A punta de espada (17 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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—Pero es que tienen derecho. —Basil Halliday se revolvió en su blando asiento, incapaz de seguir inmóvil—. Por lo menos eso tienes que concedérselo, Asper. Arriesgan la vida por nosotros, los pobres idiotas; de nosotros depende que valga la pena, para que no rechacen el encargo.

Ferris miró comprensivamente a lord Horn.

—Sí, pero el rechazo nunca es agradable —dijo en voz baja—. Da igual de dónde provenga. Asper tiene razón, la verdad: todo se reduce a una cuestión de poder. ¿Mandamos nosotros, o ellos?

—Ellos tienen las espadas. —Lord Halliday sonrió mirándose las manos—. Nosotros tenemos todo lo demás. Las cosas se igualan, no obstante, con una punta de acero en la garganta.

—Todo el mundo vive a punta de espada —entonó Ferris.

Horn se rió por reflejo, presintiendo un epigrama.

—Me refiero —abundó lord Ferris—a las cosas que les importan. Ten—las en tu poder y tendrás al hombre... o a la mujer... en tu mano. Amenaza lo que les sea querido y estarán completamente a tu merced: les pondrás una hoja muy afilada en el cuello.

—Y así —tomó el testigo lord Halliday—es como se desarma a alguien con las manos vacías. Fijémonos en el honor, por ejemplo: si el mío estuviera en tu poder, tendría que pensármelo dos veces antes de negarte nada.

—Pero el honor —acotó Horn—es potestad de los nobles, no de unos espadachines cualesquiera... al menos, tal y como lo entendemos nosotros. Para ellos es una mercancía que ponen a la venta junto con sus espadas, y que cuelgan en la chimenea con ellas cuando vuelven a casa con sus rameras, su bebida y sus rencillas de tres al cuarto. Viven como perros en la Ribera, sin que les importe nada: cambian de mujer como nosotros de abrigo, y malgastan nuestro dinero en cuanto se lo damos.

—Pero te equivocas —dijo suavemente Ferris—. No hay hombre vivo al que no le importe algo. —Tenía el rostro vuelto hacia Horn, pero su ojo bueno estaba posado en la chica—. Lo único que hay que hacer es encontrarlo.

Katherine apuró su jerez de un rápido trago.

—Quizá no quiera admitirlo... ¿y quién sí? Pero aun en la Ribera los vicios humanos delatan pasiones humanas.

—Eso no lo niega nadie. —Basil Halliday habló con voz serena. A juzgar por la tensión de la muchacha en la otra punta de la sala, veía que el ejercicio de filosofía había dejado de ser un juego... y puede que no lo hubiera sido nunca. Reconoció en Ferris el impulso de jugar con el poder que le habían dado; era algo por lo que pasaba uno antes o después. El fin de Ferris parecía ser doméstico. No le correspondía a Halliday juzgar las relaciones personales de otro: en la ciudad todo el mundo era un desconocido, si se fijaba uno atentamente. Pero no veía la necesidad de ser un accesorio mudo.

De modo que Halliday continuó:

—Pero Horn tiene razón. Nuestra clase de honor es diferente, porque ostentamos un poder diferente. Ningún señor actúa como un simple hombre: lo respalda del poder del estado, el poder de su raigambre y su riqueza. Yo diría que está por debajo de nuestro honor utilizarlos en una disputa personal.

Ferris giró la cabeza para mirarlo.

—Por eso son tan útiles los espadachines, milord: representan intereses particulares. En verdad, como decía antes Horn, el honor de un espadachín se extiende sólo hasta donde se puede confiar en él.

—¿Y no más allá? —preguntó Halliday—. ¿Qué hay de lo que signifique para el hombre en concreto?

Ferris esbozó su sonrisa de labios apretados.

—Hay opiniones encontradas a ese respecto. Pero, ¿por qué no se lo preguntamos a Katherine? Ella es nuestra experta local en honor de espadachines.

La menuda mujer se levantó, dirigiéndose a la chimenea. Pero Ferris la detuvo.

