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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (35 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Sorprendentemente, la voz de Colquhoun era muy baja, y mientras hablaba mantuvo la mirada en algún punto lejos de Bolitho.

—Pasaré por alto este arrebato —hizo una pausa—. ¡Ah! ahora que me acuerdo, tiene usted a bordo al joven Fowler. No nos hubiera venido nada bien perderlo en la batalla —hablaba a mayor velocidad, y las frases inconexas salían de sus labios al mismo tiempo que sus pensamientos—. El almirante esperará un informe completo. Haré…

Bolitho le observó, asqueado.

—Tengo las órdenes escritas que me dio en su momento, las que iban a enviarme tan lejos del punto de ataque como se le ocurrió —pese a las patéticas explicaciones y disculpas de Colquhoun, se obligó a continuar—. Si las hubiera obedecido, o el viento hubiera continuado, el
Fawn
se hubiera perdido igualmente. ¿Qué hubiera hecho entonces? Tal vez hubiera enviado al pequeño
Lucifer
.

Colquhoun caminó hasta su escritorio y tomó una jarra de su soporte. Un poco de brandy cayó sobre su mano, pero no pareció notarlo.

—Recibí órdenes hace algún tiempo. Cuando hubiéramos hundido la
flute
francesa, o hubiéramos abandonado la búsqueda, se nos ordenaba marchar a Nueva York. La flotilla va a ser reducida —tragó medio vaso de brandy, y tuvo que luchar para recuperar el aliento—. El
Bacchante
regresará a cumplir sus obligaciones para con la flota.

Bolitho se le quedó mirando. Cualquier resto de compasión o de pena que pudiera conservar bajo su furia había desaparecido tras esa aseveración.

—¿Usted sabía durante todo este tiempo que debíamos ir a Nueva York? —preguntó en voz baja. Escuchó sus propias palabras, preguntándose cómo podía parecer tan calmado—. Pensaba que era su última oportunidad de demostrar algo. Una gran demostración de victoria. Haría su entrada en el puerto con una magnífica presa a su mando. Y, por su avaricia, no ha sido capaz de ver el auténtico peligro, y el
Fawn
ha pagado muy cara su ignorancia.

Colquhoun elevó sus ojos y le miró con desesperación.

—En Nueva York, las cosas pueden ser vistas de otro modo. Recuerde, yo he sido el que le ha ayudado —se interrumpió y bebió otro sorbo—. ¡Necesitaba ese botín! ¡Me lo había ganado!

Bolitho se movió hacia la puerta, manteniendo la mirada sobre los temblorosos hombros de Colquhoun.

—He enviado al teniente que quedaba del
Fawn
para que se hiciera cargo del
flute
. La rendición fue acordada por el teniente Heyward —se obligó a detenerse en los detalles, aunque no fuera más que para interrumpir las quejas de Colquhoun—. El barco francés no servirá de mucho. Le sugiero que envíe a sus marinos para que se hagan cargo y esperen a los militares, que desearán escoltar a los prisioneros a otro lugar.

Colquhoun se reclinó contra la ventana de la popa, con la voz amortiguada por el golpeteo de las olas sobre el costado.

—Eso significa un consejo de guerra —sus hombros se alzaron—. Se le ordenará presentarse.

Bolitho asintió.

—Eso parece.

Colquhoun movió una mano y señaló al aire sin volverse.

—Todo ha terminado en un momento, debido a fatales circunstancias. El destino.

—Posiblemente Maulby pensara eso también.

Bolitho apoyó sus dedos contra la puerta. Colquhoun se alejó de las ventanas y avanzó a través de la cámara.

—De modo que al final ha ganado, ¿eh? —su voz se quebró—. Usted y su maldito
Sparrow
.

Bolitho vio la angustia del hombre.

—Hace tres años, cuando me dieron el
Sparrow
, pensé que el mando lo era todo, todo lo que un hombre pudiera desear. Entonces, quizás hubiera estado de acuerdo con sus decisiones, sin importar lo que estas suponían. Ahora pienso de otro modo. Quizá, después de todo, gracias a usted. La capacidad de mando es una cosa, pero la responsabilidad, el deber hacia esos que dependen de nosotros, es la carga más pesada. Debemos compartir la culpa por la muerte de Maulby —vio que Colquhoun le miraba con incredulidad, pero continuó—. Su pasión le cegó a cualquier cosa que no fueran sus futuros ascensos. Mi falta fue el orgullo. Un orgullo que azuzó al enemigo a tenderme una trampa, la que resultó nefasta para la gente del
Fawn
—abrió la puerta—. Espero no olvidarlo nunca, ni que usted lo olvide.

