A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (15 page)

BOOK: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí
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Te contaré todo cuanto pueda:

Poco me queda por narrar.

Una vez vi a un anciano viejo viejo

asoleándose sobre una cerca.

—¿Quién eres, anciano? —díjele—,

y, ¿qué haces para vivir?

Su respuesta se coló por mi mente

como el agua por un tamiz.

Díjome: —Cazo las mariposas

que duermen por el trigo trigo.

Con ellas me cocino unos buenos

pastelillos de cordero

que luego vendo por las calles.

Me los compran esos hombres –continuó—

que navegan por los procelosos mares

Y así consigo el pan de cada día.

Y ahora, tenga la bondad, la voluntad...

Pero yo estaba meditando un plan

para teñirme de verde los bigotes,

empleando luego un abanico tan grande

que ya nadie me los pudiera ver.

Así pues y no sabiendo qué replicar

a lo que el viejo me decía

gritéle: —¡Vamos! ¡Dime de qué vives!

con un buen golpe a la cabeza.

Con su bondadosa voz, reanudó la narración.

Díjome: —Me paseo por ahí

y cuando topo con un arroyo lo echo

a arder en la montaña.

Con eso fabrican aquel espléndido producto

que llaman aceite de Macasar...

Sin embargo, dos reales y una perra

es todo lo que me dan por mi labor.

Pero yo estaba meditando la manera

de alimentarme a base de manteca

para ir así engordando un poco cada día.

Entonces, le di un fuerte vapuleo,

hasta que se le puso la cara bien morada.

—¡Vamos! ¡Dime cómo vives! —le grité—.

¡Y a qué profesión te dedicas!

Díjome: —Cazo ojos de bacalao

por entre las zarzas y las jaras.

Con ellos labro, en el silencio de la noche

hermosos botones de chaleco.

Y cata que a estos no los vendo

ni por oro ni por plata;

sino tan sólo por una perra

¡Y por una te llevas diez!

A veces cavo bollos de mantecón

o pesco cangrejos con vareta de gorrión.

A veces busco por los riscos

a ver si encuentro alguna rueda de simón.

Y de esta manera —concluyó pícaro dando un guiño—

es como amaso mi fortuna...

Ahora me sentiría muy honrado bebiendo

un trago a la salud de vuestra merced.

Entonces sí que lo oí, pues en mi mente

maduraba mi gran proyecto

de cómo salvar del óxido al puente del Menai

recociéndolo bien en buen vino.

Así que mucho le agradecí la bondad

de contarme el método de su fortuna,

pero mayormente, por su noble deseo

de beber a la salud de mi ilustre persona.

Y así, cuando ahora por casualidad

se me pegan los dedos en la cola;

o me empeño en calzarme salvajemente

el pie derecho en el zapato izquierdo

o cuando sobre los deditos del pie

me cae algún objeto bien pesado,

lloro porque me acuerdo tanto,

de aquel anciano que otrora conociera...

De mirada bondadosa y pausada hablar...

Los cabellos más canos que la nieve...

La cara muy como la de un cuervo,

los ojos encendidos como carbones.

Aquel que parecía anonadado por su desgracia

y mecía su cuerpo consolándose...

Susurrando murmullos y bisbiseos,

como si tuviera la boca llena de pastas,

y que resoplaba como un búfalo...,

aquella tarde apacible de antaño...,

asoleándose sentado sobre una cerca.

Al llegar a las últimas palabras de la balada, el caballero recogió las riendas y volvió la cabeza de su corcel por el camino por donde habían venido.

—Sólo te quedan unos metros más —dijo— bajando por la colina y cruzando el arroyuelo aquél, entonces serás una reina..., pero antes te quedarás un poco aquí para decirme adiós, ¿no? —añadió al ver que Alicia volvía la cabeza muy ansiosa en la dirección que le indicaba—. No tardaré mucho. ¡Podrías esperar aquí y agitar el pañuelo cuando llegue a aquella curva! Es que, ¿comprendes?, eso me animaría un poco.

—Pues claro que esperaré —le aseguró Alicia—y muchas gracias por venir conmigo hasta aquí, tan lejos..., y por la canción..., me gustó mucho...

