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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (15 page)

BOOK: A punta de espada
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—Oh, no —dijo Halliday con serena sorpresa—. Te equivocas. El duque de Karleigh es un héroe, el último hombre de cierta integridad que siente el debido respeto por la ley del Consejo. Mucha gente lo dice, él el primero. Lo que tenemos aquí es un hombre acaudalado, y por consiguiente poderoso, que ahora se propone ejercer ese poder. Celebró algunas cenas extraordinarias antes de considerar preciso trasladarse al campo... He oído que eran extraordinarias, al menos; nunca me invitaron a ellas, aunque a ti quizá sí. La hospitalidad puede empañar la pomposidad. Y su retórica ha dividido ya un Consejo que antes estaba unido. Teníamos un interés, un propósito mutuo que hacía años que no conocíamos. Ahora planea desmantelarlo, para que sus fantasías de los días dorados del gobierno de los lores puedan recibir carta blanca y, a la larga, hacernos saltar a todos por la borda.

—¿No te has parado a considerar —dijo suavemente Ferris—que, técnicamente, tiene razón? La Creciente era un título de cortesía; no se esperaba que acabara siendo lo que has hecho de él.

Halliday le lanzó una mirada lúgubre.

—¿No? Entonces, ¿por qué funcionan mejor las cosas cuando alguien asume la autoridad central, aguantando lo más recio de las quejas mediante elecciones en vez de los caprichos de moda? ¿Cuando alguien puede representarnos oficialmente ante el Consejo de la Ciudadanía? No tengo más poder que el que me conceden la gente y la necesidad. Ni siquiera Karleigh puede decir que yo haya infringido una sola normativa procesal. Escúchame, Ferris... y luego pon en duda mis motivos. No es una duda que quiera ver enterrada y eliminada. Pero piensa en la visión de Karleigh: ¿dónde está su candidato a reemplazarme? —Halliday posó su taza de chocolate un poco más fuerte de lo previsto—. No tiene ninguno. Le da igual lo que pase con el Consejo una vez me haya destituido.

—Quiere la Creciente para sí, desde luego —dijo Ferris—. Varios de sus antepasados la ostentaron, cuando significaba celebrar fiestas y asegurarse de que nadie hablara a destiempo en las reuniones. Todos los duques están un poco obsesionados con sus derechos hereditarios.

—¡Motivo por el cual, supongo, se esfuerza tanto por negarme mis derechos electivos! Ostentar la Creciente no va a investir de grandeza de repente a ese idiota —dijo con rencor Basil Halliday—. Cualquiera pensaría que hasta él debe de saberlo ya. Sus ideas son populares, pero él no. Se ha peleado con la mitad del Consejo a cuenta de sus tierras, y con la otra mitad a cuenta de sus esposas.

—Pero no conmigo —dijo quedamente Ferris.

—No contigo. Todavía no. —Halliday se retrepó en su silla—. Dime, —Tony; ¿qué pasaría si lo organizara para que un títere ostentara la Creciente en mi lugar hasta que pudiera volver a optar al cargo?

—Cualquier cosa. Tu hombre podría encontrarse demasiado impresionado por su poder y negarse a escucharte. Podría intentar hacer caso de tus sugerencias y sencillamente ser demasiado débil para mantener unido el Consejo como haces tú. —Y, estaba pensando Ferris, ante todo tendría que ser un alfeñique para considerar siquiera la posibilidad de ocupar ese puesto.

—Exactamente —dijo Halliday—. Una persona débil no podría hacerlo, y alguien fuerte no querría. —Ferris sonrió débilmente ante la perspicacia de Halliday—. Pero si se niega por votación la medida de prolongar mi mandato —continuó Creciente—, tendré que respaldar a alguien para que me suceda. Lo he pensado mucho. Espero que tú también.

