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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (37 page)

BOOK: ¡A los leones!
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El templo era un lugar apacible (aunque plagado de molestas moscas). Las columnas dóricas achaparradas que sostenían el arquitrabe y el friso hablaban de la antigüedad del templo. En la escalinata principal, entre las imponentes columnas, después de renovar tal vez el mensaje que había dejado para mí, descendía los peldaños una mujer joven, alta, con un vaporoso vestido blanco, que abandonó sus aires de superioridad y excitadísima dio un grito tan pronto como me vio.

Estupendo. Dejando a un lado todo miramiento, bajó a escape desde el podio hasta mis brazos. Discúlpame, Zeus. Quien ha seducido a tantísimas mujeres tiene que comprender…

Helena no tuvo que preguntar qué había sucedido. Aquello ahorró una larga explicación y dejé de sentirme deprimido.

Me condujo a la tranquila vivienda que Claudia y ella habían alquilado, me hizo tomar asiento en una silla griega con la niña en brazos, envió a Gayo a buscar a su hermano, mandó de compras a Claudia y, por último, hizo oídos sordos a la historia conmovedora de nuestra desastrosa experiencia y se dedicó a divertirme con lo que me había perdido.

—Famia está en Apolonia, muy inquieto; ha comprado una cuadra de caballos, muy buena, o eso dice él, y quiere embarcar y volver a casa.

—Ya estoy dispuesto.

—Te necesita para que le ayudes a fletar un barco. Hemos recibido varias cartas de Roma. Las tuyas las he abierto por si se trataba de alguna emergencia…

—Tienes toda mi confianza, querida.

—Sí, estoy segura de ello. Entre estas cartas había una de Petronio. Cuenta que ha decidido volver a trabajar con los Vigiles; su esposa no se ha reconciliado con él y ahora tiene un novio que a Petro le cae mal. La mujer no le permite ver a los niños y dice que lamenta no haber asistido a tu exhibición como rapsoda.

—¡Lo lamenta mucho, estoy seguro!

—Lenia amenaza con matarte porque prometiste a Esmaracto ayudarlo a conseguir un contrato en la apertura del nuevo anfiteatro…

—Fue para que Esmaracto accediera al divorcio.

—Pues todavía no ha firmado los documentos. Petro debe de haber visto a Maya; tu hermana está mucho más feliz, sin Famia. Tu madre está bien, pero disgustada por tu manera de abandonar a Anácrites; éste se dedicó a rondar por ahí preguntando por ti, pero Petro no lo ha visto desde hace algún tiempo y se rumorea que ha dejado la ciudad…

—Los chismorreos de costumbre. ¿Que Anácrites se ha marchado de la ciudad? ¿Y dónde va a ir? Me encanta marcharme de vacaciones. De este modo me entero de muchas más cosas.

—Y Petronio afirma que no dejan de enviarte mensajes urgentes del Gabinete de Magistrados del Palatino…

No pude evitar una sonrisa burlona. Mis pies pisaban elegantes mosaicos ajedrezados blancos y negros, y una fuente salpicaba su chorro refrescante en el fresco atrio abierto. Julia Junila me había recordado lo suficiente como para golpearme en la oreja con la manita y reclamar a gritos que la bajara al suelo para jugar con su sonajero.

—Los gansos sagrados otra vez, ¿no? ¡Qué fastidio! —Eché la cabeza hacia atrás con una sonrisa. Tenía la sensación de que aquello no era todo—. ¿Algo más?

—Sólo una carta del emperador. —¿El viejo? Bien, aquello podía ser importante. Dejé que Helena decidiese si me lo contaba o no. Sus ojos oscuros miraban melifluos mientras disfrutaba del instante—: Se ha revisado tu tarifa y se te pagará lo que pedías.

Me incorporé y solté un silbido.

—¡Vaya! ¿Todo?

—El porcentaje que querías.

—Así pues, soy un ciudadano de fortuna… —Las consecuencias eran demasiado notorias como para asimilarlas todas a la vez—. ¿Y qué quiere, si se puede saber?

—Hay una nota de su puño y letra que dice que Vespasiano te invita a una audiencia formal para saber de lo sucedido con los gansos del Capitolio.

¡Ya está bien! ¡Así que tendré que dar explicaciones del asunto! Empezaba a fastidiarme tanta insistencia.

—Te quiero —murmuré, y la atraje hacia mí. El vestido blanco que llevaba la hacía sumamente atractiva, pero lo mejor era que tenía los pliegues de las mangas lo bastante anchos como para admitir unas manos exploradoras y, para colmo, se desabrocharon los botones de sus ojales…

—Me querrás aún más —musitó Helena con una sonrisa seductora— cuando te diga que incluso tienes un nuevo cliente.

