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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (2 page)

BOOK: ¡A los leones!
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Proponerme como encargado de esas investigaciones no resultó fácil. Siempre hay multitud de cerebros prodigiosos, ataviados con sus mejores togas, prestos a correr a palacio a sugerir iniciativas capaces de salvar el imperio. Los funcionarios de la corte solían rechazarlas porque, por maravillosas que fueran, Vespasiano no quería ni oír hablar de ellas porque era un hombre realista. Se decía que cuando un ingeniero le contó que las nuevas columnas del reconstruido templo de Augusto podrían subirse al Capitolio por medios mecánicos sin un gran desembolso de dinero, Vespasiano rechazó el proyecto y prefirió pagar a las clases bajas o más menesterosas para que hicieran el trabajo y ganaran así el dinero con que pagarse la comida. Estaba claro que el viejo sabía evitar una revuelta.

Con todo, acudí al Palatino con mi propuesta. Me pasé media mañana sentado en un salón lleno de caras esperanzadas, pero enseguida me cansé. Por ese camino no iba bien. Tenía que moverme deprisa si quería hacer dinero con el censo. No era plan hacer cola durante meses si el censo iba a durar sólo un año.

En palacio había otro problema: a la sazón mi socio era ya empleado de la corte. No era yo partidario de que Anácrites se asociara conmigo, pero, después de ocho largos años como informador en solitario, cedí a las presiones de todas las personas próximas a mí y acepté que necesitaba un colega. Durante unas semanas trabajé con mi amigo del alma, Petronio Longo, al que habían suspendido temporalmente de su trabajo en los vigiles o guardias nocturnos. Me gustaría decir que la asociación fue un éxito, aunque, en realidad, su manera de enfocar el caso fue rotundamente opuesta a la mía en casi todo. Y cuando Petro decidió poner en orden su vida privada y que lo readmitiera su tribuno, fue un alivio para los dos.

Pero eso me dejaba con muy pocas opciones. Nadie quería ser informante. Tampoco había muchos hombres con las cualidades imprescindibles para ello, como la astucia y la tenacidad, o unos pies sanos para patearse la ciudad, o buenos contactos que te pasen información, sobre todo una información que, legalmente, sea imposible de obtener. Entre los más cualificados, sólo unos pocos, y de éstos muchos menos que quisieran mi compañía, sobre todo en aquellos momentos, en que Petronio iba pregonando por el Aventino que yo era un cerdo quisquilloso con el que era imposible compartir una oficina.

Anácrites nunca había sido mi amigo del alma. Yo lo detestaba porque era el jefe del Servicio Secreto de la corte y yo un investigador de pacotilla que sólo tenía clientes particulares. Cuando empecé a trabajar para Vespasiano, mi desprecio por él aumentó muchos enteros al constatar de primera mano que el tipo era un incompetente vulgar y mentiroso. (A todos los informadores nos suelen acusar de lo mismo, pero eso son calumnias.) Cuando, en el transcurso de una misión en Nabatea, Anácrites intentó que me mataran, dejé de fingir que lo toleraba.

El destino me echó una mano cuando un asesino a sueldo agredió a Anácrites. No fui yo. Yo hubiera hecho el trabajo de una manera perfecta. Eso él lo sabia. Pero cuando lo encontraron inconsciente con un agujero en el cráneo, acabé convenciendo a mi madre de que lo cuidara. Su vida corrió peligro unos días, pero mi madre lo trajo de vuelta a esta orilla del Leteo a base de determinación férrea y caldos vegetales. Después de salvarlo, cuando regresé a casa tras un viaje que hice a la Bética descubrí que el vínculo que se había creado entre ellos era tan fuerte como si mi madre hubiese adoptado a un pato huérfano. El respeto de Anácrites por mi madre sólo era un poco menos repulsivo que la reverencia que ella le profesaba.

Que trabajáramos juntos, creedlo, fue idea de mi madre. Así seguiríamos hasta que yo encontrara a otro. En cualquier caso, Anácrites estaba de baja por enfermedad en su antiguo trabajo; y, precisamente por eso, yo no podía presentarme en palacio diciendo que era mi socio. El palacio ya le pagaba una pensión por no hacer nada a causa de la terrible herida sufrida en la cabeza y sus superiores no debían saber que trabajaba extraoficialmente.

Una de tantas complicaciones adicionales que dan color a la vida.

Hablando con propiedad, yo ya tenía socio (en este caso uná socia) que compartía mis problemas y se reía de mis chapuzas. Me ayudaba en la contabilidad, a resolver algún que otro enigma y a veces incluso a realizar interrogatorios. Mi socia era mi adorada Helena, con la que vivía. Si nadie la tomaba en serio como socia en mi trabajo se debía en parte a que las mujeres en Roma no tienen identidad legal. Helena es hija de un senador. Muchos creían que tarde o temprano me dejaría. Incluso después de tres años de estrecha amistad, de haber viajado juntos por el extranjero y haberme dado una hija, la gente todavía pensaba que Helena Justina se cansaría de mí y volvería a su antigua vida. Su ilustre padre era el mismo Camilo Vero que me dio la idea de trabajar para los censores; a su noble madre, Julia Justa, le encantaría poder mandar un palanquín que llevase a su hija de regreso a casa.

