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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (23 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Después, cuando los dos jóvenes ya salían del hotel con la idea de ir a tomar el aperitivo en algún bar del barrio, se acordó Shekhar del mensaje que para ellos habían dejado por teléfono dos individuos extraños, que dijeron llamarse… El hindú titubeó y buceó lentamente en su memoria sin dar con lo que buscaba, por lo que acabó recurriendo al papel donde había anotado los nombres: Rosencrá y Guildestén.

Extraño que nos llame alguien, opinó Débora. Se negaron a dejar mensaje, sólo sus nombres, dijo Shekhar. Me suenan, dijo Vilnius. Lo único que sé, dijo Shekhar, es que Rosencrá, o fue quizás Guildestén, insistió en que os dijéramos que habían llamado temprano y que hiciéramos hincapié en eso, en que habían llamado muy temprano, y se empeñaron, con muy malas pulgas, en que me aprendiera de memoria sus nombres. ¿Para qué demonios querrían que me aprendiera sus apellidos raros? Desde luego hay gente para todo. Y para desear el mal también, apostilló Débora.

Se despidieron de Shekhar y fueron a tomar el aperitivo a la terraza de la cervecería Hamelin, un lugar de la calle Urgel con Londres regentado por unas mujeres chinas muy activas, trabajadoras natas. Allí decidieron que, a partir de aquel día, saludarían a la escasa gente que les caía bien arrimándose de repente a ella al estilo Shekhar, es decir, avecinándose mucho, para poco después simular teatralmente una pérdida de equilibrio y un conato de desmayo y acabar apoyando la cabeza sobre el hombro del saludado. Todo muy rápido. Un saludo que mejoraría la parafernalia de la sociedad infraleve que andaban creando y un saludo que en todo caso no preveían prodigar demasiado, ya que intuían difícil encontrar muchas almas gemelas por las calles de este mundo.

Después fueron al bar de enfrente, al Mokarico, que cuarenta años antes había sido la pizzería Mario, el primer restaurante italiano abierto en Barcelona, un lugar muy frecuentado en su tiempo por el joven Lancastre, obcecado cliente que pasaba tantas horas allí que por aquellos días mucha gente llegó a creer que él era el hijo de Mario, el dueño. Por momentos, especularon Débora y Vilnius con la posibilidad de incluir en las memorias apócrifas de Lancastre episodios juveniles que tuvieron lugar en esa pizzería que fue centro de la bohemia artística barcelonesa a finales de los sesenta. Enredos creados por el equívoco de que el joven Lancastre era el hijo de Mario, por ejemplo. Quién lo diría, dijo Débora, que este lugar llegó a ser centro de algo, hoy en día parece el hueco más irrelevante de la Tierra.

Cuando el camarero del Mokarico se acercó para preguntarles qué iban a tomar, le dijeron si sabía dónde había estado en otro tiempo una pizzería que se llamaba Mario. Ni idea, se limitó a contestarles. Le pidieron dos gin-tonic y, cuando se fue, Vilnius le preguntó a Débora si se había fijado en cómo les había mirado. Sé a lo que te refieres, dijo ella, tiene que haber algo que hace que uno mire donde mira cuando mira. ¿Podrías repetirme eso?, pidió Vilnius. Ella no lo repitió y acabaron hablando del temor que les inspiraba Laura Verás. Hablaron también de ese miedo mientras comían en Il Commendatore, donde también volvieron a conversar sobre lo interesante que sería no hacer nunca nada en la vida, pues el ejemplo de una trayectoria de trabajo y sudor como la del padre de Vilnius no alentaba a ningún tipo de imitación. ¿Para qué tanto esfuerzo si a fin de cuentas, como decía Voltaire, «nadie ha encontrado ni encontrará jamás»? ¿No sería mejor tratar de vivir en un «estado poético»?