Bajo la límpida mirada de Halliday, Ferris se sentía tremendamente expuesto. Pensó en los guardias del exterior, y en él mismo en la casa de Halliday, solo y vulnerable a un desafío mortal. Pero no era ése el significado del mensaje de Halliday. Al contrario que Ferris y la duquesa de Tremontaine, Basil Halliday no era dado a esconder dobles sentidos tras sus palabras.

—Por esta vez todo estaría en perfecto orden —dijo Ferris—. Pero cuando pueda optar a la reelección, quizá no me encuentres tan fácil de derrotar.

—Pero —sonrió Halliday—, en este caso, mi rechazo por mayoría de votos me situaría en el mismo bando que Karleigh. Eso le sentará fatal.

—¡Menudo motivo!

—En ese caso, ¿estarías dispuesto?

—¿A ostentar la Creciente? Mentiría si dijera que no. Tomar lo que tú has hecho de ella, guiar un Consejo fuerte bajo el manto de tu respaldo... —Dijo a Halliday lo que quería oír. No era difícil. Pero incluso este sorprendente gesto de visionaria generosidad le daba ganas de reír. ¡La mirada de Halliday estaba tan concentrada en el futuro que ni siquiera veía lo que tenía delante!—. Pero, ¿cómo va a resolver todo esto tus problemas con Karleigh? ¡Cualquiera diría que querrías concentrarte en ver que no hay necesidad de respaldar mi candidatura!

Basil Halliday se mostró sorprendido.

—Es sencillo. Ve y habla con Karleigh.

Por una vez, Ferris se sintió completamente desorientado.

—Milord —dijo—. Eso sería funesto. Karleigh no sabe mantener la boca cerrada y yo perdería a todos tus partidarios de un plumazo.

Halliday reprimió un gesto de impaciencia.

—Ferris... he observado tus cuidadosas estratagemas por permanecer neutral en el Consejo. Eso irrita a la gente... Vienen a mí quejándose porque no aciertan a adivinar de qué lado estás. ¿Crees que no sé lo difícil que es construir esa base? Quiero aprovecharla, no destruirla. Habla con Karleigh en tu nombre. Di lo que tengas que decir. No eres mi hombre; no puedo enviarte a defender mi causa, y menos ahora que te he ofrecido semejante golosina si pierdo. Simplemente ve y confúndelo un poco... Enturbia la situación... Sé que puedes hacerlo, Tony. —Su expresión, risueña, se endureció—. Pero ten en cuenta una cosa: si me traicionas, lo sabré. Y me ocuparé de que no haya ninguna capa con la que puedas cubrirte.

—No te gustan los duelos, ¿verdad? —dijo Ferris. Halliday meneó la cabeza—. No apruebas el empleo de espadachines en general; quizá porque has tenido que presidir el resultado de demasiados duelos de honor. Eso hastía a cualquiera. Pero hay un duelo entre Karleigh y tú. ¿Crees que el hecho de involucrarme lo convertirá en otra clase de juego?

—Algo así. —El Canciller de la Creciente esbozó una sonrisa renuente—. Karleigh es tan anticuado.

—Y yo soy, en el fondo, un jugador. Aunque precavido. ¿Cuándo querías que viera a Karleigh?

—En cuanto te resulte conveniente realizar el viaje.

—Ah —dijo Ferris—; eso no será posible hasta dentro de otra semana. Tengo que atar algunos cabos sueltos aquí. Pero luego... luego, ya veremos. Puede que entonces me resulte conveniente

