas que colgaban en racimo del techo y quedaban ocultas por una pantalla de cortina de seda japonesa rojo oscuro con flecos dorados. Así, un solo punto de luz brillante apuntaba al centro de la mesa, mientras que los comensales y sus platos permanecían fuera, sumidos en la oscuridad más absoluta. Como es lógico, todos teníamos la mirada puesta en la figura en sombra del prometido, y detectamos numerosos rasgos de su comportamiento que nos llamaron la atención. Al principio, habló con tía Sadie de jardines, plantas y arbustos con flores, un tema de conversación ignoto en Alconleigh, donde el jardinero cuidaba del jardín y punto, este estaba a casi media milla de la casa y nadie se acercaba nunca a él, salvo durante algún que otro paseo, en verano. Resultaba extraño que un hombre que vivía en Londres conociese los nombres, los cuidados y las propiedades medicinales de tantas plantas. Tía Sadie trató educadamente de estar a su altura en la conversación, pero no supo ocultar del lodo su ignorancia supina, aunque sí logró envolverla parcialmente en un velo de actitud distraída.