—No, señor; yo firmaré ese informe y el emperador supondrá que es mío. —Para un hombre como Rutilio, aquello no mejoraba un ápice el asunto. Yo formaba parte del populacho del Aventino, un material difícilmente homologable para el gabinete interior del emperador.
—¿Haces sugerencias de este tipo cada vez que viajas lejos de Roma?
—Cuando parece recomendable hacerlo.
—¿Y siempre se lleva a cabo lo que sugieres?
—¡Oh, no! —me eché a reír y lo tranquilicé bromeando que el mundo que conocía no se había vuelto del revés—. Ya sabe lo que sucede en el Palatino, señor: el rollo, sencillamente, se extravía. Pero tal vez dentro de veinte años alguno de los asuntos que Helena considera importantes aparecerá en cabeza de la agenda de algún secretariado escaso de trabajo.
Rutilio movió la cabeza con incredulidad.
Habíamos llegado al estadio. Se extendía paralelo a la costa, barrido por una fresca brisa marina, y ocupaba uno de los mejores emplazamientos deseables. Parecía una buena pista y, claramente, era muy utilizada.
Cruzamos la pista a paso lento. En aquel momento, el sol del atardecer y el rumor de las olas a nuestra espalda proporcionaban un aire tranquilizador al lugar, aunque cuando toda la ciudad acudía allí y llenaba las hileras de asientos, la atmósfera era completamente distinta.
—Mañana, en el anfiteatro, en ese espectáculo que debo supervisar… —Rutilio hizo una pausa.
—El espectáculo que se te ha adjudicado —apunté con una sonrisa irónica.
—¡Y que tendré el honor de presidir! —añadió él con un suspiro—. La cosa es que, bajo mis auspicios, se presenta un programa de gladiadores por parejas. Por lo que he podido ver, nada excepcional. El espectáculo irá precedido de la ejecución de un criminal, un blasfemo medio tonto que encontrará su merecido al ser arrojado a las fieras.
—¿Una pena capital? Algo así precisaría de la aprobación del gobernador, ¿no es así, señor?
—El caso provocó cierta crisis. Me encargaron la investigación y no es preciso comentar que ejerzo la representación del gobernador mientras me encuentre aquí. Todo ha estallado esta mañana y, junto a la determinación de las lindes, ha estado a punto de causar una revuelta. Ya tenemos demasiadas personas de ciudades rivales en nuestras calles en este momento y las cosas podrían ponerse feas mañana.
—¿Y cuál es el delito que se ha cometido?
—Algo totalmente inaceptable. Un tipo que estaba de paso se emborrachó hasta caer dormido y, al despertar en el foro, se puso a insultar a los dioses locales. Algo terriblemente embarazoso. Hubo intentos de acallarlo pero entonces empezó a maldecir a Aníbal y a todos sus descendientes a voz en grito. Lo golpearon en la cabeza, fue rescatado de manos de la plebe y lo condujeron a rastras ante el agente de la autoridad más próximo… y así me he encontrado en ese desafortunado papel. Era una prueba, desde luego: se discutía la actitud de Roma frente al elemento púnico. Me dije que no tenía elección. Por eso, mañana habrá cena para los leones.
—¿Le han proporcionado ya algún animal?
—Casualmente Saturnino tiene uno —respondió Rutilio.
—Será mejor que prevenga a Helena.
—¿No te gusta? A mí, tampoco. Pídele a Helena que cierre los ojos y aguante, si quiere. Estará sentada entre mi gente, a vista de todo el público; las cosas tienen que hacerse como es debido. Dicen que, si el animal es feroz, el asunto es rápido.
Habíamos llegado a un pórtico cubierto que unía el estadio y el circo. Empezaba a oscurecer pero nos arriesgamos a cruzar a buen paso un pasadizo de altos arcos. Probablemente estaba pensado para uso exclusivo de peatones, aunque ofrecía posibilidades para acuerdos y arreglos comerciales utilizando intermediarios. El alcance y el emplazamiento de aquellas transacciones sugería que la gente de Leptis tenía un amor sofisticado por el espectáculo y que exigía un alto nivel en el mismo.
