¡A los leones! (42 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
5.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y su economía, señor? Yo pensaba que se basaban en el comercio…

—Bien, tienen que producir comida, pero, además, Leptis y Oea pretenden fomentar una industria olivarera. Toda el África Proconsular es un gran cesto de grano, como sin duda sabrás. He oído que, según los cálculos, África provee de un tercio del trigo que necesitamos en Roma. Esta zona no es tan adecuada para la producción de cereales, pero los olivos se dan bien y requieren poco esfuerzo. Veo una época en que la Tripolitania superará a las mejores provincias tradicionales: Grecia, Italia, la Betica…

—¿Y dónde están esos olivos?

—En el interior muchos de ellos. Los naturales tienen un sistema de irrigación muy refinado y he calculado en un millar o más las fincas totalmente dedicadas a la producción de aceite; casi no hay viviendas, sólo enormes instalaciones de prensado. Pero, como digo, no hay suficiente tierra, incluso con la cuidadosa gestión de recursos. De ahí la guerra.

—Oea y Leptis se pelearon en su día y Oea recurrió a las tribus, dice… ¿Fue eso lo que llevó a Valerio Festo a perseguir a los garamantes hasta el desierto?

—Un movimiento muy útil. Así sabrán quién manda en el imperio. No queremos tener que instalar una presencia militar demasiado al sur, puramente para controlar a los nómadas de las dunas de arena. Inmoviliza demasiadas tropas. Es una pérdida de dinero y un esfuerzo inútil.

—Desde luego.

—Respecto a tus comerciantes de animales salvajes, su problema tiene que ver, probablemente, con la hambruna. Las familias que tienen poco terreno para producir lo que ambicionan se dedican a cazar animales para complementar sus ingresos.

—Creo que les gusta la caza y son muy hábiles en ella. Lo que los impulsa ahora mismo es la oportunidad de conseguir unos beneficios enormes cuando se abra el nuevo anfiteatro.

—Exacto —asintió Rutilio—. Pero es un asunto a largo plazo. El anfiteatro Flavio tiene un plazo de construcción de… ¿cuánto?, ¿diez años? He visto los planos y los dibujos. Si se acaba, será una maravilla, pero la preparación y colocación del empedrado de la vía Tiburtina llevará tiempo.

—Han tenido que construir toda una nueva carretera que resista el peso de los carromatos que traen el mármol.

— Ésta es la cuestión. Una de las nuevas maravillas del mundo no se construye de la noche a la mañana. Aunque los suministradores de fieras esperan hacer una fortuna, su negocio es muy caro de mantener y, dado que la arena del Estatilio Tauro se incendió, ésta es una de las pocas perspectivas prometedoras. Capturar los animales, mantenerlos, embarcarlos… Todo es difícil y tremendamente caro. Quieren mantener en pleno funcionamiento sus organizaciones porque el año que se inaugure el nuevo anfiteatro se trabajará sin parar. Pero te aseguro que todos tus compañeros están empeñados hasta las cejas y no tienen la mínima esperanza de equilibrar su presupuesto en mucho tiempo.

—¡Pues no les va demasiado mal! —Rutilio ignoraba que yo había visto sus declaraciones de Hacienda—. ¿Sabe usted a qué hombres me refiero, señor?

—Creo que sí. Seguro que he conocido y saludado a toda la gente importante de la provincia.

—Por no hablar de todos los peces chicos que se creen grandes…

—Está claro que sabes cómo funciona el gobierno.

—Es un hecho conocido que Vespasiano me utiliza como diplomático eventual.

—Lo sé —respondió Rutilio tras una pausa. Así pues, lo habían puesto al corriente de quién era yo. Resultaba curioso.

—Y he trabajado en el censo —añadí.

Él fingió que tragaba saliva.

—¡Ah, eres ese Falco, entonces! —Yo estaba seguro de que ya lo sabía—. Espero que no estés aquí para investigarme…

—¿Por qué? —le respondí—. ¿Tiene algo en su conciencia, señor?

