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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (22 page)

BOOK: A punta de espada
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***

El paquete contenía los pastelitos glaseados que se le había olvidado pedir. Se preguntó si significarían algo; pero decidió conservarlos intactos para Alec.

Nada indicaba que su amigo hubiera ido a casa y a sus habitaciones. Seguramente estaría fuera, perdiendo sus últimas virutas de bronce en el local de Rosalie. Richard esperaba que no estuviera apostando sus anillos. Decidió bajar allí y cenar algo.

El fuego de los fogones estaba alto; en la pequeña taberna hacía más calor que en el infierno, aunque menos sequedad, por suerte. Rosalie quería saberlo todo sobre la obra; y como era una vieja amiga, él se lo contó. Lucie quería saber qué vestido llevaba la heroína; pero él no tenía memoria para la ropa. La noticia de su visita a la duquesa no parecía haberse filtrado todavía.

Entraron unos hombres y le dirigieron miradas de curiosidad, como si temieran que su mala suerte estuviera lo bastante fresca como para pegárseles. Se sentaron en una esquina a comer y jugar a las cartas. Al cabo se les unió otro hombre, cargado con un pañuelo lleno de objetos robados que intentaba vender cuanto antes.

—Ven —lo llamó Rosalie—, déjame ver esas cosas.

Estaba admirando un peine de esmalte, dejando que Lucie le rastrillara el pelo, cuando Richard vio el anillo de oro entre el amasijo de cadenas y baratijas. Amarillo dorado, con una rosa roja.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó calmadamente al hombre.

—Secreto profesional. —El hombre se palpó un lado de la nariz con un dedo—. ¿Lo quieres?

—Es mío.

—Ya no, muchacho.

—Dime de dónde lo has sacado —dijo De Vier, con un dejo de hastío en su voz—. No vale la pena pelear por él.

El hombre soltó una maldición.

—Espadachines. —Pero claudicó—. Me lo pasó un tipo abajo, en los muelles. Otro espadachín, aunque no de la Ribera. Con todo, más civilizado que tú, encanto. Sólo quería dinero por él; no hice preguntas. ¿Qué pasa, te robaron cuando saliste a pasear sin tu espada?

—A mí no me roba nadie.

Dando un precavido paso hacia atrás, el hombre se burló:

—Estás muy seguro de ti mismo. Apuesto a que eres De Vier o algo, ¿verdad?

—Soy De Vier —dijo en voz baja Richard. Junto a él, Rosalie asintió con la cabeza—. ¿Cuándo conseguiste el anillo?

—No hace mucho... eh, mira, lo siento. No pretendía...

—Tan sólo dime cuándo te lo dieron.

—No hace mucho. Vine directamente aquí. Aunque no lo encontrarás nunca, ya no.

—Lo encontraré —dijo Richard.

Capítulo 15

Durante el largo viaje en carroza lord Horn pudo permitirse el lujo de analizar minuciosamente sus sentimientos. Eran, en general, sentimientos agradables. Mientras duró la obra apenas sí había prestado atención al escenario, tan complacido estaba con los acontecimientos que se desarrollaban desde su galería privada. Se sentía como un dramaturgo, sólo que no había tenido que tomarse la molestia de inventar sus personajes: lord Michael Godwin, dichosamente joven y arrogante, tanto más adorable por cuanto sus días bajo el sol ya estaban contados... Horn había pensado en enviarle una nota mordaz; pero un distinguido silencio había parecido lo más digno... El espadachín De Vier, ese dechado de moda... al aire libre, en el gran espacio público, también él parecía joven, su indiferencia una mera defensa. Horn había disfrutado observando a la peligrosa figura y pensando lo impotente que estaba a punto de sentirse.

