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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (39 page)

BOOK: ¡A los leones!
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—Sabiendo eso, ninguno de los dos querrá volver —dijo Helena con tono irónico.

—Exacto. Se ocultan en Leptis y en Oea, sus ciudades natales. Podría envejecer y encanecer esperando a que ese par de insectos reaparecieran.

—¡Pero no pueden escapar a la justicia, mientras sigan dentro del territorio del imperio!

Scilla movió la cabeza:

—Podría apelar al gobernador de la Tripolitania, pero éste no emprendería acciones más enérgicas de las que ha tomado el emperador. Saturnino y Calíopo son figuras notables, mientras que yo no tengo la menor influencia. ¡Los gobernadores no responden bien a lo que Falco ha denominado «chicas impetuosas»!

—Entonces, ¿qué quieres de Falco?

—Yo no puedo acercarme a esos hombres. Y ellos no aceptarán representantes míos, no querrán hablar con nadie que yo envíe. Tengo que ir tras ellos; tengo que ir a la Tripolitania en persona. Pero son gente violenta, perteneciente a una parte de la sociedad embrutecida y brutal. Además, están rodeados de luchadores profesionales…

—¿Tienes miedo, Scilla? —preguntó Helena.

—Sí, lo reconozco. Ya han amenazado a mis esclavos. Si voy…, y creo que debo hacerlo, me sentiré vulnerable en territorio enemigo. Tener la justicia de mi parte no será ningún consuelo si me hacen daño… o algo peor.

—Marco… —Helena apeló a mí. Yo había guardado silencio mientras me preguntaba por qué me sentiría tan escéptico.

—Puedo escoltarte —dije a Scilla—, ¿pero qué sucederá entonces?

—Búscalos, por favor, y tráemelos para que pueda echarles en cara su crimen.

—Parece una petición razonable —comentó Helena.

—No te recomiendo que armes grandes escándalos —me sentí obligado a advertir a la mujer—. Nunca se ha demostrado (por lo menos, en un tribunal) que alguno de los dos hombres haya cometido un delito.

—¿Estás diciéndome que no puedo plantear una demanda civil, como sugería Helena Justina? —preguntó Scilla quedamente. Su pregunta parecía inocua. Demasiado inofensiva, viniendo de quien venía.

—No digo eso. Estoy seguro de que en Leptis y en Oea podremos encontrar algún abogado dispuesto a plantear que Saturnino y Calíopo te recompensen financieramente por la pérdida de tu futuro esposo a causa de su negligencia.

—Eso es todo lo que quiero —asintió Scilla.

—Muy bien. En ese caso, puedo dar con ellos y citarlos ante un tribunal. El coste será bastante asequible, sentirás que te has puesto en acción y quizá tendrás la oportunidad de ganar el caso. —Tripolitania era una provincia famosa por su tendencia a litigar. A pesar de ello, no me parecía que el asunto fuera a llegar a los tribunales necesariamente. Saturnino y Calíopo podían darle un pago para asegurarse de que la mujer abandonaba la ciudad. Las acusaciones, en mi opinión, no les harían mucho daño, pero podían resultar un inconveniente. Si los lanistas atendían la queja y la muchacha recibía una indemnización, podrían volver a Roma sin problemas—. Una cuestión más, sin embargo. Ha quedado una muerte por resolver, relacionada con todo esto. A Pomponio lo mató el león y a éste, Rúmex. A su vez, Rúmex también murió y su asesino sigue sin ser descubierto. Tengo que preguntarte una cosa: ¿Has tenido tú alguna relación con este asunto?

Scilla me dirigió una mirada gélida. Me sentí como el maestro de música de una joven que, sin darse cuenta, falla una nota después de que ella hubiera completado sus escalas a la perfección.

—Si las circunstancias lo piden, sería capaz de matar a un hombre —respondió con calma—. Pero no lo he hecho nunca, te lo aseguro.

Claro que no. Scilla era hija de un caballero y era absolutamente respetable.

—Bien. —Me sentí ligeramente perplejo.

Era evidente que tendría que aceptar el trabajo. Concertamos, pues, diversos acuerdos sobre financiación, puntos de contacto, etcétera. A continuación, Scilla dijo que se disponía a hacer una ofrenda en un templo y Helena y yo nos despedimos de ella con toda educación. Pero tuve ocasión de ver que el templo al que se encaminaba era el más adecuado para una mujer con el corazón sediento de venganza, aunque fuera una venganza obtenida en los tribunales; era el dedicado a Hécate, la diosa de la noche y de los muertos.

—Se la identifica con Diana —comentó Helena. A ella tampoco se le había escapado a dónde se dirigía mi nueva clienta.

—¿La luna?

—Diosa de la caza más bien, es lo que estaba pensando.

Helena y yo nos quedamos junto al altar de Apolo; aquel refugio de cultura estaba más animado. Capté un leve aroma a carne asada que me estimuló el apetito.

—¿Y bien? ¿Qué opinas?

Una arruga surcó la ancha frente de Helena.

—Hay algo que no cuadra del todo.