Rutilio dejó sin contestación una pregunta tan personal, dando a entender que era inocente.

—¿Es así cómo trabajabas, ofreciendo a la gente la oportunidad de quedar limpio, a cambio de un buen trato?

—En último término. Tuvimos que apretar las tuercas a unos cuantos sujetos pero, una vez corrió la voz, la mayoría prefirió negociar un acuerdo antes incluso de empezar. Estos importadores de animales tripolitanos formaron nuestro primer grupo de casos.

—¿A quién más te refieres con ese «nuestro»?

—Trabajaba con un socio.

No dije más y reflexioné sobre lo agradable que resultaba no tener que pensar en Anácrites.

Entonces, Rutilio, cuyos conocimientos ya me habían sorprendido, dijo algo aún más curioso:

—Alguien más me ha preguntado por los importadores de fieras, recientemente.

—¿Quién?

—Supongo que lo conoces, ya que lo has mencionado.

—Me he perdido…

—La primera vez que hablamos, me preguntaste si me llamaba Romano.

—Alguien de Oea mencionó el nombre. ¿Ha conocido usted a esa persona?

—Una vez. Me pidió una entrevista.

—¿Quién es? ¿Qué aspecto tiene?

Rutilio frunció el entrecejo:

—En realidad no se explicó y no supe muy bien qué pensar de él.

—¿Y qué cuenta ese hombre?

—Bueno, ahí está lo más extraño. Cuando me fui, me di cuenta de que, en realidad, no llegó a exponerme de qué se trataba. Se presentó en mi despacho con un aire autoritario; y sólo quería saber qué podía decirle de un grupo de lanistas que despertaba interés.

—¿Interés por parte de quién?

—No llegó a decírmelo. Tuve la sensación de que el hombre era una especie de informador comercial.

—Entonces, ¿sus preguntas eran concretas?

—No. De hecho, no acabé de entender por qué me había tomado la molestia de hablar con él. Al final, le di un par de direcciones y me lo quité de encima.

—¿Qué direcciones fueron ésas?

—Dado que en ese momento estábamos en Leptis, una de ellas era la de tu colega, Saturnino.

Todo aquello sonaba sospechosamente a la actuación de algún agente de Hanno. Podía explicar perfectamente por qué Hanno había acudido a Leptis «por negocios», como había dicho Mirra. La mujer había mencionado la determinación de las lindes, pero Hanno quizá quería explorar a aquel nuevo provocador. Si suponía que Hanno había trazado el plan para atraer a Calíopo a Leptis mediante alguna excusa legal inventada, ¿lo hacía para intentar un arreglo de cuentas definitivo con ambos rivales?

Fuera cual fuese la verdad, el deseo de Scilla de reunirse a la vez con los dos hombres se cumpliría ahora… y el propio Hanno estaría también a mano. Ciertamente, parecía que Leptis iba a ser el centro de la acción.

—¿Y ha vuelto a ver a ese Romano? —pregunté a Rutilio.

—No. Aunque me gustaría, debido a la misión que traigo de Vespasiano. Cuando se marchó, uno de mis escribientes me dijo que el hombre había preguntado si sabían algo de ti.

LIV

Leptis Magna tenía un buen puerto. Cuando atracamos en él en nuestro viaje desde Oea, pasamos junto al promontorio que se levanta cerca del bello emplazamiento del centro cívico; después habíamos virado hacia un estadio que pudimos distinguir casi al borde del agua, para retroceder luego ligeramente hacia el puerto en una limpia maniobra. La bocana del puerto parecía un poco angosta; pero, una vez que maniobramos debidamente, nos encontramos en una laguna, en la desembocadura de un río estacional, protegida por diversas islas rocosas. Algún día, alguien con mucho dinero se decidiría a proveerlo de espigones protectores, muelles y, quizás, un faro, aunque sería un proyecto de gran envergadura y costará imaginar qué clase de chiflado influyente considerará que merece la pena embarcarse en tan ardua empresa.