—Siéntate, Katherine. El fuego sabrá cuidarse solo. Háblanos de la vida doméstica de los espadachines.

La muchacha se sentó envarada, con los dedos extendidos apretados contra las rodillas. Con la mirada fija en el suelo, dijo:

—Es tal y como ha dicho el otro caballero. Alcohol, dados y peleas.

Ferris se repantigó, deleitándose.

—Tengo entendido que nos hacen un servicio, acabando con los indeseables de la Ribera.

—Se producen muchos asesinatos —dijo ella—. Por eso no debéis ir allí.

—Pero sus mujeres estarán a salvo, ¿no? Debe de haber algo que atesoren.

Una sonrisa torva se propagó por el rostro de Katherine, como si acabara de coger el chiste.

—Una vez conocí a un hombre que mató a su... amante.

—¿Por celos?

—No, en una pelea.

—Un espadachín con carácter.

—El de ella era peor, mucho peor. Nadie le echó la culpa, la verdad; o si lo hicieron, no había mucho que pudieran hacer al respecto. Todos la conocíamos.

Hasta Halliday se había quedado paralizado en su asiento. Rara vez se encontraban ribereños entre la servidumbre; bajo la humildad de Katherine ardía algo salvaje, el miedo de un animal acorralado.

—¿Qué hay del hombre? —preguntó Ferris—. ¿También está muerto?

—Es poco probable. El mes pasado mató a dos espadachines en un jardín.

Horn se quedó sin respiración.

—¡Despreciable! —musitó—. Primero mata a mi espadachín y ahora asesina a mujeres indefensas.

—No es el tipo de persona —dijo Ferris—al que parezca importarle nada. Seguramente hace bien, teniendo en cuenta la posición en que estaría de lo contrario.

—Hace unos años estaba bien atendido, antes de empezar a ponerse quisquilloso con las comisiones —dijo Horn con inesperado rencor—. Naturalmente, no sabría decir si cobraba por ello... Ya sabéis cómo son cuando están recién salidos del campo: jóvenes y fácilmente impresionables.

—Asper —dijo Basil Halliday en voz baja—. Esa mujer es amiga suya.

Pero Katherine estaba sonriendo a lord Horn.

—Sí —dijo—, aquéllos fueron buenos tiempos. Solía volver de la Colina con flores. Lástima que terminara mezclándose con... esa mujer como lo hizo. Pero ahora le ha dado la espalda a la Ribera y a la Colina: se ha procurado un estudiante sin dinero y mata gratis para él.

También Ferris se giró para sonreír a Hom.

—Supongo que los vicios que se aprenden de joven no lo abandonan a uno. No estaría en tu grupo, espero.

Horn se permitió fruncir ligeramente el labio.

—Nunca he sido partidario de perseguir espadachines. No hay... dignidad en ello.

—Tienes razón —dijo Ferris.

Katherine se levantó apresuradamente, apelotonándose las faldas en los puños, e hizo una reverencia ante lord Ferris.

—¿Eso es todo, señor?

—Sí, gracias. —Ferris ensayó la melancólica sonrisa que tan bien se adecuaba a su rostro enjuto—. Pareces cansada. Perdona que te haya entretenido. Sí, eso es todo. Buenas noches.

Lord Halliday parecía extrañamente cansado a su vez. La velada no había sido agradable: Ferris y Horn se traían algo entre manos, algo mezquino relacionado con los espadachines... y con el sexo, seguramente, conociéndolas inclinaciones de Horn. No le apetecía quedarse en compañía de los otros dos hombres. Admitiendo para sí que Horn había resistido más que él, se levantó para marcharse. Horn, desde luego, lo siguió. Mientras esperaban sus abrigos, oyeron una conmoción en la puerta. El mensajero lo buscaba a él, a lord Halliday, ya había estado en su casa y no podía demorarse...

A Halliday se le encogieron las entrañas al pensar que podía haber peligro en su casa; fue casi con alivio que vio el sello estatal sobre el papel, y supo que lo que fuera que había pasado no le había pasado a su familia.

