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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (4 page)

BOOK: ¡A los leones!
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Me dirigí a Leónidas como si fuera un colega de confianza y le expliqué concienzudamente el grado de fiereza salvaje que esperaba sacara ese día.

—Siento mucho que no podamos liquidar el asunto durante las Saturnales, pero es ésta una fiesta de gran alborozo popular y los sacerdotes achacan que acabar con criminales durante ellas desluciría el acontecimiento. De ese modo, el hijo de puta tendrá más tiempo de consumirse en la cárcel antes de que des cuenta de él. Despedázalo lo más despacio que puedas, Leo. Prolóngale la agonía.

—Es inútil, Falco. —Buxo, el cuidador, había estado escuchando—. Los leones son asesinos amables y educados. Un zarpazo y acaban contigo.

—Si tengo algún día un problema con la ley, pediré que me echen a los grandes felinos.

Leónidas todavía era joven. Estaba en buena forma y los ojos le brillaban, aunque le olía el aliento debido a que comía carne ensangrentada. No le daban demasiada, lo mantenían hambriento para que hiciera su trabajo con eficiencia. Yacía en el rincón más alejado en la semioscuridad de la jaula. Las fuertes sacudidas de su cola eran una presuntuosa amenaza y nos miraba con unos ojos claros llenos de desconfianza.

—Lo que admiro de ti, Falco comentó Anácrites, que me seguía con furtivos pies—, es la atención personal que prestas a los detalles más nimios.

Esto era mejor que oír a Petronio Longo quejarse constantemente de que yo me entretenía en trivialidades, pero el significado era el mismo: mi nuevo socio, igual que el antiguo, me decía que perdía el tiempo.

—Leónidas —dije, preguntándome qué posibilidades había de convencer al león para que devorase a mi nuevo socio— es absolutamente competente. Costó mucho dinero, ¿verdad, Buxo?

—Por supuesto —asintió el cuidador. Hacía caso omiso de Anácrites y prefería tratar conmigo—. Lo difícil es capturarlos vivos. He estado en África y lo he visto. Utilizan un niño como cebo. Conseguir que las fieras den un salto y caigan en el foso requiere no poca astucia. Luego hay que sacarlas sin hacerles daño mientras rugen enloquecidas e intentan despedazar a todo bicho viviente que se les acerque. Calíopo tiene un agente que a veces nos ofrece cachorros, pero, para eso, ha tenido que cazar y matar primero a la madre. Y entonces es cuando se presenta el problema de criarlos hasta que alcancen un tamaño adecuado para los Juegos.

—No es de extrañar que el proverbio diga que el primer requisito para ser un buen político consiste en conocer un buen sitio de donde traer tigres —comenté con una sonrisa.

—No tenemos tigres —se justificó Buxo con seriedad, pues no había comprendido la indirecta. Los chistes sobre senadores sobornando a gente con espectáculos sangrientos no entraban en su calva mollera—. Los tigres vienen de Asia y, precisamente por eso, a Roma llegan tan pocos. Sólo tenemos contactos con el norte de África, Falco. Conseguimos leones y leopardos. Calíopo es natural de Oea.

—Exacto. El suyo es un negocio familiar. Y el agente de Calíopo, ¿cría los cachorros allí?

—Es absurdo gastar dinero en mandarlos antes de que tengan el tamaño adecuado. A fin de cuentas, todo esto es un juego.

—Eso qué quiere decir, ¿Calíopo tiene unas instalaciones como éstas en Tripolitania?

—Efectivamente. —Ese establecimiento de Oea era el que Calíopo había jurado a los censores que estaba a nombre de su hermano. Furtivamente, Anácrites tomó notas en una tablilla, comprendiendo por fin el objetivo de mis preguntas. Las fieras podían ser todo lo valiosas que quisieran, pero era la tierra, en Italia o en las provincias, lo que nos interesaba. Sospechábamos que aquel «hermano» de Calíopo en Oea era una ficción.

Ese primer día realizamos una buena investigación. Recogimos los documentos de las instalaciones y los añadimos a la pila de pergaminos sobre los duros luchadores de Calíopo. Luego, con todos los papeles, caminamos pesadamente hasta nuestra nueva oficina.

Aquel gallinero era otro punto de desacuerdo. Durante toda mi carrera había trabajado como informador desde un horroroso apartamento en la plaza de la Fuente, en lo alto del Aventino. Los demandantes subían penosamente los seis tramos de escalera y me sacaban de la cama para que escuchara sus calamidades. Los que tenían todas las de perder se desalentaban ante la subida y a aquellos tipos malos que querían disuadirme de mis investigaciones con el argumento de una paliza, los podía oír antes de que llegaran.

Cuando llegó el momento de necesitar una vivienda más espaciosa, Helena y yo nos mudamos al otro lado de la calle y conservamos ese ático para utilizarlo como oficina. Cuando la mujer de Petronio lo echó de casa por mujeriego, le dejé que se instalase allí y aunque ya no éramos socios, seguía viviendo en la oficina. Anácrites insistía en que necesitábamos un sitio donde guardar los rollos de pergamino que acumulábamos para nuestro trabajo del censo, un sitio en el que no estuviera Petronio mirándonos hecho una furia, desaprobando cuanto hiciéramos. Lo que no necesitábamos, como yo me hartaba de repetir hasta la saciedad, era instalarnos entre los gorrones de la Saepta Julia.

