¡A los leones! (22 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una zona próxima al altar exterior dedicado a Juno se había convertido en un pequeño jardín para los gansos sagrados. Éstos tenían una buena vista del Foro, por encima del tejado de la cárcel Mamertina, aunque el recinto en que se hallaban era bastante rocoso e inhóspito.

El custodio era un esclavo público, un anciano de barba afilada y patizambo que, evidentemente, no había sido elegido por su amor a las criaturas aladas. Cada vez que un ganso se acercaba demasiado, él exclamaba: «¡Zorras! ¡Zorras!».

—Es un lugar terrible para ellos —confirmó al advertir mi cortés preocupación. Se cobijó en una choza al pie de un pino enano. Para ser un hombre con fácil acceso a las tortillas de huevos de ganso, por no hablar del esporádico muslo asado, andaba extrañamente escaso de peso. Sin embargo, en eso igualaba a sus delgados protegidos—. Deberían tener una charca o un río y hierbas que arrancar. Yo bajo y las reúno con el bastón… —dijo, y lo agitó sin fuerza. Era un palo astillado que yo no arrojaría a mi perra—. A veces vuelven con unas cuantas plumas de menos pero, por lo general, nadie los molesta.

—¿Por respeto a su carácter sagrado?

—No. Porque te pueden dar un picotazo de mucho cuidado.

Me di cuenta de que, pese a que había granos esparcidos en una amplia zona de terreno, los gansos se alimentaban de un montón de matojos de hierba amarillenta. Interesante. Limpió la bota en parte de la hierba que se le había pegado.

—Tengo que hablarte de tu suministro de grano.

—¡No tengo nada que ver con eso! —refunfuñó el custodio.

—¿No sabes nada de los sacos de grano semanales?

—No hago más que decirles que no queremos tanto.

—¿A quién se lo dices?

—A los carreteros.

—¿Y qué hacen ellos?

—Se lo llevan de vuelta al granero, supongo.

—¿Los gansos no comen grano?

—Bueno, si se lo echo, lo prueban. Pero prefieren la hierba.

—¿Y de dónde traen esa hierba?

—De los jardines del César; me traen la que cortan. Alivia la carga, porque tienen que llevar los desechos fuera de la ciudad. Y algunos de los herbolarios que tienen tenderetes en el mercado me traen lo que queda sin vender cuando empieza a pasarse, en lugar de llevárselo de vuelta a casa.

Era un ejemplo clásico de burocracia. Algún funcionario creía que los gansos sagrados requerían un abundante suministro de grano porque sus predecesores les habían dejado una nota de que así era, y nadie había consultado nunca con el custodio de las aves para confirmar cuánto se necesitaba. Probablemente, el hombre se quejaba a los carreteros, pero éstos no sabían qué hacer. No tenían ocasión de trasmitir el mensaje a los suministradores del granero de los Galba. A los suministradores los pagaba la Tesorería del Estado, de modo que seguían enviando los sacos. Si se hubiera dado con el funcionario que dio la primera orden, el asunto podría remediarse, pero nunca se le había ocurrido a nadie buscarlo.

—¿Cuál es, pues, la razón de darles grano?

—Si se puede repartir grano a los pobres, también lo pueden recibir los gansos de Juno. Ellos salvaron a Roma. La ciudad demuestra su gratitud.

—¿Cómo? ¿Cien mil pelagatos reciben certificado para recibir cereales gratis… y uno de los envíos se libra regularmente a los sagrados graznadores? Y supongo que deben de ser del mejor trigo, candeal, ¿no es cierto?

—No, no —me tranquilizó el anciano cuidador, que era lento en apreciar la ironía.

—¿Y esto se ha mantenido durante quinientos años?

—Toda mi vida —asintió el custodio con aire santurrón.

—¿Es posible que los carreteros se lleven los sacos que tú rechazas y vendan su contenido a bajo precio? —pregunté con cautela, porque el resfriado me estaba dejando ya sin fuerzas.