—Me alegro de que lo digas. —Scilla me había producido una intensa sensación de desagrado. Estaba demasiado segura de sí misma.

—Quizá sea tanta franqueza —apuntó Helena con su habitual suavidad—. Scilla se quedó frustrada cuando intentó apelar a los vigiles y al emperador. Considera que cometió una injusticia, pero ¿qué remedio existe? La gente que pierde algo en una tragedia se enfurece mucho y se mueve de un sitio para otro buscando una manera de aliviar su impotencia.

—Me parece bien, si acude a mí y me contrata.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Sí, seguro.

Cuando Scilla se refería a la noche en que su amante quiso impresionarla con el espectáculo, yo le había recordado el león muerto y, más tarde, al gladiador muerto cuyo asesinato ni siquiera se había empezado a investigar. Aquello me había despertado sentimientos que había dejado atrás cuando salí de aquel interludio de descanso blanqueado por el sol. Dedicarme a Justino —a su alocada carrera en pos de una fortuna y a las tristes pruebas de su vida amorosa— me había alejado de los días invernales dedicados a auditar los establecimientos de fieras para el circo. Pero el problema no había dejado de perturbarme. Y ahora estábamos allí, en la antigua Cirene griega, enfrentados con las mismas oscuras corrientes ocultas.

—Así pues —comentó Helena, y me dedicó una extraña mirada—, ¿viajarás a Tripolitania?

—Sí. Pero no es necesario que me acompañes.

—¡Claro que te acompañaré! —dijo en tono bastante enérgico—. No he olvidado que la primera vez que nos vimos, Marco Didio, tenías fama de pasar el tiempo con ciertas acróbatas tripolitanas de notoria flexibilidad.

Solté una carcajada. No era la reacción adecuada.

¡Vaya con Helena Justina! Habían pasado tres años desde nuestro primer encuentro y en todo ese tiempo no había vuelto a pensar en la juncal bailarina con la que había salido antes de conocerla a ella. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba la muchacha. Pero Helena, que no había llegado a conocer a la bailarina, todavía albergaba algunos recelos.

La besé. Tampoco era lo adecuado, pero cualquier otra cosa habría sido peor.

—Sí, será mejor que estés ahí para ahuyentarlas —respondí muy acaramelado. Helena alzó el mentón, desafiante, y yo le guiñé un ojo. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Era uno de esos descarados ritos de cortejo que se olvidan cuando uno se siente seguro de alguien.

Demasiado seguro, tal vez. Helena todavía podía producirme la sensación de que mantenía abiertas sus opciones por si decidía que yo no era una buena baza.

Crucé con ella el recinto del templo hasta un punto espectacular donde el agua del manantial de Apolo había sido desviada del nivel superior a una fuente clásica. Sobre el plinto de un esbelto obelisco, inclinado en un ángulo bastante extraño, había un torso masculino desnudo, de pequeñas proporciones. El obelisco estaba instalado sobre un estanque escalonado del que fluía el agua del manantial formando láminas. Helena miró de reojo la columna solitaria, cuyo significado dio la impresión de que se lo tomaba con suspicacia.

—Algún escultor que representaba sus sueños —dijo en son de burla—. Apuesto a que hace reír a su novia.

Debajo del obelisco había un elegante podio semicircular, escoltado por dos magníficos leones de piedra. Las fieras, vueltas la una hacia la otra con sendas muecas amenazadoras y feroces, eran largas de cuerpo y bastante recias de tronco y de patas, con unas cabezas anchas, unos bigotes atractivos y unas melenas rizadas, esculpidas minuciosamente.

Me quedé allí un rato, contemplando a las fieras guardianas, mientras pensaba en Leónidas.

TERCERA PARTE

TRIPOLITANIA, MAYO DEL AÑO 74 D. C.

L

Tripolitania.

De todas las provincias del imperio, la Tripolitania destacaba con mucho sobre las demás por su nobleza. Las tres ciudades de la región tenían una historia de lucha por la independencia que resultaba realmente asombrosa. En mi opinión, lo único que tenían a su favor, aunque fuese remotamente, era el hecho de que sus habitantes no eran griegos.

Tampoco habían sido nunca cartagineses de pura cepa. Esto explicaba su terca actitud; cuando Cartago fue derrotada, ellos prorrumpieron en llanto. Ciertamente, las ciudades fueron fundadas por los fenicios y es posible que fueran recolonizadas en varias ocasiones posteriores desde la propia Cartago; pero, a pesar de todo, las grandes ciudades costeras habían conservado casi intacto su estatus de independencia. Cuando Roma aplastó el poder de Cartago, los de Cirene estuvieron en condiciones de proclamar que habían sido autónomos de Cartago, evitar represalias y sufrir ser arrasadas sus ciudades como lo había sido Cartago. Cartago, en efecto, vio su población convertida en esclava, su religión prohibida, sus campos, sembrados de sal y su aristocracia, confinada al olvido; en cambio, las tres ciudades se declararon inocentes y pidieron inmunidad. La Tripolitania nunca llegó a rendirse formalmente. Nunca fue zona militar. No la había colonizado ningún veterano del ejército. Aunque recibía visitas periódicas de legisladores, carecía de una presencia administrativa regular por parte de la oficina del gobernador del África Proconsular, bajo cuya jurisdicción estaba, en teoría, aquella región.

