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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (24 page)

BOOK: A punta de espada
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Mientras Michael hacía su ronda, Applethorpe se adelantó para saludar al espadachín.

—He oído hablar de ti —dijo—, por supuesto. Encantado de conocerte. —No se dieron la mano. De Vier tenía las suyas bajo la capa, una apoyada en la empuñadura de su espada. Estaban cara a cara en el estudio en penumbra, dos hombres de peso y constitución casi idénticos, salvo por el brazo de menos del mayor—. Me llamo Vincent Applethorpe —dijo el maestro. La expresión de De Vier dejó claro que nunca había oído su nombre—. Acepto el desafío.

—¡No! —dijo Michael sin proponérselo. Maldijo cuando le cayó cera derretida en la mano.

—Preferiría que no lo hicieras —respondió Richard al maestro—. Eso sólo complicará las cosas.

—Tenía entendido que te gustaban los desafíos —dijo Applethorpe.

Richard apretó los labios en un gesto de ligera irritación.

—Claro que sería un placer. Pero tengo obligaciones...

—Estoy en mi derecho.

La cera estaba enfriándose en la mano de Michael.

—Maestro, por favor... no es vuestra lucha.

—Será muy breve si la haces tuya —le dijo Applethorpe—. No aprenderás nada. Por supuesto que es mi lucha.

—Estás en tu derecho —admitió De Vier—. Empecemos.

—Gracias. Michael, coge tu espada. Ahora besa la hoja y promete no interferir.

—Prometo no interferir. —El acero estaba muy frío contra los labios de Michael. En este ángulo la hoja parecía pesada; era como si tirara de su mano hacia abajo. Hizo que la muñeca sostuviera el peso un momento más y luego saludó a su maestro con ella.

—Tu palabra es de fiar —estaba diciendo el maestro a De Vier.

—Lo que no resulta muy conveniente —suspiró Richard—. No le pondré la mano encima si pierdes. Si me derrotas, hazme el favor de llevar la noticia a la Ribera; allí sabrán qué hacer.

—En tal caso, empecemos.

Y los maestros espadachines empezaron. Estaba todo allí, tal y como Michael lo había estudiado. Pero ahora veía la fuerza y la gracia de las demostraciones de Applethorpe comprimidas en el escaso espacio de un tiempo precioso.

Michael pudo permitirse el placentero lujo de observar la subida y bajada de sus brazos, el giro de sus muñecas, ahora que podía seguir lo que ocurría. Maese Applethorpe estaba haciendo una demostración de nuevo, tan elegante y precisa como en las lecciones; pero ahora tenía un espejo delante, los pulidos y concentrados movimientos de De Vier. Michael se olvidó de que había una muerte en juego como, por cierto, parecían haber hecho los dos espadachines, que recorrían el blanco suelo sin prisa, atacando y contraatacando, con el alto techo capturando y devolviendo el repicar de sus aceros.

Conforme el combate ganaba en ferocidad el sonido de su respiración se volvió audible, y las llamas de las velas más próximas se estremecían a su paso. Ahora era casi demasiado rápido para que Michael lo siguiera, con los movimientos respondidos y elaborados antes de que pudiera discernirlos; era como intentar seguir una discusión entre dos eruditos versados en una lengua extranjera, cargada de oscuras referencias textuales.

De Vier, que jamás hablaba cuando peleaba, jadeó:

—Applethorpe... ¿por qué no he oído hablar nunca de ti?

Vincent Applethorpe aprovechó la ocasión para cargar alto con un movimiento en espiral que obligó al otro espadachín a describir un semicírculo para defenderse. De Vier trastabilló de espaldas, pero cambió las tornas agazapándose en una finta lateral que Applethorpe hubo de esquivar hurtando bruscamente el cuerpo.

