Read A través del espejo y lo que Alicia encontró allí Online
Authors: Lewis Carroll
—¿Qué es esto? —preguntó, parpadeando indolentemente en dirección a Alicia y hablando en un tono de voz huero y cavernoso que sonaba como si fuese el doblar de una gran campana.
—¡A ver, a ver! ¿A ti qué te parece que es? —exclamó ansiosamente el unicornio—. ¡A qué no lo adivinas! ¡Yo desde luego no pude hacerlo!
El león contempló a Alicia cansinamente.
—¿Eres animal..., vegetal..., o mineral...? —preguntó, bostezando a cada palabra.
—¡Es un monstruo fabuloso! —gritó el unicornio antes de que Alicia pudiera contestar nada.
—Entonces, pasa ese pastel de frutas, monstruo —repuso el león, tendiéndose en el suelo y apoyando el mentón sobre las patas—. Y sentaos vosotros dos también (al Rey y al unicornio), ¡a ver si no hacemos trampas con el pastel!
El Rey se sentía evidentemente muy incómodo de tener que sentarse entre las dos grandes bestias; pero no podía sentarse en ningún otro lugar.
—¡Qué pelea podríamos tener ahora por la corona!, ¿eh? —comentó el unicornio mirando de soslayo a la corona, que comenzaba a sacudirse violentamente sobre la cabeza del Rey, de tanto que estaba temblando.
—Ganaría fácilmente —declaró el león.
—¡No estés tan seguro! —replicó el unicornio.
—¡Cómo! ¡Pero si te he perseguido por todo el pueblo! ¡So gallina! —replicó el león furiosamente, casi poniéndose en pie mientras lo increpaba así.
Al llegar a este punto, el Rey los interrumpió para impedir que reanudaran la pelea; estaba muy nervioso y desde luego le temblaba la voz.
—¿Por todo el pueblo? —preguntó— pues no es poca distancia. ¿Fuisteis por el puente viejo o por el mercado? Por el puente viejo es por donde queda la mejor vista.
—Yo sí que no sabría decir por dónde fuimos —gruñó el león, echándose otra vez por el suelo—. Hacía demasiado polvo para ver nada. ¡Cuánto tarda el monstruo cortando ese pastel!
Alicia se había sentado al borde de un pequeño arroyo con la gran fuente sobre las rodillas y trabajaba diligentemente con el cuchillo.
—¡Pero qué fastidio! —dijo, dirigiéndose al león (se estaba acostumbrando bastante a que la llamaran «monstruo»)—. Ya he cortado varios trozos, pero ¡todos se vuelven a unir otra vez!
—Es que no sabes cómo hacerlo con pasteles del espejo —observó el unicornio—. Reparte los trozos primero y córtalos después. Aunque esto le parecía una tontería, Alicia se puso de pie, obedientemente, y pasó la fuente a unos y otros; el pastel se dividió solo en tres partes mientras lo pasaba.
—Ahora, córtalo en trozos —indicó el león cuando hubo vuelto a su sitio con la fuente vacía.
—¡Esto sí que no vale! —exclamó el unicornio mientras Alicia se sentaba con el cuchillo en una mano, muy desconcertada sin saber cómo empezar—. ¡El monstruo le ha dado al león el doble que a mí!
—Pero en cambio se ha quedado ella sin nada —señaló el león—. ¿No te gusta el pastel de frutas, monstruo?
Pero antes de que Alicia pudiera contestar comenzaron los tambores a redoblar.
Alicia no acertaba a discernir de dónde procedía tanto ruido, pero el aire parecía henchido de redobles de tambor cuyo estrépito estallaba dentro de su cabeza hasta que empezó a ensordecerla del todo. Se puso en pie de un salto y acosada de temor saltó al otro lado del arroyuelo; tuvo justo el tiempo de ver...
... antes de caer de rodillas y de taparse los oídos tratando en vano de aislarse del tremendo ruido, cómo el león y el unicornio se ponían súbitamente en pie, mirando furiosos en derredor al ver interrumpida su fiesta.