Vilnius evocó el recuerdo de un grafiti que parecía que hubiera acabado de escribirlo Guy Debord con su propia mano:
Ne travaillez jamais
(No trabajéis nunca). Y Débora dijo que en una época de crisis como la que les había tocado vivir, quizás lo más alto a lo que ellos podían aspirar fuera a encarnar el espíritu de la crisis. Obrarían siempre de forma tal que, en cuanto tuvieran una idea, se resistirían a llevarla a la práctica. No habría nadie en el mundo tan consciente de la desilusión que sigue a toda obra humana, y eso haría que se ahorraran cualquier acción para evitar el fracaso. Puesto que había crisis, ser la crisis misma les podía salvar de ella. Pero ya me dirás, dijo Vilnius, cómo hace uno para convertirse en la crisis. Débora le miró con severidad y estuvieron sin hablarse hasta que tras los postres dinamizaron o dinamitaron la situación pidiendo cuatro
grappas
, dos por cabeza.

Ese pedido algo salvaje les catapultó hacia sensaciones nuevas, y poco después, notablemente eufóricos, salieron disparados hacia la vecina Filmoteca, donde a las cuatro de la tarde proyectaban otra película del ciclo
Francis Scott Fitzgerald y el cine
. En la sesión nocturna del día anterior se habían perdido
Suave es la noche
, adaptación de Henry King de aquella triste y elegante novela que hablaba de los amores de un psiquiatra con su paciente. Pero esperaban no perderse por nada del mundo la que estaba anunciada para dos días después,
Tres camaradas
, de Frank Borzage. Ése era un film que Vilnius, sin decírselo a Débora, deseaba a toda costa que ella viera, pues tenía un oculto y tierno plan: al salir del cine, sabiendo que ella no había oído hablar nunca de aquel «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien» y, por tanto, no sabía que le había servido a él de procedimiento formal para adentrarse en zonas oscuras de la realidad, pensaba averiguar si de verdad Débora le amaba y, de paso, averiguar también si aquel método de la frase-motor que utilizaba con fines detectivescos le ayudaba realmente a saber más de lo que sabía acerca de una serie de cosas sobre las que daba demasiado por hecho que lo sabía todo y sobre las que intuía que en el fondo no sabía nada, pero es que nada.

2

Vieron en la primera sesión de la tarde
El último magnate (The Last Tycoon)
, aunque Vilnius no se fijó mucho en lo que aparecía en la pantalla porque encontró ampulosa aquella película y prefirió pensar en las obras de arte que podía inventar, ensayar con Débora en los siguientes días: obras infraleves, prácticamente aéreas, y casi invisibles; si bien estaban de acuerdo los dos en que lo mejor sería no aspirar a nada, estaba claro que a algún lugar tendría que ir a parar diariamente esa única idea creativa que pensaban tener por día.

Teniendo en cuenta que ellos eran dos jóvenes artistas enfermos, Vilnius pensó que, a nivel creativo, quizás el tipo de obra maestra más a su alcance sería alguna que perteneciera a ese tipo de género que Truffaut había bautizado como el de
les grand films malades
(grandes películas enfermas), expresión que aplicó por primera vez cuando vio
Marnie
de Hitchcock, film que, a pesar de sus numerosos errores, admiró, porque sus grandes defectos acababan por hacerla misteriosamente apasionante, una obra artística con padecimientos internos.

Ellos, siguiendo su plan de una sola idea (secreta) al día, podían crear diariamente obras maestras de este estilo (obras que no llegarían a ser o que nacerían ya muy enfermas), y así se lo dijo a Débora a la salida de la Filmoteca, después de ver la terrible película ampulosa.