Sutilmente, algo cambió. Al principio Michael no supo acertar el qué. Ambos hombres mostraban sendas sonrisas lobunas, con los labios separados tanto para aspirar el aire como a causa de su deleite. Sus movimientos eran un poco más lentos, más meditados, pero no la cuidada demostración de antes. No fluían sobre el otro. Había pausas entre cada lluvia de estocadas y respuestas, pausas preñadas de tensión. El aire se espesó entre ellos; parecía obstaculizar sus movimientos. La hora de los sondeos y de los juegos había terminado. Éste era el último duelo de uno de los dos. Ahora estaban peleando por sus vidas... por la vida que emergería de esta elegante batalla. Por un momento Michael se permitió pensar en ello: que ocurriera lo que ocurriese aquí, él saldría indemne. Claro que habría cosas que hacer, personas a las que avisar... Se le cortó la respiración cuando De Vier tuvo que pegar la espalda a la pared, entre dos velas. Pudo ver una sonrisa demencial en su rostro cuando repelió a Applethorpe con un elaborado juego de muñeca. Por el momento los dos estaban igualados, brazo contra brazo. Michael rezó para que no cesara nunca, para que se perpetuara este momento de suprema maestría, tan raro y hermoso, sin que se alcanzara jamás conclusión alguna. De Vier derribó una vela; salió rodando por el suelo. Apartó de una patada la mesa que la había sostenido, zafándose de la esquina, y se reanudó la acción.

***

Richard sabía que estaba luchando por su vida y se sentía tremendamente feliz. En la mayoría de sus combates, aun en los buenos, él tomaba todas las decisiones: cuándo ponerse serios, cuándo pelear alto o bajo... pero Applethorpe ya le había arrebatado ese privilegio. No estaba asustado, pero sentía el borde del reto afilado bajo él, irrevocable su caída. El mundo se había reducido a la fuerza de su cuerpo, la entrenada agilidad de su mente en respuesta al rival. El universo empezaba y acababa donde llegaban sus sentidos, el límite de sus cuatro extremidades y el refulgente acero. Era demasiado bueno para perder ahora, el punto brillante se cernía sobre él siempre desde un ángulo distinto, la claridad de su mente lo anticipaba y devolvía, creando nuevas pautas con las que jugar...

Vio la abertura y fue a por ella, pero Applethorpe contrarrestó en el último instante, pivotando torpemente de suerte que lo que habría sido una limpia estocada mortal se quedó en un trazo irregular sobre su pecho.

El maestro se irguió, aferrando su estoque con demasiada fuerza, con la vista clavada al frente.

—Michael —dijo—, ese brazo es para el equilibrio.

La sangre le empapaba la camisa a través del sudor, su olor era como el hierro oxidado superpuesto al tufo del esfuerzo que flotaba pesadamente en el aire. Richard se apresuró a cogerlo y lo bajó al suelo, apoyándolo sobre su propio torso jadeante. El aliento de Applethorpe hizo un sonido líquido, desgarrador. Michael encontró su capa y la extendió sobre las piernas de su maestro.

—Atrás —le ordenó De Vier. Agachó la cabeza junto a la de Applethorpe y murmuró—: ¿Quieres que termine?

—No —jadeó Applethorpe con dificultad—. Todavía no. Godwin...

—No hables —dijo Michael.

—Déjale —dijo Richard.

El maestro tenía los dientes apretados, pero intentó destorcer los labios para sonreír.

—Cuando se es lo bastante bueno, éste es el final.

—¿Me estás pidiendo que desista? —preguntó Michael.

—No —respondió De Vier por encima del siseante aliento de Vincent Applethorpe—. Te está hablando del desafío. Lo siento... Es algo que se sabe o no se sabe.

—¿Voy a buscar un cirujano? —preguntó Michael, aferrándose al mundo sobre el que tenía algún control.

—No necesita ninguno —dijo De Vier. De nuevo agachó su atezada cabeza—. Maestro... gracias. Es cierto que me gustan los desafíos.

Vincent Applethorpe soltó una risotada triunfal, y la sangre lo salpicó todo. Las marcas de sus dedos se veían aún blancas sobre las muñecas de De Vier cuando éste dejó el cadáver en el suelo.

