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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (14 page)

BOOK: A punta de espada
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—Siempre estás diciéndome que me emborrache. Bueno, pues ya lo he hecho y no me gusta. —Se sentó con fuerza en su única silla, asumiendo la postura de quien no piensa levantarse en mucho tiempo.

—¿Con qué te has emborrachado? —preguntó Alec—. ¿Con la sangre de siempre?

—No, brandy y vino. Un brandy realmente espantoso. Sabía que no me gustaba emborracharme y ahora recuerdo por qué. Tengo que recordarme todo el rato dónde tengo los pies. No me gusta nada, de verdad. No entiendo cómo puedes soportarlo tú tan a menudo.

—Bueno, a mí no me importa nunca dónde tengo los pies. ¡No me digas que has dejado que Ferris te diera un brandy asqueroso!

—No, he sido yo. Yo solito. Pensé que me gustaría. Tú siempre dices que me gustaría. Bueno, pues no me gusta. Estabas equivocado.

—Ya lo has dicho —dijo Alec—, dos veces. Si crees que voy a disculparme porque no sabes dónde tienes los pies, te equivocas. Salgamos. Te enseñaré a jugar a los dados.

—Estoy borracho, no loco. Me voy a la cama.

Alec se estiró en su silla diván como un gato, con un pulgar aún en el libro.

—Richard, ¿por qué te has emborrachado? ¿Ferris no se ha presentado?

—Pues claro que no se ha presentado. Se presentó otra persona.

—¿Se han portado mal contigo? ¿Vas a matarlos?

—No y no. Dios, qué sanguinario eres. No voy a matar a nadie. Voy a acostarme. Pídeme lo que sea para desayunar, pero que no sea pescado.

No sabía cómo podía haberse desvestido y metido en la cama, pero de pronto encontró una mano cerrada sobre su hombro y la voz de Alec que repetía una y otra vez:

—Richard, Richard, despierta.

Reparó enojado en lo lenta que era su reacción mientras gruñía y se daba la vuelta, para decir con una voz pastosa que no era la suya:

—¿Qué pasa?

No había cerrado los postigos; una tenue barra de plateada luz de luna caía sobre la cama, iluminando la mano de Alec tensa sobre la colcha, aplastando el papel de lord Ferris.

—Estabas roncando —dijo ingenuamente Alec arrastrando las palabras; pero la blancura de sus nudillos sobre el papel lo delataba.

—Bueno, ya he parado. —Richard no se molestó en discutir—. ¿Qué te parece el mensaje de Ferris?

—Me parece que su ortografía apesta. —Con el peso de los sellos a modo de lastre, Alec desplegó la hoja de una sacudida.

No había nada escrito en ella; tan sólo el dibujo de un fénix elevándose entre llamas por encima de una serie de bandas heráldicas.

—Es un escudo de armas —dijo gravemente Alec—. ¿Sabes cuál?

—Claro. Lo he visto por toda la ciudad. En sus estandartes, sus carruajes y otras cosas.

—Es Basil Halliday —anunció pomposamente Alec, como si Richard no hubiera respondido.

Con cierta precipitación, Alec apartó las sábanas a su alrededor y empezó a pasearse por el cuarto.

—¿Éste es el hombre que Ferris quiere que mates?

—Ferris o la duquesa. Todavía no he averiguado cuál de los dos. Él debe de estar protegiéndola.

—No puede hacer de recadero para ella. Alguien de su posición apenas se dignaría limpiarse las botas él mismo. ¿Podría significar el dibujo que Halliday es el patrono de otra persona?

—No. Ésta es la forma que tienen los más inteligentes de anunciar su objetivo. Debería quemar esa hoja. Recuérdamelo por la mañana.

—No te duermas —le ordenó Alec.

—No creo que... —Un bostezo le desencajó la mandíbula, pero se obligó a mantener los ojos abiertos—. ¿Qué ocurre? —preguntó—. Te he contado todo lo que sé. ¿Puedes decirme algo más? ¿Debería saber alguna cosa?

Era la pregunta equivocada. El rostro de Alec se cerró como una trampa..

—¿Saber? —repitió, acero y miel—. Sé que me conviene mantenerme al margen cuando juegan a estos juegos. Te crees que estás por encima de todo, Richard... pero te masticarán, y al final te dará igual si te tragan o te escupen.

Richard quería explicarle que a los espadachines no les pasaba eso: cobraban por su trabajo y se iban a casa, dejando que los nobles discutieran el resultado entre ellos. Por vez primera se preguntó seriamente si Alec conocería realmente de la Colina, puesto que no sabía eso. Pero lo único que dijo fue:

—No me pasará nada... si es que al final acepto el encargo. Estoy a tiempo de negarme. Pero la duquesa pagará por ello, y Ferris me evitará complicaciones. Ya lo verás. A lo mejor nos mandan a Tremontaine hasta que se calmen las aguas... Viviríamos en una bonita cabaña junto al río, pescaríamos, criaríamos abejas... ¿Qué te parecería pasar una temporada en el campo?

—Detesto el campo —dijo Alec con voz glacial—. Vuelve a dormirte.