¿Grandes películas enfermas?, le preguntó con cara de extrañeza Débora. ¿Por qué no?, dijo él, obras además no visibles, «indispuestas». Creo que sí, dijo Débora, creo que has tenido una buena idea, ya no es necesario que hoy tengas ninguna otra, pero ahora me gustaría saber qué padecimiento interno podríamos insertar en las memorias abreviadas de tu padre. Vilnius quedó pensativo. Ninguno, dijo finalmente, porque he pensado que, dado que te mueves dominada por tu espíritu infraleve y no te decides ni a comenzar esas memorias, será mejor que haga ese libro alguien por nosotros y que quien lo haga ya se encargue de poner ahí su propio tormento, padecimiento y carencias. ¿Estás diciendo que le encargaremos a alguien ese manuscrito, que también puede acabar siendo una gran autobiografía enferma?, preguntó ella. Algo así, dijo él. ¿Y en quién has pensado?, preguntó Débora, que parecía encantada de no tener que escribir el libro. He pensado en alguien que no esté indispuesto, se limitó a decir él. Está claro, dijo ella, que ese padecimiento interno no se va a parecer al que habríamos puesto nosotros… No, dijo Vilnius, sobre todo si escribe el manuscrito quién ahora mismo acaba de ocurrírseme que lo escriba, porque entonces será un padecimiento propio de un escritor de la generación de mi padre, un hombre de finales de los años cuarenta, como él. ¿De finales de los cuarenta?, preguntó Débora. Sí, dijo Vilnius, un tipo de esos que todavía cree en los valores burgueses del esfuerzo y del trabajo y cree también todavía en lo esencial de tener un discurso propio y en todas esas cosas tan admirables que las
grappas
y las mejores barras de los bares de hoy convierten en nada, en ridículas aspiraciones de pobres diablos.

Se oyó una gran carcajada, inédita en Débora, que solía reír de otra manera. Ya sé en quién piensas, dijo ella. Le habían hecho feliz como nunca aquellas palabras de Vilnius, tanto que puso de pronto una cara de inexpresividad absoluta y luego se echó encima de él y, con su habitual agilidad, apoyó la cabeza en su hombro izquierdo y simuló un desvanecimiento para casi inmediatamente después, con asombroso arte, recuperar la posición vertical que tenía antes de aquel breve impulso.

3

Mientras volvían hacia el Littré y Vilnius iba pensando en cómo, a medida que se acercaba el atardecer, el mundo parecía oscurecerse de un modo que daba miedo, el joven Sánchez, su vecino de habitación en el hotel, se disponía a efectuar su traslado de cuarto y, según contaría dos horas después a la policía, oyó que llamaban a la puerta y, creyendo que venían a ayudarle a trasladar su equipaje, abrió confiado. Se llevó una buena sorpresa. En el umbral había un tipo muy alto con gabardina a la moda, barba postiza y sombrero tirolés, armado con un bastón. Y el joven Sánchez ya no pudo apartar más la mirada de aquel bastón. No pasaron de siete los golpes, pero todos fueron dados con extraordinaria destreza. Tiene que haber algún malentendido, fue lo que Sánchez acertó a repetir más veces entre bastonazo y bastonazo. Y fue también lo que más le dijo a la policía, poco antes de que ésta decidiera hospitalizarlo.

Se discutió en el hall del hotel acerca de lo ocurrido y se llegó a la conclusión de que para entrar sin ser visto el bastoneador había tenido que aprovechar los minutos en los que Shekhar dejó sin nadie la recepción para llevar a Tempus Fugit el reloj que el día anterior se le había parado y tanto trastorno había terminado por causarle, por causarle a él y ya no digamos al pobre bastoneado, víctima indirecta de aquel abrupto cese de funciones del reloj del recepcionista y después del recepcionista. Porque sólo unos minutos se había ausentado Shekhar del hall, pero fueron suficientes para el bastoneador, que entró sin ser visto. Al salir, en cambio, le vio un botones y le vio el propio Shekhar, ya de vuelta de Tempus Fugit, pero no sospechó, no sospecharon nada, quizás a aquella hora de la tarde estaban todos medio lelos, el caso es que ni siquiera les sorprendió la evidente barba postiza.