Caminó rápidamente hasta el alcázar y escuchó el portazo a sus espaldas, el sonido de un mosquete cuando el centinela adoptaba una posición más relajada.

Junto a la pasarela encontró al primer teniente, que le esperaba. Más allá del agua, con sus crestas y huecas ya bordeados de sombras, vio que el
Sparrow
se mecía inquieto bajo las primeras estrellas mortecinas. Un farol brillaba en su regala, y pensó que veía las salpicaduras de los remos que marcaban el lugar en el que Stockdale mantenía la yola. Podría haber esperado en vano. Colquhoun podría haber hecho su último gesto arrestándole por la demostración de sus emociones. El que no lo hubiera hecho era prueba de su culpabilidad. Lo que era más, de que Colquhoun sabía muy bien lo que había hecho.

—Nos uniremos de nuevo a la flota en Nueva York —el teniente observó cómo la yola cabeceaba hacia el costado.

—No lamentaré abandonar este lugar —dijo tristemente.

Bolitho suspiró.

Sí. Una derrota es mala cosa, pero una victoria puede traer mayor dolor.

El teniente le observó introducirse en la yola y alejarse. Tan joven y con tanta responsabilidad, pensó. No quisiera estar en su lugar. Incluso cuando el pensamiento cruzó su mente sabía que era mentira, y antes de echar una ojeada en torno a la cubierta en sombras se preguntó si el error de Colquhoun le acercaría a él a un nuevo ascenso.

XIII
Un epitafio inmejorable

Casi inmediatamente después de anclar en Sandy Hook, el
Sparrow
y su compañía se vieron sumergidos en el trabajo urgente de una revisión corta, pero bien merecida. Bajo la glacial mirada de un oficial mayor de astillero, el barco fue escorado y limpiaron la espesa capa de algas que brotaba en su casco. Bolitho pudo al fin enviar a Lock a tierra, y mediante las más cuidadosas tretas obtuvo provisiones nuevas y sustituyó algunos de los barriles de carne de vaca y de cerdo.

En medio de esa actividad, que se prolongaba de la mañana a la noche, recibió de vez en cuando la visita de un teniente instructor de la dotación del comandante en jefe. Tomó declaración a Bolitho y a Tyrrell y las comparó con las anotaciones en el diario de navegación en el momento de la destrucción del
Fawn
, y con las que antecedían al ataque. A Buckle se le pidió que explicara cada parte de las cartas de navegación empleadas, y bajo el detallado examen del teniente, no pudo ofrecer más que la imagen de una confusión expresada con murmullos. Pero según pasaban los días y el
Sparrow
recuperaba su original apariencia pulcra, los amargos recuerdos de la pérdida del
Fawn
, incluso la demostración de ardiente furia en la cabina de Colquhoun, se difuminaron, si es que no desaparecieron, de la mente de Bolitho.

Había estado muy ocupado con los asuntos de su barco, sin saber muy bien de dónde procederían las siguientes órdenes, y empleó todo su tiempo libre en estudiar los aspectos generales de la guerra en tierra. El llamamiento para que asistiera al consejo de guerra casi le supuso una sorpresa.

Habían pasado ya casi tres semanas desde que se había enfrentado a Colquhoun en la cabina del
Bacchante
, y casi todos los días le habían traído nuevos incidentes y una actividad frenética.

Sólo determinados detalles destacaban aún con punzante claridad en su cerebro. La imagen de la matanza y la desolación en la destrozada cubierta del
Fawn
: el rostro de Maulby, las moscas revoloteando sobre sus rasgos retorcidos. El evidente orgullo del joven Heyward al serle encomendada la tarea de recoger la rendición del francés, y el único oficial superviviente del
Fawn
, que había marchado a hacerse cargo del enemigo hasta que llegaran los militares. El teniente parecía un hombre que hubiera escapado de las garras de la muerte. Sus movimientos no resultaban coherentes, y su rostro estaba conmocionado por las visiones y los ruidos que había tenido que soportar.