El carruaje se detuvo al fin ante la puerta de la deshabitada cabaña de caza. Todavía quedaban algunas personas que le debían favores. El joven—cito de De Vier debía haber llegado allí hacía más de una hora. Horn se había quedado hasta el final de la representación. Debía encontrar al muchacho encadenado en la despensa vacía. La mujer de Ferris había dicho que no sabía pelear, pero estos ribereños conocían todo tipo de artimañas y, ¿cómo podía uno estar seguro de que De Vier no le hubiera enseñado unas cuantas?

Allí arriba en las montañas, la primavera era fría aún. Horn se dejó la capa puesta y fue directamente a la despensa. Se había dejado abierto un pequeño panel de corredera en la puerta, una conveniencia de vigilante. Podía mirar directamente a través de él sin ser visto, y eso hizo.

El joven estaba tranquilamente de pie con sus cadenas, consiguiendo que parecieran ligeramente ridículas al estar apoyado en la pared. Sus manos eran laxas, largas y de aspecto inútil. Estaban cubiertas de anillos, y lucía oro en la garganta. Su atuendo desentonaba extrañamente: las joyas, buenas botas y camisa, bajo una chaqueta de hombros estrechos y mangas demasiado cortas cuyo corte tenía al menos cinco temporadas de antigüedad. De sus pantalones, que ya no casaban con su chaqueta, colgaba un galón. Y luego estaba su cascada de pelo. A la luz de las velas con las que lo habían dejado, brillaba castaño y cibelino, pesado y espeso como crema derramada.

Había un paño negro doblado detrás de la cabeza para que ésta no tocara la pared. Estaba observando abstraídamente la vela al otro lado del cuarto, con la cabeza ligeramente ladeada, cubiertos los ojos.

Lord Horn examinó el rostro del amante de De Vier. Tenía la nariz larga, de planos lisos como una pintura ritual. Pómulos altos, separados de modo que los ojos sobre ellos parecían almendrados desde este ángulo. El cabello apartado de su alta frente hacía que su rostro pareciera aún más alargado. Los ojos de Horn se posaron en la boca, casi demasiado ancha para la cara enjuta. Aun en reposo, los labios llanos parecían burlones y sensuales.

Abrió la puerta y entró. El sonido hizo que el joven levantara la cabeza como un ciervo que olfatea el viento. Sus ojos eran de un verde vivido y estaban sobrenaturalmente abiertos; contemplaron a lord Horn con congelada fascinación, de modo que sus primeras palabras no fueron en absoluto las que había planeado.

—¿Quién eres?

—Tu prisionero, me han dicho. —La amplia mirada no vaciló, pero Horn vio que la piel alrededor de los ojos estaba tirante a causa de la tensión—. ¿Vas a matarme?

Horn hizo caso omiso de la pregunta y vio cómo palidecía aún más el semblante.

—¿Tu nombre? —inquirió.

—Alec. —El muchacho se humedeció los labios—. ¿Puedo beber un poco de agua?

—Luego. ¿Y tu apellido?

Meneó la cabeza.

—No tengo.

—El nombre de tu padre, entonces.

—Nadie me quiere... —Los labios móviles se volvieron hacia abajo apesadumbradamente, mientras sobre ellos rutilaban los ojos salvajes—. ¿Y quién eres tú?

—Soy lord Horn. —Le perdonó la impertinencia porque le había dado de nuevo pie para su apertura planeada.

—Oh —dijo su prisionero—. Así que eres Horn, ¿verdad?

—Sí —dijo Horn—. Sí que lo soy. Mis... amigos me han dicho que eres un erudito. ¿Es eso cierto?

—¡No! —La sílaba explotó con inesperada vehemencia.

—¿Pero sabes escribir?

—Claro que sé escribir.

—Bien. Fuera tengo papel y pluma. Vas a escribir una carta para De Vier diciéndole que estás en mi poder, y que cuando haya terminado el trabajo que le he encargado, volverás con él. Ileso.

Cualquiera esperaría que el muchacho se relajara. Si antes pensaba que lo había secuestrado un simple matón, ahora sabía la verdad. Pero su voz sonaba aún débil, atiplada y jadeante de miedo.