Todo comenzó a teñirse de perplejidad y absurdo pero también de temor cuando, al caer la tarde, ya cuando se había ido la policía, Vilnius descubrió con horror en el buscador de Google que la voz Rosencrá y Guildestén conducía irremediablemente a otra voz, ésta con los nombres escritos correctamente, «Rosencrantz y Guildenstern», los amigos de infancia de Hamlet que la reina de Dinamarca envío a Elsinor para que averiguaran qué mal aquejaba a su hijo. Eran dos personajes secundarios, cortesanos algo bobos, que en la obra de Shakespeare funcionaban como una especie de resorte para la decisión del príncipe de llevar a cabo su venganza. En un momento determinado, Hamlet descubría que habían sido enviados por su madre y por el rey Claudio y no dudaba en acabar con ellos. Y al hacerlo —Hamlet había matado ya, sin premeditación, a Polonio y no se había arrepentido del crimen—, comenzaba a cogerle gusto al asesinato y dejaba de contemplar con dudas y extrañeza la posibilidad de vengar violentamente la muerte de su padre.

Vilnius terminó preguntándole a Débora si no sospechaba, al igual que él, que al bastoneador Rosencrantz (o Guildenstern) lo había enviado Laura Verás y simplemente se había equivocado de puerta y confundido de víctima. Débora reaccionó de forma inesperada y preguntó si el bastoneador se llamaba Rosencrantz o era un señor que golpeaba y no se llamaba ni Rosencrantz ni Guildenstern. Por favor, le dijo Vilnius, no te desvíes de lo que digo, tiendo a pensar que lo ha enviado mi madre. ¿Es que no lo ves? El vendedor de yogures, salvando todas las distancias insalvables, siempre se ha parecido bastante a mí.

Fue decir esto y ver cómo a Débora le mudaba la expresión apacible de su rostro y hasta se modificaba su voz. De pronto, tenía todo el aspecto de haber entrado en trance. Se le enrojeció la cara, se fue dejando dominar por una furia extraña, como si estuviera entrando en el preámbulo de la tan temida crisis nerviosa. Le llegó la hora a tu señora madre, dijo. ¿Qué?, preguntó Vilnius, que oyó muy bien aquello, pero estuvo torpe a la hora de reaccionar y cuando se disponía a preguntarle de qué le estaba hablando, descubrió que Débora había cerrado una puerta y después otra y se había esfumado. Salió detrás de su novia, pero perdió un tiempo precioso abriendo puertas y también lo perdió cuando Shekhar se abalanzó sobre él para echarle el aliento y contarle una idiotez. Cuando alcanzó la calle, no había ya ni rastro de Débora. En la Bernat le dijeron que la habían visto parar un taxi y que parecía rara, más nerviosa de lo habitual. Desde luego iba más que acelerada, hasta dentro del taxi parecía que corriera, le dijo Montse.

4

Tenemos a Débora, le decía por teléfono, una hora después, Laura Verás a su hijo. Por cierto, sin mucha ropa, añadió. ¿Tenemos? Vilnius ya sabía adónde ir y salió disparado. Cuando llegó al piso de la calle Provenza, encontró la puerta entreabierta y un gran silencio por toda la casa. Avanzó por el pasillo y, al pasar por el que fuera el despacho de su padre, lo vio cambiado, con extraños cubos de agua jabonosa tintada de rojo y latas de pintura sobre la mesa de escritorio y pinceles encima de las latas. Aquello tenía visos de ser una profanación gratuita del santuario de Lancastre. Siguió su camino, siempre acompañado por el inquietante silencio, hasta que llegó al salón donde vio a Débora en sostén y sin bragas y de rodillas sobre una silla a la que la habían atado con gruesas cuerdas, jirones de su vestido rosa por el suelo, la boca tapada con un paño rojo de cocina, el culo en posición idónea para ser de inmediato penetrado.

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