—Espero que sí —dijo el caballero con algunas dudas—: no lloraste tanto como había supuesto.

Y diciendo esto se dieron la mano y el caballero se alejó pausadamente por el bosque.

—No tardaré mucho en verlo despedido, supongo —se dijo Alicia mientras le seguía con la vista—. ¡Ahí va! ¡De cabeza, como de costumbre! Pero parece que vuelve a montar con bastante facilidad..., eso gana con colgar tantas cosas de la silla...

Y así continuó hablando consigo misma mientras contemplaba cómo iba cayendo ya de un lado ya del otro a medida que el caballo seguía cómodamente al paso. Después de la cuarta o quinta caída llegó a la curva y entonces Alicia agitó el pañuelo en el aire y esperó hasta que se perdiera de vista.

—Ojalá que eso lo animara —dijo, al mismo tiempo que se volvía y empezaba a correr cuesta abajo—. Y ahora, ¡a por ese arroyo y a convertirme en Reina! ¡Qué bien suena eso! —y unos cuantos pasos más la llevaron a la linde del bosque.

—¡La octava casilla al fin! —exclamó dando un salto para salvar el arroyo y cayendo de bruces...

...sobre una pradera tan suave como si fuese de musgo, con pequeños macizos de flores diseminados por aquí y por allá.

—¡Ay! ¡Y qué contenta estoy de estar aquí!

Pero, ¿qué es esto que tengo sobre la cabeza? —exclamó con gran desconsuelo cuando palpándose la cabeza con las manos se encontró con algo muy pesado que le ceñía estrechamente toda la testa. Pero, ¿cómo se me ha puesto esto encima sin que yo me haya enterado! —se dijo mientras se quitaba el pesado objeto y lo posaba sobre su regazo para averiguar de qué se trataba.

Era una corona de oro.

Capítulo 9
Alicia Reina

—¡Vaya! ¡Esto sí que es bueno! —exclamó Alicia—. Nunca supuse que llegaría a ser una reina tan pronto..., y ahora le diré lo que pasa, Majestad —continuó con severo tono (siempre le había gustado bastante regañarse a sí misma)—. Simplemente, ¡qué no puede ser esto de andar rodando por la hierba así no más! ¡Las reinas, ya se sabe, han de guardar su dignidad!

Se puso en pie y se paseó un poco..., algo tiesa al principio, pues tenía miedo de que se le fuera a caer la corona; pero pronto se animó pensando que después de todo no había nadie que la viera.

—Y si de verdad soy una reina —dijo mientras se sentaba de nuevo— ya me iré acostumbrando con el tiempo.

Todo estaba sucediendo de manera tan poco usual que no se sintió nada sorprendida al encontrarse con que la Reina roja y la Reina blanca estaban ambas sentadas, una a cada lado, junto a ella; tenía muchas ganas de preguntarles cómo habían llegado hasta ahí, pero tenía miedo de que eso no fuese lo más correcto.

—Pero, en cambio —pensó— no veo nada malo en preguntarles si se ha acabado ya la partida. Por favor, ¿querría decirme si... —empezó en voz alta, mirando algo cohibida a la Reina roja.

—¡No hables hasta que alguien te dirija la palabra! —la interrumpió bruscamente la Reina.

—Pero si todo el mundo siguiera esa regla —objetó Alicia que estaba siempre dispuesta a discutir un poco— y si usted sólo hablara cuando alguien le hablase, y si la otra persona estuviera siempre esperando a que usted empezara a hablar primero, ¡ya ve!, nadie diría nunca nada, de forma que...

—¡Ridículo! —gritó la Reina—. ¡Niña! ¡Es que no ves que...? —pero dejó de hablar, frunciendo las cejas y después de cavilar un poco, cambió súbitamente el tema de la conversación—. ¿Qué has querido decir con eso de que «si de verdad eres una Reina»? ¿Con qué derecho te atribuyes ese título? ¿Es que no sabes que hasta que no pases el consabido examen no puedes ser Reina? Y cuanto antes empecemos, ¡mejor para todos!

