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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (27 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Iba a divertirme criticando, a través de Lancastre, a toda la literatura de mi propia generación, incluido desde luego yo mismo. Aniquilaría todo tipo de esperanzas sobre nosotros, los escritores nacidos entre los años cuarenta y sesenta del siglo pasado. Tal como quería Débora, Lancastre iba a aparecer como el hombre que bien pronto pasó a la vitrina de las antiguallas para que el futuro de la escritura pudiera ser diferente, para que el futuro pudiera pertenecer a gente como Débora y Vilnius, que se decantaban más por la idea de no hacer nada y no tener futuro, sólo encogerse de hombros y no moverse de un camastro ruso, aunque no descartaban escribir de vez en cuando en la vida, en la vida de las personas, también en la mía seguramente.

6

El día en que iba a morirse, ajeno a la sorpresa fatal que le reservaba por la noche el destino, Lancastre fue por la mañana al hotel Littré a molestar a su hijo Vilnius. Sólo eso, su apestosa voluntad de molestar, explica que desde el teléfono de recepción le hiciera saber a su hijo que estaba allí porque «como máxima autoridad de su vida cómoda de heredero» quería comprobar que todo estaba «verdaderamente en desorden»; incluido, dijo, «la caspa dylanesca».

Fue una llamada extravagante y de alto e injustificado tono agresivo, lo que puso inmediatamente en guardia a Vilnius, que pensó que o bien su padre se había vuelto loco o bien había bebido mucho. Y acertó plenamente en lo segundo. Sabía Vilnius que su padre llevaba un tiempo algo descentrado, pero, como se rehuían mutuamente, no lo había visto en mucho tiempo y no había acabado de enterarse de su recaída en ciertos horrores etílicos que parecían ya superados.

Desde su habitación, Vilnius preguntó a su padre qué quería decir con aquello de «verdaderamente en desorden». Nada, que ahora subo, le respondió éste. Poco después, oía Vilnius unos fuertes golpes en la puerta. Abrió. Era su padre, sí. Allí estaba el último gran moderno. Despeinado, un tanto fuera de sí. Extraño, esquinado, absurdo. Reía sin que hubiera motivo para ello.

—¿Sigues sin mujer? —terminó preguntando su padre al entrar en el cuarto.

Vilnius no pudo soportar que entrara en aquella habitación que era precisamente el último reducto de su independencia. Y, por si esto fuera poco, tuvo que escuchar la impertinente recomendación de cortarse cuanto antes el pelo y, sobre todo, quitarse de encima el «bronco aire dylanesco».

Tan innovador y avanzado como imaginaba ser su padre y sin embargo había que ver lo reaccionario que se mostraba en todo lo que concernía a su vida familiar.

—Sin esa cabellera —siguió diciéndole Lancastre— y con más ganas de trabajar y sin tanto miedo a competir, porque no me vas a engañar, tú tienes un miedo horrible a la competitividad… Sin tanta tontería y menos complejo de padre, podrías aspirar por fin a ser alguien en la vida. Te lo he dicho muchas veces, pero tú sigues en plan
Blowin’ in the Wind
.

—Pero dejaría de ser yo mismo —se limitó a decir Vilnius.

—¿Es que no lo ves? ¡Si ni siquiera eres tú mismo, sólo un plagio de la armónica de Bob Dylan! Porque pareces simplemente su armónica. ¿Adónde quieres ir así? Disfrazado de artista te harán caso, pero no más del que le hacen a un payaso. Por Dios, ¿adónde crees que vas?

—Me gustaría que supieras que no voy. No voy ni de artista. Soy así.

—Así de tonto.

Tras una breve discusión, su padre se empeñó en llevarle a comer a un restaurante de la calle Londres, el Buongiorno, al lado mismo del Hamelin. Y volvieron a discutir, aunque finalmente logró arrastrarlo hasta allí. Nada más entrar en el local llamó la atención de toda la clientela, primero haciendo un gesto raro, como si se sacara de su cabeza un sombrero y lo dejara en un colgador imaginario, y después preguntando en italiano, en voz bien alta si podía tomar
due cocktail americani, forti, forti, molto gin
. No hablo italiano, le contestó la camarera. Armó allí diversos escándalos su padre, hasta que por fin, hacia el final del segundo plato, después de haberla pellizcado, la joven camarera montó en cólera y le dijo que le daría el cóctel que con tanta insistencia pedía si reconocía que era un desgraciado, lo que no tuvo inconveniente Lancastre en reconocer y, además, lo hizo de rodillas. Vilnius jamás había visto a su padre en una situación tan penosa y ridícula. Sin duda el gran Lancastre atravesaba una crisis, tal como había oído decir, pero no había imaginado que pudiera tratarse de una de tan largo alcance.