Miró la carta por encima y se fijó en los rostros expectantes.

—Son los tejedores de Helmsleigh, me temo. Han llevado sus protestas al sur hasta Ferlie y ha amasado una multitud considerable. Están celebrando allí su consejo, Tony, justo al lado de tus tierras. Y están incendiando telares y casas.

—Bueno —dijo Ferris, con expresión severa—. Así que todas esas negociaciones al final fueron en vano. Iré enseguida. Dadme un cordón de la Guardia de la Ciudad y podré reunir a mis propios hombres camino de Ferlie. Dadme tan sólo una hora para ordenar mis asuntos...

—No puedes viajar esta noche. Los alguaciles locales ya han solicitado ayuda. Si duermes y partes por la mañana llegarás allí más seguro, y mucho más descansado.

Hubo más estrépito en el patio: la llegada de un testigo ocular, uno de los propios hombres de Ferris en Ferlie. Había venido con una escolta. Los hombres debían descansar esa noche; los tejedores sabían que se había avisado al lord Canciller y estaban más tranquilos por ahora.

Los invitados de lord Ferris se fueron sin más ceremonia. Tras ocuparse del alojamiento de sus mensajeros, lo primero que hizo Ferris fue redactar una nota para De Vier. El asunto no podía seguir adelante sin su estrecha supervisión; no quería movimiento alguno mientras estuviese fuera de la ciudad. Por el momento, Halliday estaba a salvo.

Era tarde cuando mandó llamar finalmente a Katherine. Vestido sólo con una camisa y una bata, estaba tendido encima de la cama, sin arropar, con la intención de descansar unas horas antes de que amaneciera. Le alargó la nota sellada:

—Quiero que te encargues de que tu amigo reciba esto antes de mañana por la noche.

Cuando la mujer abrió los ojos en ademán de protesta, añadió:

—No hace falta que vayas a la Ribera en persona, desde luego. Ya te he dicho que no quiero que vuelvas allí. Tienes contactos. Úsalos. No puedo enviar a uno de mis empleados, alguien podría reconocerlo. —Katherine cogió la carta sin dejar de mirarlo fijamente—. Kathy, pareces asustada. —La atrajo a la cama y echó una colcha por encima de los dos, desabrochándole la ropa mientras seguía hablando—: Te prometo que esto acabará pronto. Lo verás una vez más, a mi regreso, y eso será todo. —Ella le agarró los hombros, obligándolo a abrazarla—. No permitiré que te haga daño, como hizo con tu amiga.

—No es eso —dijo Katherine—; nunca has pensado que se tratara de eso.

—En fin, perdona si te he avergonzado en público. Tenía que dejar algo claro.

—Bueno, lo has conseguido. Pero a él le dará igual lo que hagas conmigo.

—Ah —sonrió él como si estuviera soñando—, no creerás eso. Aunque lo creas, no le servirá de nada. Verás, es un arma de doble filo. Puedo decirte cómo te sentirías si a De Vier le ocurriera alguna desgracia. —Acalló sus protestas con sus labios delgados—. No te preocupes ahora. No va a rechazarme, y yo no voy a hacerle daño. Pero es agradable saber que puedo confiar en vosotros dos.

Aplastada ahora bajo su peso, empezó a besarle el torso, el cuello, el mentón, como si su nerviosismo pudiera confundirse por pasión y silenciar su torrente de palabras.

Ferris, respirando con fuerza encima de ella pero negándose a dejarse arrebatar, continuó:

—¿Has visto a su amante erudito, por cierto?

—No.

—Yo sí; aunque nunca lo hubiera adivinado. Lo oí todo sobre él en ese sitio de la Ribera al que me enviaste. Y luego casi me derriba al cruzar la puerta.

Katherine se quedó quieta y tuvo que empezar de nuevo.

—¿Oh? ¿Cómo es?

Pero él tenía ya las manos en sus hombros, daba igual lo que hiciera.

—Flaco. Andrajoso. Es muy alto.

Apoyó todo su peso sobre ella.