En la mañana del consejo de guerra, Bolitho estaba de pie en el alcázar del
Sparrow
con Tyrrell y Buckle, y sabía que muchos ojos le observaban, los de sus hombres y los de los barcos fondeados de las cercanías.

Tyrrell cambió de postura sobre su pierna.

—Puede que me llamen como testigo —murmuró—, pero Dios sabe que me siento como un culpable.

Bolitho observó cómo la yola se acercaba al portalón de entrada, y se dio cuenta de que Stockdale y sus remeros vestían sus mejores ropas, quizá sabedores de lo importante del momento. Pensó amargamente que sí que debían saberlo. Era la hora de Colquhoun, pero se sabía que un hombre que se estaba ahogando solía arrastrar a otros con él.

Deslizó su mirada al viejo barco de setenta y cuatro cañones, que permanecía a unos tres cables de distancia, el
Parthian
, al que se le había dado la orden de rescatar a los soldados y los lingotes de oro del general Blundell en Delaware. Parecía que había pasado mucho tiempo, una eternidad. La yola se apresuró.

—¡Ese bastardo merece la horca! —dijo abruptamente Tyrrell.

Bolitho siguió a los otros al portalón, intentando una vez más discernir sus auténticos sentimientos. Le resultaba difícil seguir odiando a Colquhoun. Quizá su debilidad resultaba demasiado humana, y por eso le resultaba complicado condenarle una vez que el primer arrebato de furia había pasado.

Dieron las ocho y todas las campanas sonaron en los barcos de guerra fondeados. Un único cañón disparó desde el costado del
Parthian
y el ujier del consejo de guerra abrió las puertas.
Había
llegado la hora.

Graves estaba de pie junto al rígido comité que marchaba con el rostro inmóvil cuando subía a la yola. No estaba implicado, y Bolitho se preguntó si vería una oportunidad de ascender reflejada en la enseña del consejo de guerra.

Una vez que llegaron al dorado portalón de entrada del
Parthian
y pasaron frente a la guardia y los grupos de gente esperando, Bolitho sintió una sensación un poco compleja. La toldilla de dos cubiertas se encontraba abarrotada de visitantes. Oficiales mayores, algunos de ellos del ejército de tierra, varios civiles de aspecto próspero, y un artista, daban la sensación de que aquello era más una reunión informal que un juicio. Al artista, un hombrecito con barba y muy voluntarioso, se le veía ocupado en todos los lugares, trazando rápidos esbozos, tomando los detalles de los uniformes y los galones sin hacer apenas una pausa entre uno y otro. Vio a Bolitho y avanzó a toda prisa entre la multitud ocupada en su charla, con la pluma ya preparada.

—Ah, señor mío, ¿el capitán Bolitho? —la pluma subió y bajo de nuevo—. Estoy muy contento de conocerle al fin. He oído hablar mucho de sus logros —hizo una pausa y sonrió nuevamente—. Hubiera deseado encontrarme a bordo de su barco para tomar apuntes. La gente que permanece en sus casas necesita saber…

—¡Por el amor de Dios! —murmuró Tyrrell.

Un oficial de infantería de marina abrió una puerta y los visitantes comenzaron a caminar hacia la popa, a la gran cámara. Los testigos, a los que habían dejado solos, y que se encontraban muy disgustados, pese a que ya no les molestaba el ajetreo, permanecieron en la toldilla vestidos con sus mejores uniformes.

—Quizá en otra ocasión.

Volvió la cabeza y vio a un capitán con la espada desenvainada, que marchaba a la cámara de popa. Solamente verlo le hizo sentirse enfermo. Y todo se organizaba en la más estricta legalidad, como las multitudes en Tyburn, o como los imbéciles burlones que aguardaban durante horas para ver a un infeliz que se ahogaba y debatía en una horca de pueblo. La sonrisa del artista desapareció.

—Comprendo. Pensaba que…

—Sé lo que pensaba —replicó Bolitho—. Que me gustaría ver cómo un hombre era degradado —no ocultó su desprecio.

—Sí, eso también —los ojos del artista guiñaron con la luz del sol mientras realizaba rápidos cambios en su esbozo—. También imaginaba que usted vería su futuro facilitado por la desgracia de este hombre —se encogió de hombros cuando Bolitho se volvió hacia él, furioso—. Que me haya equivocado en ambas cuestiones me convierte en un estúpido, y a usted en un hombre aún mejor de lo que cuentan por ahí.

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