Anácrites lo dispuso todo sin consultarme. Ese era el tipo de socio que mi madre me había buscado.

La Saepta es un amplio recinto cerca del Panteón y del salón de la Elección que por aquellos días, antes de las reformas, albergaba bajo las arcadas del interior un buen número de informadores. Los que allí se ocultaban eran los más marrulleros y los más sucios, chinches políticas, antiguos rastreros de Nerón, sin tacto ni gusto ni principios morales. Eran la gloria de nuestra profesión. Yo no quería saber nada de ellos, pero Anácrites me arrastró a sus asquerosas viviendas.

Los otros animales salvajes, los de baja estofa que vivían en la Saepta Julia eran orfebres y joyeros, una pandilla sin demasiada cohesión formada en torno a un grupo de subastadores y anticuarios. Uno de ellos era mi padre, del que solía mantenerme a prudencial distancia.

—Bienvenidos a la civilización —gritó entusiasmado mi padre, irrumpiendo en el lugar cinco minutos después de nuestra llegada.

—Piérdete, papá.

—No esperaba menos de ti, hijo.

Mi padre era un tipo cuadrado y fornido, con unos indómitos rizos grises y lo que, incluso entre mujeres de experiencia, pasaba por una sonrisa encantadora. Tenía fama de ser un comerciante astuto; eso significaba que siempre mentiría antes que decir la verdad. Había vendido más vasijas atenienses falsas que ningún otro subastador de Italia. Un alfarero las hacía especialmente para él.

La gente decía que yo me parecía a mi padre, pero si captaban mi reacción, sólo lo decían una vez.

Supe por qué era feliz. Cada vez que yo estaba enfrascado en un trabajo difícil, me interrumpía con urgentes demandas para que fuera a su almacén y lo ayudara a mover de sitio algún mueble pesado. Con mi ayuda, podía despedir a dos porteadores y al chico que preparaba la infusión de agua de borrajas. Y lo que era aún peor, mi padre trabaría inmediata amistad con todo sospechoso que yo quisiera mantener a distancia y luego divulgaría los pormenores de mi investigación por toda la ciudad.

—¡Esto hay que celebrarlo! —gritó, y salió corriendo en busca de bebidas.

—Cuéntaselo a mi madre tú mismo, Anácrites —le gruñí. Se puso más pálido que la cera. Debía de haber supuesto que mi madre no le hablaba a mi padre desde el día en que éste se fugó con una pelirroja y la dejó con todos los hijos por criar. La idea de que yo trabajase en las proximidades de mi padre la incitaría a buscar a alguien a quien colgar de los talones en el garabato para la carne ahumada. Al trasladarse a esta oficina, Anácrites se arriesgaba a que se le terminase el chollo de habitar en casa de mi madre, sacrificando cenas exquisitas y también correría el peligro de sufrir una herida mucho peor de la que recibió, y tras la cual mi madre le salvó la vida—. Espero que vueles más que corras, Anácrites.

—Eres todo corazón, Falco. ¿Por qué no me das las gracias por haber encontrado este magnífico alojamiento?

—He visto pocilgas para cerdos mucho más grandes.

En el primer piso había un cuartucho que llevaba dos años abandonado después de que muriera dentro el inquilino anterior. Cuando le hicimos una oferta al propietario, éste no pudo dar crédito a su suerte. Cada vez que nos movíamos, tropezábamos uno con otro. La puerta no cerraba, los ratones se resistían a cedernos el habitáculo, no había sitio para mear, así de claro, y en la tienda de comestibles más cercana que estaba al otro lado del recinto, vendían unos panecillos mohosos que provocaban náuseas.

Me instalé en un pequeño mostrador de madera desde el que podía contemplar la gente que pasaba por la calle. Anácrites lo hizo en un taburete de la oscura parte trasera. Su discreta túnica color ostra y su cabello negro untado de aceite se confundían con las sombras, por lo que sólo se veía su pálida cara. Se le veía preocupado, apoyando la cabeza en el muro como si quisiera ocultar la gran cicatriz de su herida. La memoria y la lógica le jugaban malas pasadas. De todas formas, parecía haber mejorado al hacernos socios. Daba la peculiar impresión de que esperaba con ganas su nueva vida activa.

—No le digas a papá lo que estamos haciendo para el censo porque, si no, a la hora de cenar todo el mundo sabrá la noticia.

—¿Y qué puedo contarle, Falco? —Como espía, siempre había carecido de iniciativa.

—Que realizamos una verificación interna de cuentas.

—¡Claro! Eso hace que la gente pierda el interés rápidamente. ¿Y qué debemos decirles a los sospechosos?

—Tenemos que obrar con cautela. No permitiremos que conozcan nuestros poderes draconianos.

—No. Responderían ofreciéndonos sobornos.

—Los cuales no podemos aceptar porque somos personas respetables —dije.