Cuando salimos al anfiteatro, una grácil elipse tallada en la ladera de la colina, encontramos obreros empeñados en su trabajo de consolidar y nivelar la arena blanca de la pista. Al día siguiente, los prístinos resultados de sus atentos cuidados serían violentamente borrados y empapados en sangre. Tras echar una mirada, consulté a Rutilio; luego, empezamos a subir las filas de asientos y desde lo alto de las gradas, alguien mencionó mi nombre:
—¿Quién es ése, Falco?
—¡Maravilloso! Es Camilo Justino, el hermano menor de Helena. Ha estado buscando el jardín de las Hespérides para impresionar a su amada… Esperaba que pudiera alcanzarnos a tiempo.
—He oído hablar de él —apuntó Rutilio con un resoplido, mientras apresurábamos la ascensión—. ¿No te había causado problemas su fuga con una joven?
—Quizá se le habría tolerado que raptara a la chica, señor, pero huyó con el dinero de ella, además. Y tenía mucho. Ahora, me lo llevo a Roma para que le den unos buenos azotes.
—Excelente.
Tras haber adoptado una actitud ceremoniosa propicia, el enviado de Roma me acompañó, muy amistoso, a recibir a Justino.
Encontramos un camino que nos devolvía a la ciudad a lo largo de la cresta de las dunas, para evitar la playa. Las primeras estrellas Áfricanas desconocidas para mí titilaban sobre nuestras cabezas mientras avanzábamos, intercambiando noticias.
—¿Va todo bien con Claudia?
—¿Por qué iba a ser de otro modo? —Quinto tuvo la amabilidad de sonreír—. Hoy he visto en la laguna el transporte de caballos de Famia, pero ni rastro de él.
—Estará en alguna taberna. Bueno, parece que estamos todos a punto para zarpar rumbo a casa…
Acaricié por un instante la idea de olvidar los juegos, encontrar a Famia y largarnos inmediatamente. Estaba impaciente por ver Roma otra vez. El primer aniversario de Julia debía celebrarse en casa. Y, de todos modos, ¿por qué teníamos que quedarnos? Ya no tenía ninguna cliente que me pagara.
La respuesta la proporcionó Justino:
—¿Habéis oído el rumor que corre de boca en boca? Se ha programado un combate a tres en los juegos de mañana. Saturnino, Calíopo y Hanno han convenido en celebrar un encuentro especial a tres bandas.
—¿Qué? ¿Y cómo es eso?
—Los preparativos son bastante misteriosos, pero he oído que cada uno presentará un gladiador para una lucha a muerte. Será el último número y es algo que hará que los grupos rivales de las diferentes ciudades se partan de risa.
El hormigueo que había sentido todo el día aumentó.
—¡Por el Hades! Parece como si eso pudiera degenerar en una de esas ocasiones en que el anfiteatro estalla.
—Pues no has oído lo mejor. La parte que te interesará, Marco, es que este combate a tres bandas ha de resolver una reclamación legal. Y existe una cláusula especial: el lanista propietario del último hombre que quede con vida se compromete a pagar una indemnización a una tal Scilla por una querella que la mujer tiene planteada contra todos ellos.
—Por todos los… Eso significa que todos querrán perder, ¿no?
Justino soltó una carcajada.
—Se supone que los tres van a presentar a los más ineptos, de modo que el asunto se transformará en una comedia. Los combatientes no querrán morir, pero, por una vez, sus lanistas intentarán convencerlos para que se rindan.
—¡Oh, muy pintoresco!
—Por lo que he oído en el mercado, existe un curioso interés por los condenados a morir.
—¿Sabes cómo se llaman? —Rutilio se me adelantó con la pregunta.