¿Qué problema tienes?, le preguntó a su padre. El de dos viajeros, le respondió. ¿Qué viajeros?, preguntó Vilnius. Uno nació en el 48 y el otro en el 81, ¿cómo podrían hacerlo para encontrarse en el 47?, dijo su padre. ¿Es un problema matemático?, preguntó Vilnius. Tengo un hijo imbécil, le contestó su padre. Vilnius encajó el golpe y cometió entonces la imprudencia de intentar cambiar de tema, pero fue tan iluso que creyó que podría hacerle ver a su enajenado padre que tenía un hijo que en el arte iba sólo en busca de la verdad que se ocultaba detrás de la emoción original. Fue un error grandísimo y su padre, a partir de aquellas palabras, comenzó a mirarle con un odio sobrenatural. No había para tanto. Lo que Vilnius había querido decirle era que pretendía huir de todas las máscaras modernas y ser «lo más auténtico posible», pues él pensaba que quizás siendo muy auténtico y diciendo siempre la verdad en todo acabaría viajando «hacia esa primitiva gran primera emoción», que era lo que más deseaba encontrar.

Pero su padre había oído sólo que tenía un hijo que iba en busca de la verdad que se ocultaba detrás de la emoción original. Y le miraba con grandísima rabia. Descuidé tu educación, se lamentaba. Y fue tal el escándalo que acabó Lancastre montando en el Buongiorno que apareció de pronto un camarero viejo sustituyendo a la camarera; era alguien que parecía cargado de paciencia y dispuesto a templar los ánimos. Oiga, le dijo Lancastre nada más verle, sepa que pienso llamarle todo el rato con un silbato. Creo que será mejor que se vayan al carajo, dijo inesperadamente el camarero viejo. Parecía que lo hubieran entrenado durante siglos para decir aquella frase. Al carajo más carajero, añadió, por si no había quedado claro. ¿Carajero?, dijo Vilnius. Hubo un silencio aterrador. Todo el restaurante se había puesto de parte del camarero viejo. Podía uno estallar en una carcajada por una palabra jamás oída como carajero, pero todo aquello no iba en broma. No tardaron padre e hijo en darse cuenta de que, por mucho que estuvieran a medio comer, debían abandonar cuanto antes el local. Una situación bochornosa. Salieron con la cabeza baja, más Vilnius que su padre, y no fueron lejos, se quedaron en el bar de al lado, en la terraza del Hamelin, donde se dedicaron a disimular muy bien su condición de exilados del Buongiorno. Allí, su padre hasta pareció calmarse, quizás impresionado por el hecho de que, por primera vez en la vida, le hubieran expulsado de un sitio. ¿Por primera vez? De pronto, recordó que de niño le habían expulsado de la escuela tras un conflicto de largo espectro, provocado porque en el juego de parodiar en el patio colegial la caza de la avestruz en Patagonia, utilizaban bolas ligeras, no de plomo como las de los gauchos, pero peligrosas al fin y al cabo, pues acabaron accidentando a un niño que era hijo de un señor muy importante, que en modo alguno quiso aceptar las cínicas aunque respetuosas excusas gauchas.

La calma en el Hamelin duró poco porque a Vilnius, con una torpeza fuera de lo corriente, no se le ocurrió nada mejor que aprovechar el momento tranquilo para recriminarle que tanto él como su madre fueran alcohólicos, lo que, dijo, le había marcado y condicionado toda la vida y a la larga le había llevado a él también a la bebida, aunque por suerte con mucha menor adicción.

Podría haber sido aún más trágico todo si Vilnius hubiera dicho —finalmente calló— todo lo que tenía pensado decir a continuación. Porque deseaba como un niño explicarle, entre otras cosas, que, aparte de detestar su autoritarismo insoportable, estaba además, en contra de toda su obra literaria: en contra de sus heterónimos y de sus modernos cambios constantes de piel y de personalidad, y también muy en contra de sus juegos literarios y de sus persistentes ficciones presentadas con solvencia como hechos reales, y también muy en contra de que se ufanara tanto de haber debilitado las barreras entre los géneros, así como muy en contra de que presumiera todo el rato del uso insistente de citas de otros autores en sus textos, y ya no digamos lo en contra que estaba de su humor de pandilla juvenil y de su impresentable huida del clasicismo al proponer la
interrupción
—actividad siempre hosca— como sistema.

Eran inacabables las cosas de las que deseaba quejarse, pero al final no dijo ninguna, ni siquiera le enumeró los siete motivos —habría sido lo más suicida de todo— por los que le gustaba un autor que era barcelonés y había nacido también, como su padre, a finales de los años cuarenta y, por tanto, era de la generación que tenía veinte años cuando el famoso mayo del 68…

Las causas por las que a Vilnius le gustaba aquel casi rival de su padre eran, entre otras (algunas de ellas, francamente baladíes), su tendencia a ser muy cerebral en la escritura, no tener hijos, dedicarle a su mujer todos los libros, su elección decidida de aproximarse siempre a la verdad a través de la ficción y, finalmente, su insistencia en tratar de ser como el alumno castigado en la parte trasera del salón, el alumno que tiene que escribir lo mismo siempre a la espera de que por fin un día le salga correctamente la novela que busca.