—¡Oh, dioses! A mí no me preguntes —replicó el custodio—. Yo estoy aquí metido todo el día, hablando con esas aves.

Le dije que no quería preocuparlo, pero que tenía que tomarse en serio el asunto porque los sacos de aquel día podían haber sido manipulados. Podían haber terminado con un montón de plumas de almohadón. Cuando mencioné el avestruz muerto, el hombre reaccionó finalmente.

—¡Avestruces! —Aquello le provocó un acceso de cólera—. Esos pajarracos comerían cualquier cosa, ¿sabes? Les gusta tragar piedras.

En aquel momento, por comparación, el hombre parecía apreciar a sus gansos.

—Los avestruces no rechazan el grano y parece que también lo reciben —dije brevemente—. Mira, esto es serio. Primero, será mejor recoger lo que les has echado hoy y, a continuación, no vuelvas a dárselo a los gansos a menos que hayas probado el saco con alguna otra ave que no sea sagrada.

Costó un poco convencerlo, pero la amenaza de perder su cargo dio resultado al final. Até a
Nux
a un árbol, al que acudieron los gansos con intención de molestarla, y el custodio y yo dedicamos media hora a recoger con cuidado, de rodillas, todos los granos de trigo que vimos.

—¿Y qué significa esto? —me preguntó cuando, por fin, nos incorporamos y enderezamos las espaldas doloridas.

—Es parte de una guerra a muerte entre los dueños de los negocios que suministran animales salvajes al circo. Si su estupidez los ha llevado tan cerca de los gansos sagrados, es preciso poner fin a esto ahora mismo. Tengo que averiguar cómo y cuándo dejó el carro del granero ese saco que acabó con el avestruz…

—¡Ah, eso te lo puedo contar yo!

—¿Y eso?

—Los carreteros se detienen siempre en la taberna que hay al pie de la colina y echan un trago para calentarse antes de seguir su camino. En invierno, toman ese trago en el interior. Cualquiera que conozca sus costumbres podría entrar y preguntar discretamente si sobraba algún saco en el carro. Por supuesto, sería arriesgado; los sacos van marcados, y allí dice bien claro que son para los gansos. Lo que acaba de ocurrir debe haber sido un suceso aislado.

—¿Eso supones?

Para mí que los avestruces de Calíopo llevaban alimentándose barato con el grano sagrado desde hacía más tiempo de lo que el custodio quería hacerme pensar. Era posible (de hecho, era la solución más plausible) que aquel anciano parlanchín se llevara una buena tajada en el asunto del saco de grano. Probablemente era una gabela tradicional del cargo. Si informaba de ello podía ponerlo en un grave apuro… pero no tenía intención de acosarlo.

—Gracias por tu colaboración.

—Tendré que presentar un informe y decir que los gansos han estado a punto de ser envenenados hoy.

—No lo hagas o todos tendremos que perder muchísimo tiempo con el asunto.

—¿Y tú cómo te llamas? —insistió el anciano.

—Didio Falco. Trabajo para el emperador. Yo me encargaré de todo, confía en mí. Me propongo interrogar al hombre que está tras el envenenamiento. No debería volver a pasar, pero permíteme un consejo: si no quieres todos los sacos, pide a tus superiores que reduzcan el envío oficial. De lo contrario, algún día, un auditor entremetido con modales menos educados que los míos armará un escándalo.

Los envíos de grano indeseados al Capitolio debían de venir produciéndose desde que había registros. Tal vez se descubriera una de las organizaciones de suministros clandestinos más históricas del imperio. Vespasiano estaría orgulloso de mí. Por otra parte, los avestruces para el entretenimiento del público iban a estar bastante flacos. Nuestro nuevo emperador quería ser popular; quizá preferiría que yo pasara por alto los sacos robados y mantuviese a las aves exóticas bien alimentadas y en buena forma.

Cogí a
Nux
por su propia seguridad. Cuando me marché, el custodio seguía murmurando de su deber de informar a diversos funcionarios de que los preciados gansos se habían librado del desastre. Imaginé que lo hacía por quedar bien. El hombre ya debía de entender que era mejor guardar silencio.