De Vier cerró los ojos y por fin se hizo lo bastante oscuro.

—Está bien. Pero sólo porque me siento complaciente. Lástima. Por la mañana me sentiré espantosamente mal.

—Duerme. Por las tardes siempre te sientes estupendamente bien.

Y eso es precisamente lo que hizo.

Capítulo 10

Era demasiado pronto, pensaba lord Ferris mientras caminaba por la calle camino de la residencia de los Halliday; demasiado pronto como para que Basil Halliday supiera cuál era el juego.

El encargo de Katherine estaba recién cumplido. Dentro de una semana, si todo iba bien, Ferris tendría la respuesta del espadachín, y se podrían empezar a cumplir los planes para el desafío mortal del Canciller de la Creciente. Aunque Katherine hubiera echado un vistazo al papel cuidadosamente sellado que llevaba encima, Ferris sabía qué pasos había dado el día anterior; y pensaba que no era insincera con él. De Vier tampoco era ningún agente de Halliday; de eso Ferris estaba seguro.

No había forma de saber qué significaba la invitación de lord Halliday a venir y «conversar en privado». Era una nota informal de puño y letra de Halliday; puede que su secretario ni siquiera estuviera enterado de ella. Eso hacía que Ferris recelara, pero el Canciller del Dragón del Consejo Interno no podía hacer oídos sordos a una convocatoria de su Creciente, por misteriosa que fuera... y quizá se tratara tan sólo de algún asunto peliagudo del Consejo que Halliday quería discutir con él antes de que se enterara nadie más. La nota informal podría ser simplemente eso: se había oído protestar a los secretarios de Halliday porque las informalidades de su señor los distraían. Puede que Ferris tuviera que aguardar detrás de quienquiera que tuviese la cita oficial a esa hora.

La residencia de los Halliday se levantaba sola en lo alto de una calle empinada; inconveniente, pero dotada de una vista magnífica. Era una casa sin verja en la entrada: todos sus jardines se encontraban en la parte de atrás, de cara al río. Ferris vio a un par de hombres fornidos que remoloneaban en la linde de la propiedad. No era demasiado pronto, al parecer, para que el Canciller de la Creciente hubiera empezado a preocuparse por el peligro en que lo ponían las elecciones. A partir de ahora iba a estar bien protegido. Eso tranquilizó un poco a Ferris: la defensa era lo suficientemente vaga como para sugerir que Halliday no estaba al corriente de ningún plan en concreto. Estaba bien vigilado. De Vier tendría que ser astuto. Aunque, claro está, la reputación de De Vier decía que lo era. Esperaba que no fuera tan astuto como para rechazar el trabajo.

Quizá, reflexionó Ferris, debería haber programado más ajustadamente sus acciones, haberle dado al espadachín menos tiempo para sopesar la oferta. Pero Ferris se había dejado guiar por la impresión que le causara De Vier en la taberna de la Ribera: el espadachín hacía gala del amor propio de un artista, la vanidad de un amante. Igual que a un amante, había que agasajarlo; igual que a un artista, había que adularlo. Darle tiempo para meditar las cosas era un gesto de confianza y respeto que Ferris esperaba que cerrara el trato. Tampoco le vendría mal a De Vier tomar una decisión tiempo antes de la próxima cita prevista, para que acudiera a ella ansioso, mordiendo el freno.

Ferris encontró a Basil Halliday en su estudio, rodeado de papeles y tazas de chocolate medio vacías. Tenía el pelo alborotado; debía de haber estado pasándose los dedos por él. En su frente había una mancha de tinta que lo corroboraba. La sonrisa con que recibió a Ferris resultaba tanto más encantadora por su preocupación. Ferris se tranquilizó un ápice y empezó a preguntarse de qué tendría que dejarse convencer esta vez.

—¿Qué crees que trama ahora tu amigo Karleigh? —preguntó lord Halliday a Ferris sin más preámbulo.

—¿El duque? —respondió Ferris—. Estará refunfuñando en su hacienda, me imagino. Donde debería estar, después de que hicieras que De Vier batiera a su espadachín en la casa de Horn.

—¿Yo? Yo no lo empleé. Sé lo que andan diciendo, pero ese duelo fue la primera noticia que tuve de desafío alguno.

—Es lo que dice Horn. —Eso respondía a la pregunta. A Ferris no le gustaron las implicaciones. ¿Quién aparte de Halliday tenía el poder necesario para asustar a Karleigh por medio de un duelo puramente formal hasta el punto de expulsarlo al campo en esa época del año? Alguien fuerte y secreto, que no quería impedimentos para la reelección del Canciller de la Creciente... o puede que Halliday fuera capaz de jugar más sucio de lo que pretendía—. Debería aprender a no escuchar las opiniones de Horn.

—Eres joven —dijo jovialmente Halliday—; se te pasará. —Y sería una lástima que no hubiera sido el espadachín de Halliday: a Ferris le gustaba la irónica simetría de la expulsión de Karleigh por parte de Halliday, puesto que resultaría más sencillo fijar las sospechas sobre Karleigh si éste se encontraba fuera de la ciudad.

