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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (27 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Extendió su mano y la estudió. Estaba bastante calmada, pese a que cada nervio y cada músculo parecía temblar. Miró su vaina vacía y sonrió con pesar. No importaba. Nada importaba en esos momentos.

Bolitho no recordaba cuánto tiempo estuvieron remando, o cuánto tardaron los barcos incendiados en hundirse. El sol golpeaba sobre sus miembros agotados y doloridos, y el ritmo de los remos se volvió más lento y dudoso. Una vez, mientras Bolitho miraba hacia la popa, vio el mar cubierto por una gran marea de restos procedentes del barco y de los hombres que habían luchado contra ellos; pero el corsario se las había arreglado para botar al menos una lancha, y antes de que todo se perdiera en la llamarada vio que estaban abarrotadas de supervivientes. Quizá también ellos conocieran la desesperación de los hombres del
Miranda
.

Entonces una sombra se cernió sobre su rostro, y se volvió para mirar, cogido por sorpresa; los juanetes del
Sparrow
flameaban alegremente contra el reflejo del sol. Los hombres del bote observaron en silencio, incapaces de hablar aunque fuera entre ellos; incapaces incluso de comprender que habían sobrevivido.

Bolitho se puso en pie junto a la caña del timón; los ojos le escocían cuando vio que el barco se aproximaba con cuidado, las líneas de cabezas en las cubiertas y las pasarelas. Habían vuelto a por él. Pese al peligro, pese a las pocas posibilidades que existían de que su plan funcionara, habían vuelto para asegurarse.

Una voz llamó a través del agua.

—¡Ah, del barco!

Parecía Buckle, quizás ansioso por saber quién había sobrevivido. Stockdale le miró, y en su rostro ajado había una duda. Cuando Bolitho no dijo nada se puso en pie y colocó sus grandes manos como si fueran un megáfono.

—¡Los del
Sparrow
! ¡Esperad por el comandante!

Bolitho se derrumbó, con las últimas reservas agotadas. Había regresado.

SEGUNDA PARTE
1781
X
Cambio de mar

El capitán Richard Bolitho miró la carta que había estado escribiendo a su padre, y dando un suspiro desplazó su silla al otro extremo de la mesa. Hacía mucho calor y el
Sparrow
se movía perezosamente en plena calma chicha, girando lentamente y haciendo que los rayos del sol que entraban por la popa alcanzasen a Bolitho y le obligaran a separarse cada vez más de las ventanas.

Con calma, pensó en cómo estaban las cosas. Se frotó los ojos y posó de nuevo la pluma sobre el papel. Era difícil saber qué escribir, especialmente cuando nunca se sabía en qué momento llegaría a su destino la carta en uno de los veleros que partía para Inglaterra. Todavía resultaba más difícil sentirse involucrado con ese otro mundo en Inglaterra que había dejado atrás en el
Trojan hacía
, casi seis años. Y aún así… La pluma permaneció suspendida en el aire, dubitativa; aún así era su propio mundo, tan cercano y vital, con los colores y el olor tan vivos bajo la brillante luz del sol y esas palabras, en calma, resultarían demasiado dolorosas pese al tiempo transcurrido, un aviso de la Armada demasiado duro para su padre, que había sido forzado a dejarla.

Pero Bolitho quería contárselo desesperadamente, porque necesitaba obtener cierta perspectiva respecto a sus pensamientos y recuerdos, compartir su propia vida y, de ese modo, rellenar el hueco que faltaba en ella.

Sobre su cabeza las tablas crujían y las pisadas resonaban sobre la cubierta. Alguien rió, y escuchó el ruido del agua cuando uno de los hombres arrojó un sedal por la borda, para probar suerte.

Sus ojos pasaron de la carta al cuaderno de bitácora abierto sobre la carta de navegación cercana. El cuaderno había cambiado tanto cómo él mismo; se había gastado por los extremos, y estaba más maduro, quizá. Fijó su mirada en la fecha sobre la hoja. Diez de abril de 1781. Habían pasado tres años justos desde que había pisado por primera vez ese barco, en English Harbour, para asumir el mando. Sin ni siquiera moverse le resultaba posible echar una ojeada sobre todo lo que recogía el compacto cuaderno de bitácora, y aunque ni siquiera tocó una página, podía recordar infinidad de acontecimientos que se habían sucedido, rostros y hechos, las órdenes que le habían sido encomendadas y los distintos éxitos que había obtenido al cumplirlas.