—Por supuesto. Qué plan más ingenioso. ¿Y quién se la va a leer?

—Puede leerla él mismo —espetó Horn. Encontraba enervantes las respuestas de su rehén; caminaban sobre el filo que separa la frivolidad del terror.

—No sabe leer. Se las leo yo.

Lord Horn se mordió el carrillo para no soltar una maldición. La situación parecía eludirlo. Apeló a su justa autoridad.

—Escríbela de todas formas.

—Pero no te das cuenta —se impacientó el joven—. ¡No puedo!

—¿Estás enfermo? ¿Has perdido la vista o el uso de las manos? ¿O es tan sólo que eres demasiado estúpido para comprender el aprieto en que estás metido?

El muchacho palideció todavía más.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—¡Nada —estalló Horn—, si dejas de discutir y haces lo que te digo!

El amante de De Vier se humedeció los labios.

—No quiero sufrir ningún daño —dijo con suave desesperación—. Pero tienes que darte cuenta de lo estúpido que es escribirle una carta.

Horn retrocedió un paso, como si la insolencia de su prisionero fuera un fuego insoportablemente abrasador.

—¿Sabes acaso lo que dices? —inquirió—. ¿Me vas a poner condiciones a mí?

—No... no... —dijo desesperadamente el muchacho—. Sólo intento explicarme. ¿No entiendes nada de lo que te digo? Richard de Vier —se apresuró a continuar, antes de que Horn pudiera objetar nada—no va a dejar que nadie más vea una carta con... una carta como ésa. No le gusta que la gente sepa de sus asuntos. Cualquiera que la lea sabrá cuáles son tus demandas, y si las satisface, sabrán que claudicó ante ti. No puede consentirlo. Es... es su honor. Así que aunque escriba tu estúpida carta, no servirá de nada. Tendrías —aquí los labios pálidos se alisaron con el espectro de una sonrisa—que quedarte conmigo.

—Oh, lo dudo —respondió el noble, sonriendo cremosamente. El muchacho debía de estar faroleando, ganando tiempo. Quizá esperaba que De Vier llegara cabalgando a la cabeza de una banda de forajidos, asaltara la casa, lo aupara a su silla y se perdiera en la noche—. Por lo visto te tiene mucho aprecio. Seguro que está ansioso por recuperarte.

Los ojos verdes lo miraban francamente, a su pierna. Antes de poder contenerse, Horn bajó la mirada. Sus dedos se abrían y cerraban contra la tela.

—Hay que darse prisa —dijo, convirtiendo la mano en un puño al costado, y pegando casi su rostro al del prisionero—. No puedo desperdiciar el tiempo mientras te busca. Quiero que haga el trabajo. Luego podrá recuperarte, para lo que sea que te quiera.

—¿Para qué crees tú que me quiere? —La fina voz estaba tensa de desesperación—. Puede conseguir otros para eso... a quien quiera. Te has confundido.

—No me confundo —dijo Horn, seguro al fin.

—¿Quieres dinero? —dijo sin aliento el muchacho—. Puedo conseguir algo, si eso es lo que quieres.

Lord Horn retrocedió, embebido en los vapores del poder, penetrantes como el placer. Obtendría lo que quería del espadachín, y el amante de éste le proporcionaría otro festín completamente distinto. Su miedo era vino fuerte, bálsamo para el orgullo de Horn.

—Dinero no —gruñó Horn—. Tendré lo que tiene De Vier.

El joven dio un respingo, con la mano alzada en un gesto defensivo curiosamente virginal. Horn enseñó los dientes en respuesta. Conocía ese juego de sus días de niño guapo, la tentación y el temor combinados...