Richard se limpió las manos en la capa del joven noble y cubrió con ella al difunto. Sin terminar de entender cómo habían llegado hasta allí, Michael se descubrió de pie al otro lado de la estancia, enfrentado a la imponente presencia del espadachín.

—Tienes derecho a saberlo —dijo Richard—: es lord Horn quien me envía. No se alegrará de saber que sigues con vida, pero me he enfrentado a tu campeón y considero cumplidas mis obligaciones. Quizá lo intente con otro; te sugiero que te alejes de la ciudad una temporada. —Reparó en el inevitable apretar los puños de Michael—. No intentes matar a Horn —dijo—. Estoy seguro de que eres lo bastante bueno para eso, pero su vida está a punto de volverse complicada; lo mejor será que te vayas. —El joven se limitó a mirarlo fijamente, ojos verdes azulados abrasadores y brillantes en su pálido semblante—. Tampoco intentes matarme a mí; seguro que no eres lo bastante bueno para eso.

—No pensaba hacerlo —dijo Michael.

Con calma, De Vier estaba recogiendo sus pertenencias.

—Informaré de la muerte —dijo—, y enviaré a alguien para que se haga cargo. ¿Estaba casado?

—Yo... no lo sé.

—Vete. —El espadachín puso la espada y la chaqueta de Michael en sus manos—. No deberías quedarte.

La puerta se cerró tras él, y no hubo más sitio adonde ir que abajo por las escaleras oscuras.

En el exterior aún era pronto, una cálida noche de primavera. El cielo era de ese turquesa perfecto que provocan las primeras estrellas dispersas. Michael se estremeció. Se había dejado la capa arriba, pasaría frío sin ella... pero ya no le serviría de nada, ¿verdad? Se pasó una mano por la cara en un intento por aclarar las ideas y sintió una mano que se cerraba alrededor de su muñeca.

Toda la violencia de la hora pasada explotó en su cuerpo como fuegos artificiales. No pudo ver lo que estaba haciendo a través del fulgor rojo y dorado, pero sintió que su puño golpeaba carne, su cuerpo se retorcía como un remolino, oyó un largo aullido desgarrador como el centro de una tormenta... y después un violento golpazo que presagiaba el más glorioso espectáculo de fuegos de artificio, antes de que la noche cayera sin estrellas.

Capítulo 17

Cuando se le despejó la vista estaba en un carruaje. Tenía las manos y los pies atados, y las cortinillas estaban echadas. Le dolía la cabeza y tenía sed. Considerando que pronto seguramente estaría muerto no debería importarle, pero ansiaba desesperadamente algo que beber. El bamboleo del carruaje sobre el empedrado era intolerable. Empedrado... eso significaba que estaban en algún lugar de la calle Hertimer, subiendo hacia la Colina.

—¡Hey! —gritó. Las reverberaciones en su cráneo hicieron que se arrepintiera; pero al menos podría causarle problemas a alguien. Algo terrible acababa de ocurrir, lo cual en cierto modo era culpa suya, y gritar quizá lo aplacara—. ¡Hey, parad esto enseguida!

La única respuesta que obtuvo —o era de esperar que obtuviera—fue un feroz aporreo en el techo del carruaje. Se sentía como un guisante adornado con nudos rodando en el centro de un tambor. Había pensado cenar algo cuando volviera del taller de Applethorpe...

Algo en su cerebro intentó impedir que sus pensamientos tomaran ese rumbo, pero resultaba imposible detener el torrente que se desató. La imagen le golpeó primero en el estómago, hasta tal punto que pensó que iba a vomitar; pero luego el dolor subió y le arrebató la respiración, anudándole los músculos de la garganta y la cara... No se presentaría llorando ante Horn. Al menos eso podía impedirlo. Sus captores le habían desarmado; pero había otras formas de matar a un hombre. Había peleado, y aprendido algunas de ellas. Daba igual lo que dijera De Vier; De Vier no sabía lo pronto que tendría que enfrentarse a su enemigo. ¿O sí? La desfachatez de Horn asombraba a Michael: seguramente el carruaje había aguardado como medida de emergencia en caso de que fracasara De Vier. Quizá Horn pretendía acostarse con él antes de tenderle la trampa de otro desafío... Visiones violentas y eróticas corrieron por el laberinto de dolor y todas las emociones que nunca antes había tenido que sentir, con el dolor, el pesar y la furia enroscándose en un trance conciliador y curiosamente seductor. Absorto en él, sólo notó que el carruaje se había detenido cuando oyó el chirrido de la verja al abrirse.