—No he oído ningún nombre. Por la ciudad corren todo tipo de rumores; entre ellos, el favorito es el que habla de monstruos con dos cabezas cada uno. Fascinante, ¿no?
—Parece suficiente para despertar el interés —respondí.
—Lo despierta, y mucho —confirmó Justino—. Se cruzan grandes apuestas, abiertamente.
—Entonces, ya está —asentí. No se lo dije a nadie en particular, aunque mis dos acompañantes debían de saber a qué me refería.
Esa noche, en algún lugar de Leptis, los cuidadores de las fieras para el circo tendrían en ayunas a un león.
En algún lugar de la ciudad, gladiadores de diversas categorías disfrutarían de la tradicional cena opípara de la víspera del combate. Era su privilegio… y podía ser su perdición. A menudo resultaba decisivo cuando amanecía el día siguiente; los futuros combatientes se sentían tentados de disfrutar todo lo que pudieran, puesto que podía ser su última oportunidad. Pero si se dejaban llevar por esa excusa, el efecto era contraproducente en el momento del combate.
De regreso a casa, mientras cruzábamos la ciudad, Justino y yo hicimos un débil intento de entrar en la escuela preparatoria local —la cantera de luchadores de Saturnino—, con vistas a inspeccionar a los hombres en plena fiesta. El público en general tenía prohibida la entrada. Consideramos que era más conveniente no protestar. En cualquier caso, era de imaginar que los combatientes especiales estarían encerrados aparte, en algún lugar especial.
Pasé la noche inquieto. Para ahorrarle preocupaciones a Helena, fingí que dormía perfectamente tranquilo. Pero en ningún momento cesaban de darme vueltas en la cabeza numerosas ideas. Estaba muy seguro de que, no importaba lo que hubiese sucedido, aquel número especial preparado por los tres lanistas no iba a ser limpio. Cada uno de ellos participaría con sus propios planes perversos.
Desde el palco de la presidencia sería imposible intervenir en ninguna emergencia. Justino y yo nos habíamos estrujado el cerebro tratando de encontrar el modo de salvar tal obstáculo. El único lugar desde el cual podíamos intervenir era desde la propia arena, pero yo le había prometido a Helena que bajo ninguna circunstancia saldría a combatir.
Un sol cegador bañaba la arena del circo desde primera hora. Poco a poco, los asientos de piedra y la brillante arena blanca del terreno dedicado a los combates empezaron a calentarse. Cuando empezó a congregarse el público, dejó de oírse el rumor de las olas, aunque aún podíamos oler su proximidad en el aire salado que acariciaba nuestro rostro y dejaba mis cabellos lacios y rebeldes.
Justino y yo acudimos temprano. Rutilio llegaría más tarde y haría su entrada con mucha ceremonia. Creíamos que estaríamos solos, pero ya se nos habían adelantado algunos espectadores, aunque la atmósfera se mantenía relajada. Sin embargo, incluso en aquellos momentos, el ambiente festivo se veía quebrado por un elemento extra de tensión causado por la presencia de grupos procedentes de Oea y de Sabrata.
La entrada era gratuita, pero los taquilleros estaban en sus casetas, dispuestos a repartir las fichas que asignaban lugares en los diversos palcos y filas de asientos. Las almohadillas para los asientos de las primeras filas eran descargadas de una recua de mulas. En la playa se alzaban perezosas columnas de humo de las hogueras en las que los vendedores de comida preparaban sus viandas. También se habían descargado ánforas y odres de vino en grandes cantidades. Los vendedores de aperitivos esperaban tener un día lucrativo.