Cuando se dio cuenta de que había dejado de prestarle atención, el hombre volvió a sus tareas normales. Mientras caminaba colina abajo hacia la esquina del Foro, lo oí burlarse de las aves sagradas con una afectuosa exclamación: «¡Asados en salsa verde!».

Fue entonces cuando me di cuenta de que, mientras la perdía de vista unos instantes,
Nux
había aprovechado para revolcarse en los desagradables excrementos de ganso.

XXVII

Helena Justina me puso en la frente una mano deliciosamente fría y me dijo que, desde luego, no iba a salir otra vez. Llevó a la niña a otra habitación y se dispuso a cuidar de mí. Aquello podía ser divertido. Me había visto vapuleado por malhechores en muchas ocasiones, pero en los tres años transcurridos desde nuestro primer encuentro no había sufrido, probablemente, un catarro como aquél.

—Te dije que te secaras el pelo como es debido antes de salir de los baños.

—No tiene nada que ver con el pelo mojado.

—Y esa rozadura horrible en el brazo… Es probable que tengas fiebre.

—Entonces, necesitaré atenciones —sugerí con un tono de esperanza.

—¿Descanso en cama? —preguntó Helena con aire bastante burlón. Sus ojos tenían el brillo de una muchacha que sabe que su amado está rindiéndose y a punto de caer en su poder.

—¿Y masaje? —supliqué.

—Demasiado suave. Te prepararé algo más fuerte: una buena purga de áloe.

Sólo estaba bromeando. Helena podía ver que yo no fingía. Con ternura, me preparó el almuerzo y me puso los bocados más deliciosos. Me calentó vino y me quitó las botas para reemplazarlas por unas zapatillas. Después me preparó un cuenco humeante de esencia de pino para inhalar sus vapores bajo un lienzo. Envió un mensaje a la Saepta informando a Anácrites de que me había retirado, enfermo, y que estaba en casa. Enseguida, como un chiquillo que tuviera un inesperado día libre en la escuela, me sentí mejor.

—No podrás salir a cenar esta noche.

—Tengo que ir.

Mientras me comportaba como un paciente dócil bajo el lienzo, le conté a Helena el asunto del avestruz muerto y de los gansos sagrados.

—¡Eso es terrible! Imagina el revuelo que se organizaría si los envenenados hubieran sido los gansos. Marco, si algo no necesita Vespasiano en este momento es que la imaginación del pueblo se soliviante por un mal presagio.

Por lo que había llegado a mis oídos, el propio Vespasiano era bastante supersticioso. Tenía que ver con que había nacido en el campo. Asomé la cabeza y fui obligado a seguir inhalando bajo el lienzo.

—No te preocupes —dije entre toses cuando me envolvió el calor aromático—. He advertido al custodio de los gansos que mantenga la boca cerrada.

—Sigue respirando.

«¡Gracias, querida!», pensé.

—No es preciso que Vespasiano se entere.

—Pero alguien debería enfrentarse a Saturnino. —Helena lo dijo con tono enérgico—. Seguro que detrás del envenenamiento de los sacos de grano está él, como venganza porque Calíopo ha soltado al leopardo.

—Matar los gansos de Juno no sirve a los intereses de nadie.

—Es cierto. Por eso la amenaza de una atención imperial indeseada podría ayudar a enfriar la disputa. Esta noche iré a cenar con Saturnino y lo pondré sobre aviso.

—O vamos los dos… o rompemos nuestra relación —repliqué.

—De acuerdo, pero hablo yo. —Durante mi vida eran las mujeres las que decían saber lo que me convenía hacer y ahora Helena me salía con éstas.

Me acomodé lo mejor que pude a la postura en que me hallaba, encorvado sobre la palangana. Por una vez agradecí no tener que llevar yo este control. Podía confiar en que Helena diría lo correcto y haría las preguntas adecuadas.