Cuando entró traqueteando en el patio se puso completamente alerta. Tenía la respiración acelerada, la consciencia de su cuerpo parecía sobrenaturalmente aumentada. El dolor estaba ahí, pero también la fuerza y la coordinación. Cuando abrieran la puerta estaría preparado para ellos.

Pero no abrieron la puerta. El carruaje se detuvo frente a lo que supuso que sería la entrada principal de la casa. Pudo oír cómo se apeaban sus captores, los gruñidos apagados de voces impartiendo órdenes. Luego se produjo el silencio. No pensarían dejarlo allí toda la noche, ¿verdad?

Cuando se abrió la puerta del carruaje dejó paso a una luz tan cegadora que sus ojos pestañearon y lagrimearon.

—Cielos —dijo una voz femenina salida del deslumbrante nimbo—. ¿Hacía falta ser tan concienzudos?

—Bueno, su señoría, intentó matarme.

—Aun así... Desátale los pies, por favor, Grayson.

No siquiera miró al hombre que se arrodilló sobre sus tobillos. La duquesa de Tremontaine estaba enmarcada por el pequeño portal, con un vestido de gala completo, sosteniendo una elegante lámpara de hierro.

Al final, estaba demasiado magullado como para que le importara lo que ella pensara de él y su sentido de la etiqueta.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con voz ronca.

La duquesa sonrió, su voz como largas y frías pendientes de nieve.

—Ésta es mi casa. Te ha traído mi gente. ¿Crees que podrás levantarte?

Se incorporó y volvió a sentarse enseguida.

—Bueno, no soy ninguna enfermera —dijo ella con la misma dulzura glacial—. Grayson, ¿te ocuparás de que lord Michael se sienta cómodo dentro? Milord, os atenderé cuando hayáis descansado.

Luego el color, la dulzura y el perfume desaparecieron, y se quedó con la desagradable tarea de imponer su voluntad a su propia e ingobernable persona.

***

Varias eras parecieron transcurrir mientras lord Michael ascendía penosamente a través de estratos de suciedad, fatiga, hambre y sed. Los criados de Diane lo habían dejado en un cuarto agradable con una bañera caliente y la mesa dispuesta. La habitación estaba iluminada por el fuego y la luz de las velas. Las cortinas de pesado terciopelo rojo estaban corridas, de modo que no podía ver hacia dónde estaba orientado el cuarto. Las colgaduras rojas, la tenue iluminación, la sensación de confinamiento, todo ello le hacía sentir irracionalmente a salvo y protegido, como un niño envuelto en una manta en brazos de alguien.

El tremendo dolor de lo ocurrido yacía duro y brillante en el centro de satisfacción física. El recuerdo iba y venía, como el fluir de las mareas, pero sin pautas predecibles. Cuando Michael era pequeño, había un cuadro en la pared de su hogar que lo aterrorizaba: mostraba el espíritu de una mujer muerta elevándose de su tumba, con su bebé entre los brazos. Le daba miedo pasar incluso por delante de la habitación donde estaba. Tanto si quería como si no, pensaba en él en los peores momentos: en la oscuridad, subiendo las escaleras; así que empezó a obligarse a pensar en él a todas horas, hasta que se convirtió en algo tan familiar que podía contemplarlo sin un solo escalofrío. Todavía no estaba listo para eso, no mientras siguieran envolviéndolo la confusión y la extrañeza. Antes de ir a bañarse en los sucesos que rodeaban la muerte de Applethorpe tenía que averiguar dónde quedaba la tierra firme.

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