Las cosas no podían presentarse mejor: quería entrevistar a Idíbal y, como éste esperaba la llegada de su padre, lo encontré en el embarcadero, donde se hallaba pendiente de las naves que arribaban. Me habían dicho que estaba en Leptis, aunque él no me esperaba. Bajé la escalerilla y conseguí llevarlo a una taberna sin darle tiempo siquiera a recordar quién era yo.

Rutilio Gálico llevaría a Helena y al resto de mi grupo a la magnífica casa en la que vivía. Aquélla era una de las grandes ventajas de tener una novia cuyo padre era senador; cada vez que conociamos a otro senador fuera de Roma, éste se sentía obligado a mostrarse cortés por si Camilo Vero era un personaje con el que había que estar a bien. El padre de Helena, ciertamente, conocía a Vespasiano y hacer referencia a este detalle siempre resultaba útil si necesitábamos ayuda, sobre todo en una ciudad extraña en la que temía vernos involucrados en una situación peligrosa.

—En vista de tu relación con los gansos sagrados, me siento encantado de ofrecerte hospitalidad y protección.

Rutilio debía de estar de broma; sonreí como si supiera perfectamente a qué se refería con lo de las aves del Capitolio y, a continuación, le dejé que dispusiera el transporte de nuestro equipaje mientras yo trataba con el bestiario.

Idíbal era tal como lo recordaba, fuerte, joven, bien proporcionado, aunque, por supuesto, no llevaba el torso descubierto ni los correajes de gladiador; en su lugar lucía una túnica de mangas largas y colores brillantes, de estilo Áfricano, y un casquete redondo. Ahora que era un hombre libre, se había adornado con brazaletes y otros adornos. Tenía aspecto de estar muy sano. Mostró una ligera inquietud ante nuestro nuevo encuentro, aunque no tanta como debería y mucha menos de la que iba a experimentar cuando lo abordara.

—Falco —le recordé cortésmente. Sabía que, a diferencia de su padre y de su tía, el muchacho entendía y hablaba latín; la siguiente generación, los hijos de Idíbal, ya viviría en Roma probablemente. Bien, lo harían a menos que el padre terminase con una sentencia a la pena capital como consecuencia de lo que íbamos a hablar a continuación—. He visto a tu padre un par de veces, desde que tú y yo nos vimos en Roma. Y a tu tía, también.

Sobre esta base, fingimos ser dos despreocupados conocidos de encuentros fortuitos. Lo invité a una copa, una sola; yo estaba metido en mi papel de informador. Tomamos asiento fuera y contemplamos el espectáculo del mar azul. Idíbal debía de haber percibido que estaba metido en problemas; dejó intacta su jarra y se limitó a hacerla girar sobre la mesa con gesto nervioso. Contuvo el impulso de preguntarme qué quería de él y lo dejé en la duda durante largo rato.

—Podemos hacer esto por las buenas —le dije de repente—, o puedo ordenar que te detengan.

Al joven le pasó por la cabeza levantarse de un salto e intentar la huida. Permanecí inmóvil. Idíbal sería sensato. No tenía dónde ir. Su padre estaba ausente, pues había tenido que quedarse en Leptis. Yo dudaba de que el joven conociera bien la ciudad. ¿Dónde iba a esconderse? Además, no tenía idea de cuál era la acusación que le hacía. Por lo que podía deducir, todo aquello era un error incomprensible y tenía que tomárselo a broma.

—¿Bajo qué acusación? —se decidió a gruñir.

—Rúmex fue asesinado la noche antes de que huyeras con la amable ayuda de tu tía.

Idíbal reaccionó al instante con una risita sofocada, casi para sí. Puso cara de alivio.

—¿Rúmex? Sí, he oído hablar mucho de él; era famoso. No llegué a conocerlo personalmente.

—Los dos trabajabais en el circo.

—Para diferentes lanistas… y en diferentes especialidades. Los cazadores de las
venationes
y los gladiadores no se relacionan entre ellos.