XLVIII

La reacción normal de un visitante al santuario de Apolo era admirar sus alrededores, al final de la vía procesional, con maravillosas vistas sobre el valle exuberante donde manaba una fuente de sagradas aguas. Luego el visitante entregaba parte de su dinero a los astutos acólitos de la capilla excesivamente rica, a cambio de una ramita del sagrado laurel y de unos sorbos de agua desagradable en vasos que necesitaban una buena limpieza. En el santuario se apiñaban hermosos edificios, donados por los griegos acaudalados y piadosos de la ciudad, más inclinados a situar sus generosos proyectos de edificios en los mejores emplazamientos que en planificar el efecto que producirían en el conjunto. Cualquiera que decidiese erigir un templo se hacía sitio, sin más, entre lo que ya estaba construido. Lo principal era asegurarse de que la inscripción con su nombre sería suficientemente grande.

Me dije con pesar que si Justino y yo hubiéramos podido explotar el
silphium
de Cirene, algún día también nosotros, como grandes potentados de la ciudad, habríamos financiado una nueva obra importante en aquel lugar. Aun así, siempre había sido de la opinión de que «Falco» en griego se veía ridículo.

Después de dejar atrás los Propileos griegos, con un arco de entrada monumental a la zona principal del templo, encontramos a nuestra izquierda las aguas sagradas, dirigidas cuidadosamente mediante canales tallados en diagonal en el acantilado a fin de que el agua descendiera a una hoya que quedaba fuera del alcance del público. Aquello impedía a los tacaños conseguirla gratis.

El acceso a la fuente ocupaba un saliente poco profundo, bajo el cual se extendían los templos. Si se miraba hacia abajo podía admirarse los edificios apiñados, pero nosotros preferimos seguir caminando. Más allá de la ermita había un sendero tapizado de flores silvestres que conducía a un promontorio elevado desde el cual se dominaba la vista de la gran planicie junto al mar. El panorama era impresionante. Algún brillante arquitecto había tenido la buena idea de situar un anfiteatro en el borde de aquel promontorio. La pista donde tenían lugar los juegos colgaba precariamente sobre una vista fabulosa. En mi opinión, sólo era cuestión de tiempo y la construcción caería al vacío.

Llegamos allí y nos sentamos en fila en el centro, lo más lejos posible del borde. Estábamos Helena, Claudia, Justino, Gayo, la niña y yo, e incluso
Nux
, que reposaba a mi lado en el banco de piedra a la espera de que sucediese algo en la orchaestra que teníamos a nuestros pies. Salvo nosotros, nadie más ocupaba el lugar; pero esperábamos reunirnos con una persona. Esta era la razón personal de haber acudido allí. El agua de la fuente me tenía sin cuidado: lo que de verdad me había llevado allí era una cita con un nuevo cliente.

Al parecer, quien quería contratarme era una persona tímida. Toda una novedad. Era una mujer, presuntamente respetable, que se mostró reacia a facilitarle su dirección. Muy exquisita.

Enseguida caí en la cuenta de que la dirección debía de ser provisional, como la nuestra, puesto que la mujer no era cirenea. También sabía que el truco de «la mujer misteriosa» solía significar que el único misterio era cómo conseguir librarse de la cárcel una mujer tan escandalosa. Sin embargo, Helena me había advertido que la tratase con respeto.

La clienta estaba tan impresionada con mi reputación que me había seguido desde Roma. Aquello debía significar que tenía más dinero que juicio. Ninguna mujer que se preocupe de atenerse a un presupuesto cruzaría el Mediterráneo para ver a un informador, y mucho menos lo haría sin asegurarse primero de que el hombre estuviera dispuesto a trabajar para ella. Ningún informante merecía tal esfuerzo, aunque me reservé esta última reflexión.

Helena estaba segura de que aceptaría el caso. Que era una conclusión inevitable. Pero Helena, naturalmente, sabía quién era la clienta.

—Deberías contármelo —le insistí. Me pregunté si Helena se mostraría tan reservada porque la clienta era una mujer despampanante, pero llegué a la conclusión de que, en este caso, Helena le habría dicho que se olvidara de mí.

—Quiero ver qué cara pones.

—Tu clienta no se presentará.

—Me parece que sí —aseguró Helena.

El sol bañaba el teatro vacío. Aquél era otro lugar impregnado de aromas, que también formaba parte del paradisíaco jardín botánico de la Cirenaica. Me dediqué a masticar semillas de eneldo silvestre. Tenían un sabor tostado, ligeramente amargo, que armonizaba con mi estado de ánimo.

Nos íbamos a casa. La decisión ya se había tomado, entre la mezcla de sentimientos de mi grupo. Gayo, que en Roma pasaba la mayor parte del tiempo evitando a su familia, se mostraba ahora perversamente influido de una añoranza de su presencia. Éramos demasiado buena gente para él. Necesitaba alguien a quien aborrecer. Helena y yo habíamos disfrutado de nuestra estancia pero estábamos dispuestos a un cambio de escena; también me atraía la importante suma de dinero que me aguardaba en casa, ahora que Vespasiano había accedido a pagarme. Justino tenía que vérselas con su familia. Claudia quería reconciliarse con la suya y había anunciado sin más que se proponía regresar a Hispania junto a sus abuelos. Y, al parecer, sin Quinto.