En ocasiones, durante los momentos de silencio en la cámara, había intentado penetrar en el hilo de su vida, más allá de las insuficientes explicaciones sobre la suerte o las circunstancias. Hasta entonces no lo había conseguido desvelar. Y ahora, mientras se sentaba en la familiar cámara de tantas cosas habían ocurrido, podía aceptar que el destino había tenido mucho que ver con el hecho de que él llegara donde había llegado. Si al dejar el
Trojan
hubiera fracasado al capturar su presa durante la ruta a Antigua, o si al llegar allí no le hubieran ascendido inmediatamente, aún podría ser teniente en el viejo navío de línea. Y, si ya durante el primer convoy, Colquhoun le hubiera enviado de vuelta a English Harbour en lugar de marchar él mismo en su lugar, ¿Hubiera logrado demostrar que se encontraba por encima de la media, ya fuera por preparación o por suerte?

Quizá la decisiva determinación de Colquhoun aquel día ya lejano había sido la oportunidad, la opción que había hecho que sus pies comenzaran a andar por el sendero en el que había terminado.

Bolitho había regresado a Antigua no como un oficial más que se uniera al escuadrón al que pertenecía, sino como una especie de héroe. En su ausencia, las historias de cómo había rescatado a los soldados de la Bahía de Delaware, o del modo de hundir una fragata, se habían difundido ampliamente. Entonces, con las noticias del final del
Bonaventure
y su llegada con los pasajeros rescatados, parecía que todo el mundo quisiera verle y estrecharle la mano.

El
Bonaventure
había resultado mucho más dañino de lo que Bolitho pudiera sospechar entonces, y sus logros había sido formidables. Su pérdida podría significar poco para el enemigo, pero para los ingleses suponía un tremendo empuje para la moral y el orgullo herido.

El almirante le había recibido en Antigua con placer contenido, y no había andado con rodeos respecto a sus esperanzas para el futuro. Colquhoun, sin embargo, había sido el único en negarle a Bolitho los ánimos o las alabanzas por los numerosos éxitos obtenidos en tan poco tiempo.

Cuando Bolitho fue llamado a su primera reunión, en la que Colquhoun le había advertido acerca de lo que suponía ser un capitán de la Armada, se le recordó el escaso margen que existía entre la fama y el olvido. Si Colquhoun hubiera permanecido con el primer convoy resultaba poco probable que hubiera compartido la suerte del
Miranda
, porque era demasiado astuto y precavido como para dar nada por supuesto. Si hubiera tenido la suerte de haberse encontrado y destruido el
Bonaventure
hubiera logrado la única cosa que le preocupaba, tal y como había sugerido el comandante Maulby: el inalcanzable poder del puesto más alto, o, como mínimo, la codiciada graduación de comodoro; pero, en cambio, permanecía como antes, como capitán de fragata, y, con la guerra evolucionando tan rápidamente, era posible que perdiera incluso el control de la pequeña flotilla. Maulby ya no le llamaba «El pequeño almirante». Incluso a él le sonaba demasiado cruel, demasiado injusto.

Sonaron ocho campanadas en el castillo de proa, y se imaginó sin esfuerzo a los hombres, preparándose para la comida del mediodía, y la esperada ración de ron. Sobre su cabeza, Tyrrell y el piloto tomarían las observaciones del mediodía, y las compararían antes de bajar para que las añadiera a la carta de navegación.

Durante los años que siguieron a la destrucción del gran barco corsario, Bolitho había recibido otra sorpresa. El almirante le había mandado llamar y le había anunciado que sus señorías del Almirantazgo, y él con ellos, creían que durante la oportunidad de mandar el
Sparrow
había demostrado su experiencia y su preparación; le ascendían a primer capitán. Incluso ahora, dieciocho meses después, le costaba creerlo y aceptarlo.

En la flotilla, el súbito ascenso en el escalafón había supuesto una gran conmoción; causó auténtico placer a algunos, y un abierto resentimiento en otros. Maulby se había tomado la noticia mejor de lo que Bolitho se hubiera atrevido a esperar, porque había simpatizado con el lacónico comandante del
Fawn
lo suficiente como para lamentar que la amistad se rompiera. Maulby era mayor que él, pero se había limitado a decir:

—No me hubiera gustado que ese cargo recayera en ningún otro, de modo que ¡brindemos por ello!