Los campesinos de la zona, atraídos por el espectáculo y por la posibilidad de vender sus productos comestibles y de artesanía, habían acudido a caballo —alguno incluso en camello— y habían colocado su puesto de venta en la playa. Algunos, incluso, habían montado sus grandes tiendas del desierto. Cuando llegamos, los curiosos de la ciudad ya deambulaban junto a la orilla del mar y recorrían otros caminos, buscando amigos a quienes saludar o apostadores con los que jugar. Aparecieron programas; conseguimos uno de ellos pero, aparte de los luchadores profesionales, de los cuales constaba el nombre y el estilo de combate, el número especial sólo venía descrito como «un combate entre tres novatos».
Después de la llegada de los primeros espectadores, alguno de los cuales aún tenía el desayuno en la boca, la afluencia de gente aumentó alarmantemente y la atmósfera del recinto empezó a vibrar. Los ciudadanos de Leptis acudían ahora en gran número, algunos vestidos de blanco según el estilo formal de Roma (como nosotros) y otros envueltos en ropas de brillantes colores. Mujeres con sus mejores atuendos, enjoyadas, peinadas con tocados vistosísimos, cubiertas con atractivos velos, lanzando miradas por debajo de sus parasoles, trasladadas hasta las puertas mismas en litera u obligadas a caminar por sus frugales maridos, llenaban las entradas. Los niños correteaban a su aire o permanecían pegados a sus padres tímidos y acobardados. Los hombres iban y venían por las gradas y realizaban contactos, en ocasiones con otros comerciantes a quienes conocían y, a veces, incluso con mujeres atrevidas que no tenían que ser accesibles. Por fin, aparecieron los acomodadores (demasiado tarde como para que su presencia se notara mucho, aunque a nadie parecía importarle).
Las filas de asientos se llenaron deprisa. Mejillas, frentes y cabezas calvas brillaban ya y empezaban a enrojecerse a los rayos del sol, y las bellezas de brazos desnudos parecían langostas. Un anciano fue retirado en una camilla, perdido el conocimiento, antes incluso de que empezara el espectáculo. Un perceptible olor a ungüentos, sudor, calamar frito y ajos asaltó con suavidad nuestro olfato.
El murmullo y el ruido subieron de tono; después, todo se acalló y reinó un silencio expectante. Rutilio Gálico efectuó su entrada.
Envuelto en su cándida toga y tocado con la corona a la que tenía derecho oficialmente, ocupó su asiento entre calurosos aplausos de recibimiento. Los ciudadanos de Leptis sabían perfectamente que aquel hombre les había concedido la preferencia territorial sobre Sabrata y, en especial, sobre Oea. Hubo unas cuantas manifestaciones de repulsa —motivadas por los visitantes, probablemente—, que fueron acalladas al instante por una nueva demostración de aprecio de los victoriosos leptianos.
Justino y yo nos deslizamos a nuestros asientos acompañados de Claudia y Helena. Disfrutábamos de la mejor vista del anfiteatro. Rutilio había tenido también el detalle, como invitados de su casa, de permitirnos compartir su palco. Aquello nos situó en una posición privilegiada (con almohadillas las tres primeras filas, ocupadas por miembros de la aristocracia, sacerdotes y dignatarios entronizados en sus amplios asientos de mármol). Detrás de nosotros, la multitud apretujada estiraba el cuello desde los bancos de piedra, que les producirían dolor de espalda y entumecimiento de glúteos al final de lajornada.
Distinguí a Eufrasia entre los consejeros de la ciudad elegantemente ataviados y sus esposas. La mujer lucía unos adornos riquísimos: un gran juego de piezas de oro y vestía ropas añil intenso. Para mi sorpresa, tenía a su izquierda a Artemisa, la joven y bella esposa de Calíopo, y a su derecha la opulenta figura de Mirra, la hermana de Hanno. Cualquier exhibición pública de íntima afinidad solía enmascarar una intención oculta, de modo que aquel hecho era una buena noticia. Presumiblemente los tres lanistas estarían preparando a sus gladiadores. Me pregunté dónde se encontraría Scilla. No podía creer que no estuviera observando la actividad del día; sobre todo, porque el combate era muy importante para su reclamación de compensaciones.