Capítulo 11

Tanto Michael Godwin como lord Horn recordarían la fiesta en la barcaza de la duquesa, aunque por distintos motivos. Michael había olvidado ya el incidente con Horn como otra desavenencia en una velada llena de ellas. Para ser perfectamente correcto, debería haber enviado una disculpa formal a Horn; pero era joven, y arrogante, y estaba concentrado en expulsar a Diane de sus pensamientos. Eso requirió de él, en los días siguientes, que se sumergiera en una ronda febril de actividades supuestamente agradables: carreras a pie y a caballo, intercambiando grandes sumas de dinero según sus resultados; acudir a fiestas con personas sobre las que la madre de uno no querría saber nada, y encargar trajes a medida que vestir en ellas. Estaba claro que la duquesa no lo quería. Era simplemente una coqueta consumada. Si seguía adelante con Ferris, era asunto suyo; en retrospectiva, Michael comprendió que poner la reputación de la duquesa públicamente en entredicho no haría sino dañar la suya. Había bellezas distinguidas de sobra que conquistar con muchos menos problemas. Siguió viendo a Bertram Rossillion, y empezó a galantear con Helena Nevilleson hasta que su hermano le pidió que parara. Había iniciado el coqueteo para irritar a la traicionera Olivia, la esposa de Bertram; para cuando Chris adivinó sus intenciones ya había surtido su efecto: lady Olivia se mostraba tan formal y distante como si nunca se hubiera tropezado contra el abrigo de Michael para susurrarle a qué hora debía presentarse en su alcoba. A Michael le alegraba su distanciamiento; cuando recordaba en qué circunstancias se había encontrado por primera vez con lord Horn, también de eso la culpaba a ella.

Era asombroso, con todas sus otras actividades, que Michael encontrara tiempo para seguir con sus clases de esgrima. Pero lo cierto era que encontraba que sólo en el estudio de Applethorpe estaba completamente libre de la imagen de Diane. Estaba listo para caer el día que lo empujara el maestro.

De pie frente a un grupo de hombres sudorosos, todos emparejados e intercambiándose miradas furibundas tras un ejercicio de ataque y contraataque, Applethorpe había dicho suavemente:

—Todos queréis ser los mejores. Olvidaos de eso. Los mejores ya exis—ten, y vosotros jamás los tocaréis. Contentaos con ser lo bastante buenos para hacer lo que tengáis que hacer.

Los jóvenes habían sacudido los músculos y se habían reído, algunos ante la tendencia a los sermones del maestro, otros en avergonzado reconocimiento de su ambición. Lord Michael se lo quedó mirando fijamente, jadeando aún a causa del ejercicio. Sentía el martilleo de la sangre en la cabeza. Pues claro que era lo bastante bueno para hacer lo que tenía que hacer. Siempre lo había sido. Por vez primera comprendió que quizá no todo el mundo lo fuera; que algunos nunca lo serían.

Terminada la lección, con la boca seca, se acercó al maestro y preguntó:

—¿Qué queríais decir con eso de «los mejores»?

Applethorpe extendió el brazo y uno de sus ayudantes le quitó el guante.

—Los verdaderos espadachines, naturalmente —dijo, dirigiéndose a Michael—. Hombres que deben ganarse la vida peleando a muerte... y que deben ganar todas las veces. No hay muchos de ellos, desde luego; la mayoría dura solamente una temporada o dos antes de sucumbir, o se retira a un cómodo puesto de guardia en la Colina, o acepta los encargos más sencillos.

—¿De dónde vienen?

El maestro se encogió de hombros.

—¿Dónde estudiaron, quieres decir? ¿Quién sabe? Yo tuve un maestro; un viejo loco, borracho la mitad del tiempo, brillante cuando veía claro. Si uno necesita aprender, aprende. —Agitó la mano como si estuviera espantando mosquitos—. No es el tipo de cosas que vienen a hacerse aquí. Hacen falta más de dos horas a la semana. —Había dado en el clavo.

Las amistades de Michael pronto empezaron a inventarse historias para justificar sus desapariciones: tenía una amante de baja estofa al otro lado de la ciudad; había descubierto un sastre magistral que vivía en algún desván... Alguien que lo vio cerca de los establos dijo que estaba entrenando un caballo para las carreras de primavera. Pero no se podía demostrar nada. Michael tenía cuidado. Iba al taller de Applethorpe todos los días para practicar y recibía una clase privada a la semana.