Me miró. Le devolví la mirada con una actitud serena en la que quería transmitir que tenía una mentalidad muy abierta.

—Calíopo viene a Leptis, ¿lo sabías?

Para Idíbal era la primera noticia.

—¿Quién es Romano? —pregunté.

—No he oído hablar de él. —Parecía sincero. Si ese tal Romano trabajaba para su padre, Hanno debería de haberse reservado para sí los planes que hubiera urdido.

—En esta ciudad no estás seguro —le advertí. Por excelente que fuera Idíbal con la lanza de caza, corría un grave riesgo de verse rodeado por sus enemigos en su propia tierra. Es de suponer que Saturnino tenía tan buenas razones como Calíopo para volverse contra él—. Idíbal —le dije—, sé que estabas en Roma para provocar follones entre los rivales de tu padre. Imagino que ninguno de ellos se dio cuenta de lo que hacías. Apuesto a que ni siquiera saben que eres hijo de Hanno, o que éste está destruyéndolos silenciosamente mientras ellos luchan entre sí.

—¿Piensas informarles? —inquirió Idíbal con ademán desafiante.

—Sólo quiero averiguar lo sucedido. Tengo un cliente con un interés especial en el asunto, aunque tal vez no tanto en lo que tú hicieras. Así pues, dime hasta dónde llega tu participación.

—Hasta ninguna parte; yo no sé nada.

—Estúpido. —Apuré mi copa con ademán brusco y dejé la jarra dando un fuerte golpe sobre la mesa.

La brusquedad de mi actitud lo inquietó.

—¿Qué quieres saber?

El joven era duro, en ciertos aspectos, pero inexperto en pasar un interrogatorio. Los tipos con padres conocidos y muy ricos no tenían que soportar que la guardia local los detuviera y los registrase. En el Aventino no habría durado una hora. No había aprendido a echar faroles y mucho menos a mentir.

—¿Provocaste a Calíopo a cometer varios actos de sabotaje? Supongo que a Saturnino no era preciso que lo adoctrinases; se limitaría a responder a la estupidez del otro. ¿Cuándo empezó todo?

—Tan pronto como firmé el contrato. Unos seis meses antes de que tú y yo nos conociéramos.

—¿Cómo lo hiciste?

—Cuando Calíopo refunfuñaba contra Saturnino, lo cual hacía a menudo, le sugería la manera de devolverle las afrentas. Emborrachar a sus hombres justamente antes de los combates, por ejemplo, enviar regalos a sus gladiadores, presuntamente remitidos por mujeres… y luego informar de que los objetos habían sido robados. Los vigiles registraban los locales de Saturnino; después, nos retiramos y no quedaba nadie que mantuviera los cargos. La maniobra no producía ningún daño; sólo causaba inconvenientes.

—¡Sobre todo a los vigiles!

— ¡Ah, eso! ¿Y a quién le importan los vigiles?

—A ti deberían importarte si eres un hombre honrado.

Mi comentario había sido excesivamente piadoso, pero causó la preocupación de Idíbal.

—¿Qué más? —le presioné.

—Cuando las cosas fueron a mayores, un grupo de nosotros un día nos acercamos a las jaulas de Saturnino y soltamos el leopardo…

—Y, en respuesta, envenenaron el avestruz, después de lo cual se produjo el asesinato de Rúmex. Un golpe para Saturnino, otro para Calíopo… Y si uno tiene presentes todos los demás incidentes —continué—, el dedo de la sospecha te apunta también como autor de la muerte de Rúmex. Pero el verdadero problema empezó con la muerte del león. ¿Estás implicado en lo que sucedió con Leónidas?

Other books

Lazy Days by Clay, Verna
Wanting by Calle J. Brookes
The Underground City by Anne Forbes
Duskfall by Christopher B. Husberg
Dangerous Intentions by Lavelle, Dori
Eclipsed by Midnight by Kristina Canady
The Will of the Empress by Tamora Pierce