También en este caso, por suerte, Vilnius se dio cuenta a tiempo de que era mejor el silencio y no le habló a Lancastre de aquel casi rival y menos aún de las fútiles causas por las que le consideraba superior a él. Se quedó Vilnius, pues, sin formular muchas de sus quejas, y sin duda le fue mejor así. En contrapartida, tuvo que oír las quejas de Lancastre contra la vida. A medida que las señoras chinas del Hamelin le iban sirviendo más copas, su padre se fue atreviendo a lamentarse ya de más y de más cosas y al final estuvo a punto de lamentarse absolutamente de todo, salvo de que en realidad la mayor parte de sus problemas procedían exclusivamente de sus inestables relaciones con Débora, de cuya existencia Vilnius no tenía ni iba a tener ese día ni la menor noticia.

Al final, entró su padre en una deriva alcohólica extraña, a la que se añadió una repentina y profunda nostalgia de los días del pasado. Vilnius, sentado ante él, no sabía ni dónde ponerse; estaba, además, acostumbrado a un padre fuerte, no a un ser de repente tan endeble. Su padre comenzó a hablar, casi con errancia total, de los días en los que, a principios de los dorados años sesenta, iba por las mañanas al colegio y era feliz en su radical soledad, caminando en dirección al mar, desde lo alto de la calle Enrique Granados hasta la plaza Letamendi, donde estaba el instituto en el que estudió tantos años. Un día de mayo de 1963, continuó diciéndole su padre, un día que no olvidaría nunca, cuando él tenía catorce años, vio con toda claridad que a lo largo de toda la calle se habían producido cambios casi imperceptibles, pero cambios sin lugar a dudas; para empezar, no estaba tocada la calle Enrique Granados de su grisura habitual; estaba cambiada, no sabía qué era lo que hacía que pareciera distinta, pero el hecho era que…

Aquí se detuvo Lancastre, como si dudara en contarlo. El autor de
La interrupción
se interrumpe, no pudo evitar pensar Vilnius. Muy poco después, sin embargo, se animaba a proseguir y decía que se acordaba bien de los diferentes grupos de personas que se fueron formando aquel día en las esquinas de la oscura vía que le llevaba al colegio. Azotada por el viento, la calle Enrique Granados iba viendo cómo se levantaba en ella un polvo espeso que iba cubriendo y encubriéndolo todo y logrando que los grupos de transeúntes sólo pudieran parecer figuras de barro con aire de conspiradores inmóviles. De pronto, vio cómo algunas de esas reuniones de conjurados quietos se ponían en movimiento y comenzaban a concentrarse todas en la esquina con la calle Mallorca, donde terminaron quedándose largo rato en silencio, hasta que oyó la voz de alguien a quien no vio, pero al que le escuchó decir que no sería hasta la tarde cuando sonarían las trompetas.

¿Las trompetas? Le dejó muy impresionado aquella palabra, sólo había visto trompetas en el circo… Aquí volvió a detenerse Lancastre y se veía que contenía a duras penas la emoción, borracho ya casi delirante, pero emocionado, quizás porque estaba en puertas de contar su secreto tal vez más íntimo, más próximo al menos a los días sagrados de la primera juventud.

Entendí, continuó poco después diciendo su padre, que por la tarde tendría lugar el Juicio Final, y yo creo que todo lo que ocurrió después ocurrió como en una de esas canciones infantiles en las que es muy poderoso el nexo entre sueño y suspensión del tiempo.

Vilnius no sabía qué decirle. Esto que cuentas no puede ser verdad, era lo único que le parecía que debía comentarle, pero prefería dejarle hablar, que siguiera, si quería, con sus recuerdos de aquel polvo y aquellas sombras de la Barcelona de 1963. Extraño recuerdo, en todo caso.

Había aprendido a notar, dijo el padre, que el tiempo quedaba suspendido a veces en el colegio, y ese día en la calle, con el viento levantando tanta ceniza, tuvo la impresión extraña de que la realidad se paralizaba y que entraba en los dominios de algo parecido a un sueño, un sueño largo, infinito, cuya esencia era la propia ceniza y quizás un infierno remoto que ardía. Tal vez por eso, siempre que evocaba para sí mismo aquellos preparativos del Juicio Universal que tenía la impresión de haber presenciado, tendía a enlazarlos con el recuerdo de la prolongación del tedio eterno del patio cuadrangular de la escuela: aquel hastío que se hacía más perceptible que nunca cuando, al caer la tarde, dejaban abandonado el patio hasta el día siguiente; lo dejaban en la compañía única de su propio tedio cuadrangular.

De todas las imágenes que de pronto se le agolpaban en su regreso del colegio a casa iba a quedarse para siempre, le dijo, con una de todas ellas: un grupo de gente que, a causa de la ceniza que se había levantado como si fuera viento (quizás era viento que se había transformado en ceniza), parecía protegerse de ella e iba completamente embozada. Le quedó, imborrable ya para siempre, esa imagen. Junto a ella y perfectamente adosada a esa imagen triste y potente, la gran sospecha de que el día del Juicio Final tuvo lugar en aquella calle de Barcelona aquel día de mayo del 63.

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