Vivíamos como realquilados en un lúgubre apartamento de un primer piso, en la zona más pobre del Aventino. Teníamos que bañar a la niña en los baños públicos y que nos cocieran el pan en la pastelería. Nuestra perra nos traía a veces varias ratas como regalo, que supusimos que había cazado muy cerca de casa. Por todas esas razones, yo necesitaba un trabajo honrado, con unos ingresos saneados. El senador estaría encantado de que su comentario fortuito me hubiera hecho pensar en ello. Estaría aún más orgulloso si supiera que, al final, había sido Helena la que consiguió ese trabajo para mi.

—Marco, ¿te gustaría que papá le pidiera a Vespasiano que te propusiera trabajar con los censores?

—No —respondí.

—Lo imaginaba.

—¿Me estás llamando testarudo?

—Te gusta hacer las cosas a tu aire —respondió Helena sin alterarse. Cuando fingía ser justa podía resultar de lo más insultante.

Era una chica alta, con una expresión seria y una mirada que abrasaba. La gente que creía que me había unido a un saco de huesos con lana de cordero en vez de seso todavía estaba sorprendida de mi elección, pero cuando conocí a Helena Justina supuse que me quedaría junto a ella todo el tiempo que ella me dejase. Era pulcra, mordaz, inteligente, maravillosamente imprevisible. todavía no me hacía a la idea de la suerte que había tenido con que ella se fijase en mí, y mucho menos que viviera en mi apartamento, que fuera la madre de mi hija y que se hubiera hecho cargo de mi desorganizada vida.

Aquel ser espléndido y cariñoso sabía que podía conseguir de mí lo que quisiera y que a mí me gustaba permitírselo.

—Pues bien, Marco, querido, si no vas a volver a palacio esta tarde, podrías ayudarme en una gestión que tengo que hacer en el otro extremo de la ciudad.

—Por supuesto —acepté con generosidad. Haría cualquier cosa que me pusiera fuera del alcance de Anácrites.

La gestión de Helena requirió que alquiláramos una silla de mano para cubrir una distancia que no sabía si podría pagar con las pocas monedas que llevaba en la bolsa. Primero fuimos al almacén que mi padre, subastador, tenía cerca del mercado. Nos había permitido habilitar la trastienda para guardar cosas que habíamos adquirido en nuestros viajes, esperando allí a que tuviéramos una casa decente donde trasladarlas. Yo había construido un tabique para mantener a papá alejado de nuestra parte del almacén porque era de ese tipo de comerciantes que vendería nuestros preciados tesoros por menos de lo que habíamos pagado por ellos y aún pensaría que nos hacía un favor.

En la visita de ese día, yo era sólo un invitado de piedra. Helena no me había explicado nada. Recogimos varios fardos cuyo contenido, obviamente, no era asunto mío, los cargamos en un asno y luego bordeamos el Foro y nos dirigimos al monte Esquilino.

Seguimos en dirección norte durante siglos. Miré a través del pingajo de las cortinas de nuestro palanquín y vi que estábamos fuera de las viejas murallas serbias, en dirección al campamento de los pretorianos. No hice comentario alguno. Cuando la gente quiere guardar secretos, le permito que se salga con la suya.

—Sí, tengo un amante entre los pretorianos —dijo Helena. Probablemente bromeaba. Su idea de una historia turbulenta era yo: un amante sensible, un protector leal, un sofisticado contador de historias y un aspirante a poeta. A cualquier pretoriano que quisiera convencerla de lo contrario, yo le daría una patada en el culo.

Rodeamos el campamento y llegamos a la vía Nomentana. Poco después nos detuvimos y Helena saltó del palanquín. La seguí, sorprendido, porque esperaba encontrarla ante un brasero en cualquier mercado de fuera de temporada. En cambio, nos habíamos detenido ante una gran villa, detrás de la Puerta Nomentana. Era una residencia lujosa, lo cual resultaba raro. Nadie con dinero suficiente para comprar una casa decente elegiría vivir tan lejos del centro, fuera de los límites de la ciudad y mucho menos tan a tiro de piedra de los pretorianos. Sus ocupantes debían de quedarse sordos con los gritos de aquellos bastardos, borrachos el día de cobro, y los incesantes toques de trompeta y los ejercicios de instrucción podían volver loco a cualquiera.

La casa no estaba en la ciudad ni en el campo. No estaba en la cima de una colina con buenas vistas ni a orillas del río. Y, sin embargo, nos hallábamos ante unas altas tapias que, por lo general, eran señal de que encerraban comodidades y lujos que normalmente poseían las personas que no querían que el público supiera lo que tenían. Por si nos quedaba alguna duda, la gran puerta principal, con su delfín como aldaba y los bien cuidados setos de laurel recortados anunciaban que las personas que vivían allí se consideraban de categoría, lo cual no siempre significaba que lo fueran.