***

La reacción de lord Horn ante lo ocurrido la noche de los fuegos artificiales consistió en enviar una carta a Richard de Vier, en la Ribera. Alec la trajo a casa del local de Rosalie el día después de que Richard se hubiera reunido con Katherine en las Tres Llaves. Richard acababa de levantarse. No le dolía la cabeza y no se sentía mareado, pero se conducía con cuidado por si acaso empezaba algo. Tenía una sed espantosa y estaba bebiendo agua del pozo.

Alec agitó un pergamino de gran tamaño en su dirección.

—Carta. Para ti. La tenía Rosalie desde ayer. Recibes más cartas que una doncella recién presentada en sociedad.

—¡Déjame verla! —Richard examinó el enorme blasón que sellaba el papel—. ¡Oh, no! —Se rió al reconocerlo de las puertas del baile de invierno—. Es de lord Horn.

—Ya lo sé —dijo recatadamente Alec. Cuando Richard sacudió el papel éste se abrió, y vio que Alec ya había separado limpiamente el lacre de la hoja de una sola pieza.

—No está mal —aprobó—; pero, ¿no te enseñaron a volver a sellarlo?

—Por lo general no me molesto —respondió despreocupadamente Alec.

—Bueno, ¿qué pone? —preguntó Richard—. ¿Intenta emplearme, o quiere llevarme a juicio por haberle estropeado los arbustos?

—No la he leído todavía. Sólo quería saber de quién era. La caligrafía es horrible... Seguro que la ha redactado él en persona. Ningún secretario escribe así.

—Qué listo es Horn —comentó sarcásticamente Richard—. No quiere que su secretario sepa que intenta emplearme, pero deja que toda la Ribera vea su sello. ¿Qué pone? —repitió; pero Alec estaba riéndose con demasiadas ganas como para responder—. Toma aire —le aconsejó Richard—. No entiendo una palabra de lo que dices.

—¡Es la ortografía! —se rió Alec sin poderlo evitar—. ¡Idiota pomposo! Cree que... quiere...

—Te voy a meter nieve por la espalda —dijo Richard—. Es un remedio seguro contra la histeria.

Alec leyó en voz alta:

—«Como sin duda sabréis ya, mi siervo maese De Maris encontró un serio percance en su profesión el mes pasado...». Se refiere a que lo mataste. Serio percance... Me pregunto si Horn entiende de juegos de palabras.

—¿Qué quiere, una disculpa? Si busca un espadachín nuevo para su casa, dile que mis honorarios son veinte... no, que sean treinta al día. A la hora.

—No, espera, no es eso. «... Afortunadamente, esto podría redundar en vuestro beneficio, pues estoy dispuesto a ofreceros el tipo de empleo que creo soléis aceptar, y que sin duda encontraréis aceptable.»—Sin duda. —Richard lanzó un cuchillo al techo—. Tienes razón. Es idiota. Dile que no.

—Oh, venga ya, Richard —dijo jovialmente Alec—. El hecho de que sea un idiota no significa que su dinero no valga.

—Te sorprenderías —dijo De Vier, recuperando el cuchillo de un salto—. No me gusta trabajar para estúpidos. No son de fiar. Y no debe de saber mucho, si no nunca habría contratado a De Maris.

—Les da igual a quién contraten. Sólo es una moda.

—Lo sé —respondió Richard, imperturbable—. ¿A quién quiere que mate?

—Que desafíes. Por favor. Aquí somos todos caballeros, hasta los que no saben deletrear. O leer. —Alec sostuvo la hoja a un brazo de distancia, entornando los ojos ante la caligrafía—. «Hay un asunto de honor que me ha tocado el honor...». No, eso está tachado... «que me ha tocado el alma, hiriéndola con un profundo tajo que sólo podrá...»—Seriedad, Alec.

—«¡... que sólo podrá subsanarse con la espada! No es preciso que os preocupéis por la naturaleza de la herida. Estoy dispuesto a pagaros hasta cuarenta reales en calidad de alquiler de vuestros servicios. A cambio de dicha suma representaréis mi nombre por medios legítimos y honorables en el reto a muerte de lord Michael Godwin de Amberleigh».

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