—No. A menos que los sobornos sean realmente atractivos —replicó Anácrites con gazmoñería.

—Como espero que, con un poco de suerte, sean —cloqueé.

—¡Ya estoy aquí! —Papá reapareció con un ánfora—. Le he dicho al bodeguero que más tarde pasaríais a pagarle.

—Oh, gracias. —Papá se hizo sitio a mi lado y, con un gesto expectante, pidió que procediera a las presentaciones que antes había dejado de lado—. Anácrites, éste es mi padre, el mentiroso avaro Didio Favonio, también conocido por Gémino. Tuvo que cambiar de nombre porque muchas personas furibundas iban tras él un día sí y otro también.

Era evidente que mi nuevo socio pensaba que le había presentado a un personaje fascinante, un divertido y buscado excéntrico de la Saepta. En realidad, ya se conocían desde que todos estuvimos implicados en la búsqueda de objetos en un caso de alta traición. Ninguno de los dos parecía recordarlo.

—Tú eres el inquilino —exclamó mi padre. A Anácrites le complació aquella fama local.

Mientras mi padre servía el vino en unas tazas de metal, vi que nos observaba atentamente. Le dejé que mirase. Para él, esos juegos eran divertidos. Para mí, no.

—¡Así que de nuevo sois Falco y Asociado!

Forcé una sonrisa de cumplido. Anácrites sorbió por la nariz. No quería ser sólo «y Asociado», pero yo había insistido en la continuidad. Al fin y al cabo, lo que yo quería de veras era encontrar otro socio lo antes posible.

—¿Ya os habéis instalado? —Mi padre estaba encantado de ver que habíamos creado una atmósfera distinta en aquel cuchitril.

—Se está un poco apretado, pero, como esperamos pasarnos el día en la calle, no tiene mucha importancia. —Anácrites parecía dispuesto a enojarme entablando conversación con mi padre—. Al menos, el precio es razonable. Llevaba tiempo sin alquilar.

Papá asintió. Le gustaban las habladurías.

—Lo tenía alquilado el viejo Potino hasta que se cortó el cuello, naturalmente.

—Si trabajaba aquí, comprendo que se suicidase —dije.

Anácrites miró la Villa Potino nervioso, por si aún quedaban manchas de sangre. Impenitente, mi padre me guiñó el ojo.

Entonces mi socio tuvo un sobresalto.

—Las verificaciones internas de cuentas no son una buena tapadera —se quejó enfadado—. Nadie se lo creerá, Falco. Se supone que los interventores internos examinan los errores de la burocracia de palacio. Nunca se mezclan con el público… —Comprendió que yo lo había impresionado. Me encantó verlo enfurecido.

—Era sólo una prueba —dije, y sonreí con presunción.

—¿Qué es todo esto? —preguntó mi padre, que no soportaba quedarse fuera de onda.

—¡Es confidencial! —respondí con contundencia.

V

Al día siguiente, después de haber estudiado lo que Calíopo decía poseer, regresamos a sus barracas de entrenamiento para desmontar su operación.

El hombre no tenía aspecto de dedicarse al comercio de la muerte y la crueldad. Era un tipo alto, delgado, pulcro, de cabello moreno rizado, orejas grandes, las ventanas de las narices abiertas y un bronceado suficiente como para pensar que era de otras latitudes, aunque bien adaptado a la ciudad. Se decía que era un emigrante del sur de Cartago, pero si cerrabas los ojos, podías pensar que había nacido en Suburra. Su latín era coloquial, su acento propio del Circo Máximo, refinado gracias a unas clases de oratoria. Llevaba túnica blanca y lucía los suficientes anillos en los dedos como para dar a entender que era un poco pretencioso. Un tipo despierto, que se había hecho rico gracias al trabajo duro y que se comportaba con modales decorosos. Un hombre de esos a los que Roma suele odiar.

Tenía la edad justa que indicaba que había llegado a la cumbre pese a haber partido de cero. Era probable que en ese recorrido se hubiera dedicado a todo tipo de prácticas comerciales. Nos recibió personalmente, lo cual significaba que sólo podía permitirse tener un pequeño grupo de esclavos, cuyos quehaceres no podían dejar para atendernos. Como yo ya había visto los horarios de sus hombres, sabía que no se trataba de eso. Calíopo quería controlar personalmente todo lo que se nos dijera a Anácrites y a mí. Parecía amable e indiferente. Nosotros sabíamos cómo tratarlo.

Su establecimiento estaba formado por una pequeña palestra en la que entrenaban sus hombres y un jardín zoológico, si queríamos llamarlo así. Debido a los animales, los ediles lo habían obligado a establecerse fuera de Roma, en la vía Portuense, camino del río. Al menos, para nosotros, era la zona buena de la ciudad aunque, en todos los demás aspectos, era una verdadera molestia. Para no tener que pasar el duro barrio del Trastévere, tuvimos que convencer a un barquero de que nos cruzara el río desde el mercado hasta la Puerta Portuense. Desde allí nos quedaba una corta distancia, pasando frente al santuario de los dioses sirios, lo cual nos puso de un humor raro y, después, frente al santuario de Hércules.

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