Por un momento, un efecto óptico, vio los rasgos de lord Michael en la cara del joven. No se atrevería a cargar de cadenas al hijo de Godwin de Amberleigh... ¡pero si pudiera! Michael Godwin no tendría ocasión de volver a rechazar a lord Horn. ¡Godwin y De Vier, con sus alegres desplantes! Él, él en persona, Lindley, lord Horn, tenía dinero; tenía posición; sabía lo que era tener la ciudad a sus pies, hombres y mujeres rogándole una carta, una cinta, el roce de su boca...

Se le ocurrió que si De Vier no le hubiera escrito esa carta, esa breve nota insultante de rechazo, debía de haberlo hecho otra persona. Esa misteriosa y excéntrica mano podría pertenecer al hombre que tenía delante. Enseguida lo averiguaría.

—¿Por qué no iba a querer lo que quiere De Vier? —continuó—. Él no acepta dinero cuando va en contra de sus deseos. Ése es su honor —dijo secamente Horn—. ¿Por qué deberías esperar menos de mí?

—No puedo evitarlo —dijo apáticamente Alec.

—Escribe esa carta —espetó Horn.

—No servirá de nada —respondió Alec. Tenía los ojos muy abiertos, como si pudieran hablar por él. Sus manos se rebelaron contra sus ataduras.

Horn las vio, como también vio algo más.

—Ese anillo. —Era un rubí, tremendamente largo y delgado, cortado en cuadrado, engastado en oro blanco, flanqueado en la banda con pequeños diamantes. Montaba la mano como una familiar bestia ígnea, grande, fría y viva—. Dámelo.

Alec cerró el puño, impotente y obstinado.

—No.

Horn levantó su mano descolorida y cuidada, y la descargó con fuerza sobre el rostro del hombre maniatado.

Alec gritó. Los ecos estridentes resonaron en la sala de piedra, hiriendo los oídos de Horn. Bajó las manos y retrocedió de un salto.

Las marcas rojas de la mano de Horn, toscas como el calco de un niño, emergían a la superficie de la piel del cautivo. Éste miró fijamente a Horn con ojos desorbitados, sin pestañear para enjugarse las lágrimas.

—Soy un cobarde —dijo Alec. Horn volvió a levantar la mano, para ver encogerse al muchacho—. Me asusta que me hagan daño, te lo he dicho. Si me pegas, volveré a gritar.

—Dame el anillo.

—Eres un ladrón —dijo Alec con altanería, empujado a la furia por su temor—, además de una puta. ¿Para qué lo quieres?

Horn consiguió refrenarse para no deformar a golpes esa boca móvil y lisa.

—Harás lo que te ordene, o tu Richard y tú lo lamentaréis.

Ante el nombre del espadachín, el extraño joven se envaró.

—Si me lastimáis, señor —dijo—, seréis vos el que lo lamente. —Tenía la barbilla levantada, velados los ojos alargados, y su voz rezumaba alcurnia y desprecio.

—Jojó —dijo Horn—. Conque intentando ese truco, ¿eh? ¿Y de quién se supone que sois el pequeño bastardo... milord?

El muchacho volvió a dar un respingo, aunque Horn no había levantado ni un dedo.

—De nadie —musitó, agachando la cabeza—. No soy nadie, no soy absolutamente nada. Y me alegro de ello. —Pareció de repente que quisiera escupir—. Me alegro mucho, muchísimo de ello, si tú eres el ejemplo que supuestamente debería seguir.

—¡Qué insolencia! —siseó Horn. Apretando el puño a su espalda, dijo—: Y te sugiero que aprendas a controlarla, mi joven nadie. O te haré mucho, pero que mucho daño, y nadie oirá tus gritos.

—Tú sí —dijo Alec, de nuevo incapaz de contenerse.

—Te llenaré la boca de seda —respondió tersamente Horn—. Tengo entendido que es muy eficaz.

—¿Puedo beber algo primero? —preguntó Alec con la debida humildad.

—Desde luego que sí —dijo Horn—. No soy ningún monstruo. Compórtate, haz lo que te diga, y procuraremos que te sientas más cómodo.

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