Aburrido, asomé la cabeza para tomar aire fresco y enseguida deseé ocultarme otra vez. Teníamos un visitante; Esmaracto estaba allí pendiente de si volvía a casa para el almuerzo. El que me hubiera concedido el tiempo suficiente para comer y para relajarme era un aviso de que su misión debía de ser seria.

—Aquí hay un olor raro, ¿verdad, Falco?

A Esmaracto ya se le había subido a la nariz un tufillo a excrementos de ganso en los que
Nux
se había revolcado.

—Pues sí. Apesta a algo que el casero debería ocuparse de eliminar… o es el olor del propio casero. ¿Qué quieres, Esmaracto? Sé breve, te lo ruego; estoy enfermo.

—Dicen que tienes algo que ver en la apertura del nuevo anfiteatro.

Me soné la nariz y guardé silencio.

Esmaracto se inclinó con ganas de congraciarse conmigo. Esta vez sí que me sentí a punto de vomitar.

—Me pregunto si habría alguna posibilidad de que hicieras algún comentario favorable sobre mí, Falco…

—¡Por el Olimpo! Debo de estar delirando.

—No, lo has oído muy bien.

Me disponía a responder a Esmaracto que, por mí, podía saltar al Tíber calzado con botas de suelas de plomo, pero se impuso la lealtad a Lenia. O, al menos, el deseo de quitármela de encima.

—Sería un placer. —Por fortuna, sonó como si mi voz vacilara debido a la irritación de garganta y no a la resistencia a pronunciar palabras tan amables—. Hagamos un trato, Esmaracto. Firma la devolución de la dote, divórciate de Lenia y veremos qué puedo hacer. De lo contrario, ya sabes cuál es mi postura: como viejo amigo de Lenia, he prometido ayudarla a resolver sus asuntos. Si hiciera más por ti que por ella, Lenia no me lo perdonaría nunca.

—¡Antes la veré en el Hades! —Esmaracto estaba furioso.

—Te dibujaré un mapa de cómo encontrar la laguna Estigia. La decisión está en tus manos. Tu empresa apenas cuenta en la lista de proveedores para la ceremonia de apertura. Tu escuela de gladiadores se debate en…

—¡Sólo lucha por expandirse, Falco!

—Entonces, ten en cuenta mis condiciones. Cuando se inaugure el anfiteatro habrá unos beneficios fabulosos. Pero un hombre debe guiarse por sus principios…

Esmaracto no reconocería un principio aunque anduviera a seis patas y le picara la punta de la nariz.

Metí la cabeza bajo el paño y me perdí en el vapor reconfortante. Escuché un gruñido, pero no lo investigué. Lenia no tardaría en decirme si el hombre había hecho algo, útil o no.

Varios visitantes más intentaron perturbar mi descanso aquella tarde; pero, para entonces, ya me hallaba metido en cama; la perra me calentaba los pies y la puerta de la habitación permanecía bien cerrada. En sueños llegó hasta mí vagamente la voz de Helena que despedía a los intrusos. Me pareció que uno de estos era Anácrites. Después oí la voz de Gayo, mi sobrino, sobornado sin duda para que cuidara de Julia aquella noche mientras estábamos fuera. Otra voz que me pareció oír, y que lamenté más no poder atender, fue la de mi antiguo colega, Petronio, a quien Helena también despidió. Más tarde averigüé que me había traído un poco de vino, su remedio favorito para los mareos… como lo era para cualquier otra cosa. Había médicos que estaban de acuerdo con él. Pero, claro, hay médicos que están de acuerdo con cualquier cosa. Muchos pacientes ya fallecidos podrían decir algo.

Other books

The Bicycle Thief by Franklin W. Dixon
Black Is the Fashion for Dying by Jonathan Latimer
A Soldier's Tale by M. K. Joseph
Fire and Sword by Scarrow, Simon
Heat of the Night by Sylvia Day
Infinite Harmony by Tammy Blackwell
The Green Ticket by March, Samantha