—Así que Karleigh intenta echarte del asiento in absentia, ¿no? —Ferris se sirvió un poco de chocolate tibio.

—Mi señor duque ha ido y ha puesto el dinero para que el teatro de Blackwell reponga
El fin del rey
el mes que viene... suponiendo que haya dejado de nevar para entonces.

—Oh, seguro que sí. Pasa siempre. Abrirán justo a tiempo. Sabes, Basil,
El fin del rey
es una obra verdaderamente espantosa.

—Sí. —Halliday hizo una mueca—. La recuerdo bien. Tiene un montón de discursos agitadores contra la tiranía monárquica: «El gobierno de un solo hombre no es gobierno sino violación», cosas así. Mary y yo tendremos que sentarnos en algún lugar a la vista y aplaudir con ganas.

Ferris acarició el brazo de la silla.

—Podrías cerrarlo, ya sabes. El teatro de Blackwell es una guarida de ladrones y una amenaza para la salud pública.

El mayor de los dos hombres enarcó las cejas.

—Oh, Tony. Y yo que pensaba que te gustaba el teatro. Hablas igual que Karleigh... Ése es precisamente el tipo de gesto tiránico que intenta incitarme a hacer con sus provocaciones. Pero mide el temperamento de los demás según el suyo. No voy a cerrar el teatro... sobre todo porque tengo entendido que van a reponer una de esas viejas tragedias de sangre y venganza que a mí me encantan. Consiguen ser rígidamente morales, sin restregártelo por las narices... no como
El fin del rey,
que machaca sus argumentos tres veces en el primer discurso. Me pregunto qué actor se parecerá lo bastante a mí como para representar al rey depuesto.

—Ninguno, espero; todos están desnutridos. —Ferris se ajustó el parche del ojo. Debía acordarse de no mostrar tanta sorpresa cuando Halliday demostrara ser capaz de intuir las maquinaciones de los demás. Y debía resistir el impulso de insistir demasiado ahora: si fuera posible destruir al Canciller de la Creciente dándole malos consejos, Ferris se habría propuesto hacerlo mucho antes, y la consiguiente escena con De Vier sería innecesaria—. Debo decir que te lo estás tomando todo con calma. Si la chusma de la ciudad se vuelve contra ti gracias a la agitación de segunda mano de Karleigh, tu reelección en el Consejo no te servirá de nada.

—Oh, Mary se lleva todo el genio —sonrió el marido de la mencionada—; tú te llevas los planes meticulosamente ingeniados.

—Tienes un plan. —Ferris caminó hasta la otra punta de la estancia, dejando que el humorismo enmascarara el alivio que sentía. Lejos de descubrir la conspiración contra él, Halliday estaba a punto de admitirlo más aún en sus confidencias. Bueno, ¿por qué no? Nunca había dado motivos a Creciente para sospechar de él. Sí, disentía con él de vez en cuando en el Consejo, como respetable oponente. Pero sus verdaderas políticas estaban tan alejadas entre sí que ni siquiera tenía sentido intentar reducir a Halliday por medios ortodoxos.

La política de Halliday se sustentaba en una fusión inestable del campo y la ciudad. Parecía creer que los nobles habían dejado de constituir el lazo de unión entre ambos que durante tantos años había supuesto su control sobre las tierras; que conforme la ciudad se tornaba más próspera e independiente de ellos, perderían su influencia y, mientras tanto, perdían además el campo merced a su falta de atención. Debía admitir que los acercamientos del Canciller de la Creciente al Consejo de la Ciudadanía y su popularidad entre el populacho en general servían de algo; pero en opinión de Ferris éste era un plan nebuloso para un futuro aún más incierto. Si Halliday no amara tanto la ciudad, habría vuelto al campo hacía tiempo para hacer ejemplo de sus propios terrenos. No era un administrador ineficiente; y Ferris no podía menos que admirar la manera en que lograba lo que se proponía disimulando sus objetivos con conceptos aceptables para el Consejo; pero saltaba a la vista que era, en última instancia, un soñador... y que tarde o temprano sus estimadas innovaciones le pasarían factura y conseguirían que perdiera el respaldo de la nobleza. El ultraconservador Karleigh se había percatado ya del tono, si bien no del contenido, del programa de Halliday. Creciente estaba sobrepasándose peligrosamente al adelantar las elecciones a esta primavera; aunque lo cierto era que las circunstancias le dejaban pocas opciones. Y si salía vencedor, el apoyo cimentaría su posición, posiblemente de por vida. De perder, sus sucesores podrían armar tal estropicio administrativo que aún podría regresar rodeado de gloria.

En cuanto a su plan... Ferris decidió esperar lo mejor.

—Me honráis con vuestra confianza, milord.

Halliday sonrió.

—Tengo mis motivos. Aunque no te cuentes entre mis partidarios más ruidosos.

—Pero tampoco respaldo a Karleigh. Mis razones para ello son evidentes para cualquiera que tenga ojos en la cara. Milord el duque no es más que un entrometido pomposo con una fe conmovedora en su propia retórica.

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