A bordo del
Sparrow
la noticia se acogió con idéntica satisfacción. Todos parecían compartir el mismo orgullo, la misma sensación de logro, que no podría haber llegado en mejor ocasión, ya que la guerra había cambiado grandemente durante el pasado año. Ya no era un asunto de patrullar, o de servir de convoy a la Armada; los grandes poderes habían tomado partido, y España y Holanda se habían unido a Francia en contra de Inglaterra, y apoyaban ahora la Revolución Americana. Los franceses habían reunido una flota poderosa y bien provista en las Indias Occidentales, al mando del conde De Grasse, el almirante más eficaz y con mayor talento que podrían haber encontrado. El almirante Rodney comandaba los escuadrones ingleses, pero con la presión que aumentaba de día en día, le resultaba difícil que sus fuerzas llegaran donde más se las precisaba.

Y los americanos no se habían conformado con dejar los asuntos en manos de sus ocasionales aliados. Continuaban usando corsarios siempre que les fuera posible, y un año después de la destrucción del
Bonaventure
otro reto había surgido para sacudir los cimientos de la moral británica: el corsario y antiguo traficante de esclavos Paul Jones, en su Bonhomme Richard, derrotó a la fragata
Seraphis
ante las propias costas de Inglaterra. El hecho de que el corsario, al igual que el
Seraphis
, fuera desmantelado y reducido a una ruina durante la violenta lucha de defensa, significaba más bien poco. A los capitanes ingleses se les suponía la obligación de vencer fuera como fuera, y esa derrota tan cercana a casa logró más de lo que muchos americanos consideraban posible para hacer que la guerra y sus razones entraran en los hogares ingleses, del mismo modo que estaban en los suyos.

En las Indias Occidentales, y a lo largo de toda la costa americana, la misión de patrulla tomó nueva importancia. Como Bolitho había pensado siempre, era mucho mejor para los ojos de la flota que la exigente autoridad les dejara a sus anchas. Fiel a su palabra, el almirante le había ofrecido una independencia casi total, y le había dado poder para patrullar y buscar al enemigo a su modo, siempre, por supuesto, siempre que sus esfuerzos fueran recompensados con un cierto nivel de éxito.

Bolitho se recostó en su silla y miró fijamente a la cubierta. De nuevo la palabra «suerte» parecía acudir a su mente.

Maulby se había burlado de sus explicaciones. Una vez le había dicho:

—¡Consigues resultados porque te has acostumbrado a pensar como el enemigo! ¡Maldita sea, Dick, capturé un velero cargado con contrabando que procedía de un lugar tan lejano como Trinidad, e incluso ese barco de mala muerte había oído hablar de ti y del
Sparrow
!

Bolitho decidió que en parte tenía razón; habían conseguido buenos resultados. Solamente durante los pasados dieciocho meses habían capturado doce presas, y terminado con dos pequeños buques corsarios; tan sólo sufrieron veinte bajas entre muertos y heridos, y el barco apenas había padecido leves daños.

Dejó que sus ojos vagaran por la cabina, pintada ahora con menos elegancia, incluso con cierto aire de pobreza, después del incesante servicio a todas horas. Resultaba muy extraño comprender que aparte de su inesperado ascenso, simbolizado por su casaca de solapas blancas y brillantes remates dorados, que ondulaba suavemente en el compartimiento donde dormía, no había signos externos que demostraran que nada hubiera cambiado. Y aún así, era un hombre rico, y, por primera vez en su vida, no dependía ni de su casa ni de sus posesiones en Falmouth. Sonrió con desgana. Le daba cierta vergüenza enriquecerse moderadamente simplemente por hacer lo que más le gustaba.

Frunció el ceño, intentando pensar en algo para comprar en el caso de que les permitieran permanecer en el puerto; y ya era hora de ello. Pese a su casco de cobre, la velocidad del
Sparrow
se había visto reducida en un nudo completo, si se comparaba con las condiciones ideales de navegación, por largas algas que se enredaban, que mordían el cobre y malograban sus esfuerzos para moverse. Compraría algún vino, quizá. Vino bueno, no el aguachirle amargo que se usaba como alternativa al agua. Una docena de camisas, o más. Se alegró ante la idea de tanto lujo. En el momento actual sólo le quedaban dos camisas que fueran capaces de soportar una inspección cuidadosa.

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