Seguí sin abrir la boca y se me permitió ayudar a descargar los bultos, mientras mi amada cruzaba la imponente puerta y desaparecía tras ella. Finalmente, me hizo pasar un taciturno esclavo vestido con una túnica blanca sujeta con un cinturón. Recorrí un pasillo blanco y llegué a un atrio donde esperé a que me necesitasen. Me habían catalogado de acompañante con la misión de aguardar a Helena cuanto fuese preciso. Aparte de que yo nunca la abandonaba entre desconocidos, no iba a volver a casa sin ella. Quería saber dónde estábamos y qué ocurría allí. Cuando me dejaron solo, enseguida seguí el impulso de mis pies inquietos y me dispuse a explorar.

Era bonito, os prometo que lo era. Por una vez, el dinero y el buen gusto se habían combinado bien. En todas direcciones, pasillos luminosos llevaban a graciosas habitaciones pintadas con unos frescos decorosos y algo anticuados. (En la casa reinaba tal silencio que con todo descaro abrí las puertas y miré en su interior.) Las escenas eran vistas urbanas de perspectivas arquitectónicas o grutas con una idílica vida bucólica. Las salas estaban amuebladas con mullidos sofás, escabeles, mesas bajas y elegantes candelabros de bronce. Entre las estatuas se encontraba un par de bustos de la vieja, espectral y hermosa familia imperial Julia Claudia y una cabeza sonriente de Vespasiano, probablemente anterior a su subida al trono.

Deduje que la casa se había construido en mi época: eso significaba dinero nuevo. La ausencia de pinturas con escenas de batallas, trofeos o símbolos fálicos, y la abundancia de sillas para mujeres me hizo pensar que podía pertenecer a una viuda adinerada. Los objetos y el mobiliario eran caros, aunque estaban elegidos más por su funcionalidad que por su valor puramente decorativo. El propietario o propietaria tenía dinero, buen gusto y actitud práctica.

Era una casa tranquila, sin niños, sin animales domésticos. No había braseros a pesar del frío invernal. Al parecer, estaba casi deshabitada. Aquel día, no ocurría gran cosa allí.

Entonces oí un leve murmullo de voces femeninas y seguí los sonidos hasta llegar a una columnata de pilares de piedra gris que rodeaba un peristilo tan recogido que los rosales que trepaban por las paredes aún conservaban algunas flores, pese a estar en diciembre. Cuatro laureles algo polvorientos se alzaban en las cuatro esquinas y en el centro desgranaba su canción de agua una fuente de piedra.

Al salir al jardín me encontré con Helena Justina y otra mujer. Supe quién era; la había visto antes. Se trataba de una liberta, una ex secretaria de palacio y, sin embargo, en aquellos momentos era posiblemente la mujer más influyente del imperio. Me enderecé. Si los rumores acerca de cómo utilizaba su influencia eran ciertos, era probable que en aquella aislada villa hubiera más poder escondido que en ninguna otra casa particular de Roma.

III

Hablaban y reían en voz baja. Eran dos mujeres de noble porte, civilizadas y desinhibidas, que desafiaban el frío mientras trataban de cómo funcionaba el mundo. Helena tenía el aire animado que daba a entender que se lo estaba pasando de maravilla. Eso no era frecuente en ella ya que solía ser insociable menos con las personas a las que conocía bien.

Su acompañante le doblaba en edad. Se trataba de una mujer madura con una expresión algo tensa. Se llamaba Antonia Caenis. Es cierto que era una liberta, pero una liberta de gran estatus: había trabajado para la madre del emperador Claudio, lo cual le había proporcionado largas e íntimas relaciones con la vieja y desacreditada familia imperial. En esos momentos aún poseía vínculos más íntimos con la nueva: había sido amante de Vespasiano durante mucho tiempo. Todo el mundo había creído que, al llegar a emperador, Vespasiano la alojaría en algún lugar discreto, pero se la llevó a palacio. A su edad, eso apenas era un escándalo. Era probable que aquella villa fuese de la propia Caenis, y si todavía iba por allí, debía de ser para realizar transacciones extraoficiales.

Yo había oído rumores de que esas cosas ocurrían. A Vespasiano le gustaba dar la imagen de intransigente, de que no permitía maquinaciones entre bastidores y, sin embargo, debía de alegrarle que alguien en quien confiaba se ocupase de negocios discretos mientras él se mantenía a distancia y aparentemente sin ensuciarse las manos.

Las dos mujeres estaban sentadas sobre cojines en un banco de piedra bajo con patas de garras de león. Cuando me acerqué, ambas se volvieron y callaron. Intuí que mi interrupción las había molestado. Yo era un hombre. Lo que estuvieran discutiendo debía de estar fuera de mi esfera.

Eso no significaba que se tratase de algo frívolo.

—¿Así que has entrado? —me preguntó Helena, poniéndome nervioso.

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