Dicho esto, he de confesar que hasta la noche anterior no me había dado cuenta de que Claudia y Quinto escogían el mismo banco a la hora de la cena. En determinado momento, los brazos desnudos de los jóvenes se apoyaron el uno junto al otro sobre la mesa, rozándose apenas. La corriente de atracción entre ellos resultaba más que evidente. Al menos, el silencio de la chica anunciaba la intensidad de esa corriente que ella sentía. La reacción del muchacho, en cambio, fuera la que fuese, quedó disimulada. Una sabia decisión.

Ya había quedado atrás el mediodía. Llevábamos una hora sentados en el teatro. Suficiente espera para una clienta cuyos motivos me resultaban dudosos, cuando tenía otros planes apremiantes; tenía que volver a Apolonia, rescatar al agitado Famia y ayudarle a encontrar un transporte caballar decente para los Verdes. Decidí emprender el regreso a nuestro alojamiento, aunque lo apacible del lugar me disuadía de abandonarlo inmediatamente.

Poco a poco, la inquietud se apoderó también del resto del grupo y nadie volvió a comentar nada, pero la mayoría habíamos llegado a la conclusión de que la clienta no se presentaría. Si abandonábamos este asunto, cuando volviéramos a la casa no nos quedaría nada pendiente salvo hacer el equipaje. La aventura había terminado para todos nosotros.

Camilo Justino se volvió hacia mí de improviso y dijo con su voz grave y exageradamente modesta:

—Si navegamos hacia el oeste y tenemos control sobre nuestra embarcación, Marco, te pediré que me desembarques otra vez en Berenice, si es posible.

Enarqué las cejas.

—¿Abandonas la idea de trabajar en Roma?

—No. Es sólo que deseo hacer antes una cosa.

Helena me dio un codazo en las costillas. Junté las manos, obediente, con la mirada fija todavía en el teatro, como si asistiera a una actuación realmente arrebatadora a cargo de una compañía de actores de primera clase. No dije nada. Nadie se movió. Justino continuó entonces:

—Claudia Rufina y yo teníamos un plan que no hemos llegado a completar. Sigo empeñado en buscar el jardín de las Hespérides.

Claudia exhaló un suspiro que le brotó del alma. Aquel sueño dorado había sido su idea fija. Y ahora parecía que Justino hablaba de ir él solo, mientras ella regresaba a Hispania como una fugitiva a cuestas con su fracaso y su ignominia, para recuperarse de su pena interior.

—Tal vez quieras acompañarme —propuso nuestro héroe a su furiosa compañera. Al fin y al cabo, llevarla era una idea encantadora; por eso deseé que se me hubiera ocurrido a mí la sugerencia. Con todo, Quinto daba la impresión de ser perfectamente capaz de tomar la iniciativa cuando decidía molestarse. Se volvió hacia ella y le habló con un tono de voz tranquilo y tierno que resultó bastante efectivo—. Los dos hemos pasado una notable aventura juntos. Nunca lo olvidaremos, ¿sabes? Y sería una verdadera lástima que en el futuro tuviéramos que recordarlo en silencio, cuando estuviésemos con otras personas.

Claudia lo miró.

—Te necesito, Claudia —declaró él. Tuve ganas de vitorearlo. Justino sabía muy bien lo que se hacía. ¡Vaya con el muchacho! Guapo, encantador, de absoluta confianza (tenía que serlo, ya que no disponía, de hecho, de un solo óbolo). La muchacha estaba desesperadamente enamorada de él y Justino la había rescatado en el último minuto.

—Gracias, Quinto. —La chica se puso de pie. Era alta, de constitución atlética, con unas facciones fuertes y una expresión seria. Rara vez la había visto reír, excepto en Roma, cuando conoció a Justino; ahora tampoco se reía—. Dadas las circunstancias —continuó con aire complacido—, creo que es lo mínimo que puedes ofrecerme.

Helena cruzó una mirada conmigo y frunció el entrecejo.

La voz de Claudia se hizo más dura:

—¿De modo que me necesitas? —Lo que necesitaba Justino era su fortuna, y de pronto tuve la perversa sensación de que Claudia también lo intuía así—. ¿Sabes una cosa? ¡Nadie, en toda mi vida, se ha molestado nunca en tener en cuenta lo que necesito yo! Discúlpame, Quinto; entiendo que todos los demás piensen que has hecho algo maravilloso, pero yo prefiero vivir con uno que me quiera de verdad.

Antes de que nadie pudiera detenerla, Claudia se abrió paso hasta el pasillo más próximo y comenzó a bajar los peldaños de la grada. Yo ya conocía su tendencia a entrar y salir sola precipitadamente de los anfiteatros. Me puse de pie al instante antes de que lo hiciera Quinto, que todavía tenía una expresión de perplejidad. ¡Por Júpiter! parecía decirse; él había hecho cuanto había podido y ahora estaba terriblemente perturbado. ¡Cómo las mujeres podían ser tan insensibles…!

Nux
saltó del asiento y corrió tras la chica con un ladrido excitado. Helena y yo la llamamos al mismo tiempo. Cuando Claudia tomó el pasadizo hacia una salida pública cubierta, una dama que había conseguido acceder a la arena se encaminó hacia el centro y se encaramó a una posición dominante en el escenario oval.

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