Durmió un rato; cuando despertó ella seguía allí, fláccidamente ovillada alrededor de una almohada. Le dijo:

—A propósito —interrumpiendo sus sueños—, a propósito: Asper... es decir, lord Horn... seguramente venga por aquí para sonsacarte más información acerca de De Vier y su amigo. Dile todo lo que puedas y recuerda sus palabras para repetírmelas más tarde. Será divertido escuchar lo que piensa.

Katherine no dijo nada.

—Horn es un imbécil —dijo Ferris—; tú misma lo has visto. No te preocupes tanto. Quiero que hagas esto por mí.

—Sí, mi señor —dijo ella.

Por la mañana, lord Horn encontró la nota de De Vier guardada al fondo de un cajón. La desarrugó y contempló la caligrafía imperiosa, intentando ahorrarse la visión de su insultante mensaje. ¿Qué había dicho Ferris?
Todo el mundo vive a punta de espada.
Había sido un epigrama, a fin de cuentas... y no poco acertado

Capítulo 13

La nueva nota estaba sellada por fuera con una impresión del pulgar, y por dentro con el sello del cisne. Sólo había dos palabras escritas:
Más tarde.

—T, A, R —explicó Alec, deletreándola en la chimenea con el extremo quemado de una ramita—, es tar. D, E, de. «Tarde.»Richard tiró la nota al fuego, donde ardió vivamente unos segundos.

—Lástima de papel desperdiciado —protestó Alec—. ¡Casi no estaba escrito!

—No importa —dijo Richard—; cuando Tremontaine me pague el tercer anticipo, podré comprarte un legajo. ¿Esa D es la misma que en Richard?

—¡Muy bien! —celebró Alec, distraído, arrastrando las palabras—. Y que en Diane. Y duquesa. No hay, evidentemente —añadió remilgadamente—, ninguna D en Alec.

—Evidentemente. —Richard cogió una espada de entrenamiento, esquivando ágilmente al gatito gris que les había endosado la mujer de los gatos del vecindario a cambio de un poco de leña («Apartando al pobre de malas influencias», había dicho Alec al aceptarlo.) Al gatito le encantaban las puntas de espada en movimiento.

—Ahora tendrás tiempo para Michael Godwin —dijo animadamente Alec.

—¿El encargo de Horn? Pensaba que le habías escrito una carta.

—Así es. Pero podrías cambiar de opinión.

—No lo creo. —Richard se detuvo, con la punta de la espada lejos del alcance de los saltos del gato—. ¿También tú tienes algo en contra de Godwin?

—Todavía no. Pero siempre te quejas de la falta de dinero...

—Eres tú el que siempre se queja de la falta de dinero. Te lo digo siempre, es cuestión de retos. Sabes lo que es el aburrimiento, ¿no? Ahora, Halliday estará bien protegido. Es posible que tuviera que enfrentarme a varios de sus hombres antes de llegar siquiera hasta él, a menos que ingenie una manera de encontrarlo solo... a lo mejor yendo por los tejados y entrando por una ventana...

—Sabes —dijo Alec—, vas a matar a ese gato un día de éstos.

—No, verás cómo no. —Un giro casi imperceptible de su muñeca situó el filo fuera del alcance del animal.

—Qué bonito —dijo con acritud su amigo—. Deberían pagarte por hacer eso. —Se quedó sentado en silencio un momento, viendo cómo se ejercitaba Richard. El gato perseguía el talón derecho del espadachín en su rítmica danza sobre el suelo, sin hacer ruido. Sólo la pared emitía un rítmico golpear y crujir del acero; pero o bien los vecinos habían salido, o bien se habían acostumbrado ya. Cuando el gatito se acercó, Alec estiró rápidamente un brazo y lo levantó. Se acurrucó bajo su barbilla; le acarició distraídamente el lomo con un dedo. Observaba entre sus orejas al espadachín en movimiento, y dijo suavemente mientras continuaba el ejercicio—: En realidad nunca has visto a la duquesa, ¿verdad?

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