La Tripolitania, de momento, era púnica y se iba haciendo romana poco a poco. Sus gentes se entregaban, con claros indicios de hacerlo sinceramente, a planificar la ciudad al modo romano, con inscripciones romanas y nombres de calles que pretendían ser romanos. A las tres ciudades las conocía todo el mundo como el conjunto de «los Emporios» y el término dejaba bien clara su definición: centros de comercio internacionales. De ello se deduce que estaban abarrotadas de millonarios de muchas etnias, prósperos y bien vestidos.

Mi grupo era pulcro y civilizado; pero, cuando arribamos a Sabrata, nos sentimos como mendigos harapientos que no pintábamos nada allí.

Debo mencionar dos hechos. El primero, que Sabrata es la única de las tres ciudades que no dispone de puerto. Por eso, cuando digo que «arribamos» me refiero a que nuestra embarcáción varó en la playa inesperadamente a bastante distancia y con gran violencia, con acompañamiento de un espantoso crujido de tablas y maderos. El capitán, que se había hecho muy amigo de mi cuñado Famia, no estaba sobrio ni un solo instante, según descubrimos después de la brusca maniobra.

El segundo hecho que quiero resaltar es que si bien tocamos tierra en Sabrata, yo había dado al capitán órdenes muy precisas de poner rumbo a otra parte.

Me pareció más que evidente que me correspondía a mí tomar las oportunas decisiones. El grupo estaba a mi cargo. Más aún, era yo quien había encontrado el barco en Apolonia, quien lo había armado y fletado y quien había negociado la carga de los espléndidos caballos libios que Famia, de algún modo, había conseguido adquirir para los Verdes. Dado que yo era partidario de los Azules, se trataba de un acto de evidente magnanimidad. Era cierto que Famia había pagado el transporte y que al final, en el capítulo crucial de conseguir la confianza del capitán, habían sido las ánforas de Famia las que habían inclinado la balanza a su favor. Una dura negociación sobre los caballos le permitieron disponer de suficientes fondos de los Verdes y adquirir un número discreto de ánforas.

Famia quería ir a Sabrata porque pensaba que las tribus nómadas llevaban caballos a esta ciudad desde los oasis del desierto.

Había vaciado la Cirenaica, pero seguía comprando. Los Verdes siempre se mostraron derrochadores y, cuantos mas caballos compraba mi cuñado, más órdenes de pago transformaba en dinero en metálico, lo cual le dejaba bastante margen para vino.

La tribu más importante del interior era la de los garamantes, cuya derrota a manos del comandante romano Valerio Festo ya habíamos tratado Quinto y yo cuando creímos que nos habían capturado. En vista de lo recentísimo de esta derrota, era probable que hubieran dejado de comerciar, al menos temporalmente. Con todo, las caravanas todavía pasaban por el gran oasis de Cidame camino de Sabrata, cargadas de oro, rubíes, marfil, paños, pieles, tintes, mármoles, maderas preciosas y esclavos, por no hablar de los animales exóticos. El emblema comercial de la ciudad era un elefante.

Yo iba detrás de unos hombres que comerciaban con animales salvajes, pero entre éstos no se contaban los elefantes, gracias a los dioses.

—Famia —le había dicho yo en Apolonia, hablándole despacio y apaciblemente, para no ofender ni confundir al bastardo borracho de mi cuñado—. Tengo que ir a Oea y a Leptis. Cualquiera de las dos me sirve, para empezar; aunque primero me gustaría tocar tierra en Leptis. Sabrata es el lugar que nos podemos saltar.

—Muy bien, Marco —había replicado Famia, sonriendo con esa mueca irritante que emplean los borrachos cuando van a olvidar todo lo que uno les ha dicho. Tan pronto como le volví la espalda, el evasivo y descarriado comprador de caballos había empezado a confraternizar con el capitán, un cerdo que resultó ser tan despreciable como mi cuñado.

Cuando la embarcación varó en la arena de Sabrata y noté una fuerte sacudida, asomé la cabeza por la cubierta inferior; donde había permanecido hecho una piltrafa debido al mareo. Tuve que agarrarme las manos para reprimir el impulso de cerrarlas en torno al cuello de mi cuñado. Finalmente, pude saber por qué el viaje me había parecido interminable. La travesía tenía que haber terminado días antes.

Cualquier intento de protestar era absolutamente inútil. Para entonces ya me había dado cuenta de que Famia flotaba en un estado de ebriedad incurable y que nunca llegaba a estar totalmente sobrio. Su ingestión diaria lo impulsaba al desenfreno o a la depresión, pero nunca llegaba a estar del todo en el mundo real. Si yo le daba de beber hasta que perdiera el sentido, como deseaba hacer, cuando regresáramos a Roma Famia me acusaría ante mi hermana y Maya acabaría por aborrecerme.

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