—Pero si yo sólo dije que «si fuera»... —se excusó Alicia lastimeramente. Las dos reinas se miraron, y la roja observó con un respingo:

—Dice que sólo dijo que «si fuera»...

—¡Pero si ha dicho mucho más que eso! —gimió la Reina blanca, retorciéndose las manos—. ¡Ay! ¡Tanto, tanto más que eso!

—Así es; ya lo sabes —le dijo la Reina roja a Alicia—. Di siempre la verdad..., piensa antes de hablar..., no dejes de anotarlo todo siempre después.

—Estoy convencida de que nunca quise darle un sentido... —empezó a responder Alicia; pero la Reina roja la interrumpió impacientemente.

—¡Eso es precisamente de lo que me estoy quejando! ¡Debiste haberle dado algún sentido! ¿De qué sirve una criatura que no tiene sentido? Si hasta los chistes tienen su sentido..., y una niña es más importante que un chiste, supongo, ¿no? Eso sí que no podrás negarlo, ni aunque lo intentes con ambas manos.

—Nunca niego nada con las manos —protestó molesta Alicia.

—Nadie ha dicho que lo hicieras —replicó la Reina roja—. Dije que no podrías hacerlo ni aunque quisieras.

—Parece que le ha dado por ahí —comentó la Reina blanca—. Le ha dado por ponerse a negarlo todo..., sólo que no sabe por dónde empezar.

—¡Un carácter desagradable y desabrido! —observó la Reina roja; y se quedaron las tres durante un minuto o dos sumidas en incómodo silencio.

La Reina roja rompió el silencio diciéndole a la blanca:

—Te invito al banquete que dará Alicia esta tarde.

La Reina blanca le devolvió una sonrisa desvalida y le contestó:

—Y yo te invito a ti.

—Es la primera noticia que tengo de que vaya yo a dar una fiesta —intercaló Alicia— pero si va a haber una me parece que soy yo la que debe de invitar a la gente.

—Ya te dimos la oportunidad de hacerlo —observó la Reina roja— pero mucho me temo que no te han dado aún bastantes lecciones de buenos modales.

—Los buenos modales no se aprenden en las lecciones —corrigió Alicia—. Lo que se enseña en las lecciones es a sumar y cosas por el estilo.

—¿Sabes sumar? —le preguntó la Reina blanca—. ¿Cuánto es uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno?

—No sé —dijo Alicia— he perdido la cuenta.

—No sabe sumar —interrumpió la Reina roja—. ¿Sabes restar? ¿Cuánto es ocho menos nueve?

—Restarle nueve a ocho no puede ser, ya sabe —replicó Alicia vivamente— pero, en cambio...

—Tampoco sabe restar —concluyó la Reina blanca—. ¿Sabes dividir? Divide un pan con un cuchillo..., ¡a ver si sabes contestar a eso!

—Supongo que...

Estaba empezando a decir Alicia, pero la Reina roja contestó por ella:

—Pan y mantequilla, por supuesto. Prueba hacer otra resta: quítale un hueso a un perro y, ¿qué queda?

Alicia consideró el problema:

—Desde luego el hueso no va a quedar si se lo quito al perro..., pero el perro tampoco se quedaría ahí si se lo quito; vendría a morderme..., y en ese caso, ¡estoy segura de que yo tampoco me quedaría!

—Entonces, según tú, ¿no quedaría nada? —insistió la Reina roja.

—Creo que esa es la contestación.

—Equivocada, como de costumbre —concluyó la Reina roja—. Quedaría la paciencia del perro.

—Pero no veo cómo...

—¿Qué cómo? ¡Pues así! —gritó la Reina roja—. El perro perdería la paciencia, ¿no es verdad?

—Puede que sí —replicó Alicia con cautela.

—Entonces si el perro se va, ¡tendría que quedar ahí la paciencia que perdió! —exclamó triunfalmente la Reina roja.

Alicia objetó con la mayor seriedad que pudo.

—Pudiera ocurrir que ambos fueran por caminos distintos—. Sin embargo, no pudo remediar el pensar para sus adentros—: «Pero, ¡qué sarta de tonterías que estamos diciendo!»

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