«¡Si eso no los echa a tamborilazos del pueblo —pensó para sí misma— ya nada lo logrará»
Después de un rato, el estrépito fue amainando gradualmente hasta quedar todo en el mayor silencio, por lo que Alicia levantó la cabeza, un poco alarmada. No se veía a nadie por ningún lado, de forma que lo primero que pensó fue que debía de haber estado soñando con el león y el unicornio y esos curiosos mensajeros anglosajones. Sin embargo, ahí continuaba aún a sus pies la gran fuente sobre la que había estado intentando cortar el pastel.
—Así que, después de todo, no he estado soñando —se dijo a sí misma—... a no ser que fuésemos todos parte del mismo sueño. Sólo que si así fuera, ¡ojalá que el sueño sea el mío propio y no el del Rey rojo! No me gusta nada pertenecer al sueño de otras personas —continuó diciendo con voz más bien quejumbrosa como que estoy casi dispuesta a ir a despertarlo y ¡a ver qué pasa! En este momento sus pensamientos se vieron interrumpidos por unas voces muy fuertes, unos gritos de:
—¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque! —que profería un caballero, bien armado de acero púrpura, que venía galopando hacia ella blandiendo una gran maza. Justo cuando llegó a donde estaba Alicia, el caballo se detuvo súbitamente—: ¡Eres mi prisionera! —gritó el caballero, mientras se desplomaba pesadamente del caballo.
A pesar del susto que se había llevado, Alicia estaba en aquel momento más preocupada por él que por sí misma y estuvo observando con no poca ansiedad cómo montaba nuevamente sobre su cabalgadura. Tan pronto como se hubo instalado cómodamente en su silla, empezó otra vez a proclamar:
—¡Eres mi...!
Pero en ese preciso instante otra voz le atajó con nuevos gritos de:
—¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque!
Y Alicia se volvió, bastante sorprendida, para ver al nuevo enemigo.
Esta vez era el caballero blanco. Cabalgó hasta donde estaba Alicia y al detenerse su montura se desplomó a tierra tan pesadamente como antes lo hubiera hecho el caballero rojo. Luego volvió a montar y los dos caballeros se estuvieron mirando desde lo alto de sus jaeces sin decir palabra durante algún rato. Alicia miraba ora al uno ora al otro, bastante desconcertada.
—¡Bien claro está que la prisionera es mía! —reclamó al fin el caballero rojo.
—¡Sí, pero luego vine yo y la rescaté! —replicó el caballero blanco.
—¡Pues entonces hemos de batirnos por ella! —declaró el caballero rojo, mientras recogía su yelmo (que traía colgado de su silla y tenía una forma así como la cabeza de un caballo) y se lo calaba.
—Por supuesto, guardaréis las reglas del combate, ¿no? —observó el caballero blanco mientras se calaba él también su yelmo.
—Siempre lo hago —aseguró el caballero rojo.
Y empezaron ambos a golpearse a mazazos con tanta furia que Alicia se escondió tras un árbol para protegerse de los porrazos.
—¿Me pregunto cuáles serán esas reglas del combate? —se dijo mientras contemplaba la contienda, asomando tímidamente la cabeza desde su escondrijo—. Por lo que veo, una de las reglas parece ser la de que cada vez que un caballero golpea al otro lo derriba de su caballo; pero si no le da, el que cae es él..., y parece que otra de esas reglas es que han de agarrar sus mazas con ambos brazos, como lo hacen los títeres del guiñol..., ¡y vaya ruido que arman al caer, como si fueran todos los hierros de la chimenea cayendo sobre el guardafuegos! Pero, ¡qué quietos que se quedan sus caballos! Los dejan desplomarse y volver a montar sobre ellos como si se tratara de un par de mesas.
Otra de las reglas del combate, de la que Alicia no se percató, parecía ser la de que siempre habían de caer de cabeza; y efectivamente, la contienda terminó al caer ambos de esta manera, lado a lado. Cuando se incorporaron, se dieron la mano y el caballero rojo montó sobre su caballo y se alejó galopando.
—¡Una victoria gloriosa! ¿no te parece? —le dijo el caballero blanco a Alicia mientras se acercaba jadeando.
—Pues no sé qué decirle —le contestó Alicia con algunas dudas—. No me gustaría ser la prisionera de nadie; lo que yo quiero es ser una reina.
—Y lo serás: cuando hayas cruzado el siguiente arroyo —le aseguró el caballero blanco—. Te acompañaré, para que llegues segura, hasta la linde del bosque; pero ya sabes que al llegar allá tendré que volverme, pues ahí se acaba mi movimiento.
—Pues muchísimas gracias —dijo Alicia—. ¿Quiere que le ayude a quitarse el yelmo? —evidentemente no parecía que el caballero pudiera arreglárselas él solo; pero Alicia lo logró al fin, tirando y librándolo a sacudidas.
—¡Ahora sí que puede uno respirar! —exclamó el caballero alisándose con ambas manos los pelos largos y desordenados de su cabeza y volviendo la cara amable para mirar a Alicia con sus grandes ojos bondadosos. Alicia pensó que nunca en toda su vida había visto a un guerrero de tan extraño aspecto.
Iba revestido de una armadura de latón que le sentaba bastante mal y llevaba sujeta a la espalda una caja de madera sin pintar de extraña forma, al revés y con la tapa colgando abierta. Alicia la examinó con mucha curiosidad.
—Veo que te admira mi pequeña caja —observó el caballero con afable tono—. Es de mi propia invención..., para guardar ropa y bocadillos. La llevo boca abajo, como ves, para que no le entre la lluvia dentro.
—Pero es que se le va a caer todo fuera —señaló Alicia con solicitud—. ¿No se ha dado cuenta de que lleva la tapa abierta?
—No lo sabía —respondió el caballero, mientras una sombra de contrariedad le cruzaba la cara—. En ese caso, ¡todas las cosas se deben haber caído fuera! Y ya de nada sirve la caja sin ellas. Se zafó la caja mientras hablaba y estaba a punto de tirarla entre la maleza cuando se le ocurrió, al parecer, una nueva idea y la colgó, en vez, cuidadosamente de un árbol: ¿Adivinas por qué lo hago? —le preguntó a Alicia.
Alicia negó con la cabeza.
—Con la esperanza de que unas abejas decidan establecer su colmena ahí dentro..., así conseguiría un poco de miel.
—Pero si ya tiene una colmena..., o algo que se le parece mucho..., colgada ahí de la silla de su caballo —señaló Alicia.
—Sí, es una colmena excelente —explicó el caballero, con voz en la que se reflejaba su descontento— es de la mejor calidad, pero ni una sola abeja se ha acercado a ella. Y la otra cosa que llevo ahí es una trampa para ratones. Supongo que lo que pasa es que los ratones espantan a las abejas..., o que las abejas espantan a los ratones..., no sé muy bien cuál de los dos tiene la culpa.
—Me estaba precisamente preguntando para qué serviría la trampa para ratones —dijo Alicia—. No es muy probable que haya ratones por el lomo del caballo.
—No será probable, quizá —contestó el caballero— pero, ¿y si viniera alguno?, no me gustaría que anduviera correteando por ahí. Verás —continuó diciendo después de una pausa—, lo mejor es estar preparado para todo. Esa es también la razón por la que el caballo lleva esos brazaletes en las patas.
—Pero, ¿para qué sirven? —preguntó Alicia con tono de viva curiosidad.
—Pues para protegerlo contra los mordiscos de tiburón —replicó el caballero—. Es un sistema de mi propia invención. Y ahora, ayúdame a montar, iré contigo hasta la linde del bosque..., ¿para qué es esa fuente que está ahí?
—Es la fuente del pastel —explicó Alicia.
—Será mejor que la llevemos con nosotros —dijo el caballero— nos vendrá de perillas si nos topamos con alguna tarta. Ayúdame a meterla en este saco.
Esta labor los entretuvo bastante tiempo, a pesar de que Alicia mantuvo muy abierta la boca del saco, pues el caballero intentaba introducir la fuente tan torpemente. Las dos o tres primeras veces que lo intentó se cayó él mismo dentro del saco en vez.
—Es que está muy ajustado, como ves— se explicó cuando la consiguieron meter al fin— y hay tantos candelabros dentro ...