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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (39 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Vio el rostro de Bethune sobre él.

—Con mis respetos para el primer teniente. Quisiera verle ahora mismo —hizo una pausa—. ¿No le he visto en la guardia anterior?

Bethune le desvió la mirada.

—Sí, señor, es verdad, pero…

—En el futuro hará las guardias tal y como se le ordene —dijo Bolitho en voz baja—. Imagino que es Fowler el que debía estar en su puesto, ¿verdad?

—Se lo prometí, señor —Bethune parecía incómodo—. Le debía un turno.

—Muy bien. Pero recuerde mis órdenes. No pienso tolerar que mis oficiales se comporten como jubilados en este barco.

Se sentó de nuevo. Debía haberse dado cuenta de lo que ocurría. El pobre Bethune no era rival para los Fowlers que andaban sueltos por el mundo. Sonrió pese a su preocupación. Era una buena pieza.

Rasgó el segundo sobre, que cayó bruscamente sobre la mesa.

«Mi querido capitán».

Me sentiría muy honrada si pudiera cenar conmigo esta noche. Me siento terriblemente culpable por esta inexcusable tardanza, y le suplico un perdón inmediato. Mientras lee esta carta estoy observando su barco con el catalejo de mi tío, de modo que para que no dejarme con la intriga, salga y déjese ver, por favor. La firmaba Susannah Hardwicke.

Bolitho se puso en pie y se inclinó cuando se golpeó el cráneo contra un bao. Deteniéndose sólo para dejar las órdenes en la caja fuerte de la cámara, se apresuró a salir por la puerta y a subir la escala. El catalejo de su tío; de modo que el general Blundell estaba también allí. Eso explicaría los centinelas en las puertas.

Pero incluso ese hecho no le deprimió. Casi chocó contra Tyrrell, que regresaba cojeando de la proa, con los brazos manchados de grasa.

—Lo siento; estaba a la deriva cuando me llamó, señor. Estaba arranchando el cable del ancla.

Bolitho sonrió y caminó hasta las redes y se hizo sombra a los ojos, protegiéndolos del fiero resplandor. Las casas lejanas se perdían en la niebla, y sus perfiles temblaban y se desdibujaban como si se derritieran por el calor. Tyrrell le miró, interrogante.

—¿Algo va mal, señor?

Bolitho hizo un gesto a Bethune y cogió su catalejo. No mejoró la visión. El que observaba al
Sparrow
debía de ser posiblemente mayor y más potente. Muy despacio levantó el brazo y lo agitó de lado a lado. A su espalda Tyrrell y Bethune permanecieron en completa inmovilidad, tan sorprendido el uno como el otro ante el extraño comportamiento del capitán. Bolitho se volvió y vio el rostro de Tyrrell.

—Esto… estaba saludando a alguien.

Tyrrell miró más allá de él a los barcos anclados y al ajetreado tinglado portuario.

—Ya veo, señor.

—No, no tienes ni idea, Héctor, pero no importa —le dio una palmadita en el hombro—. Ven abajo y te contaré lo que debemos hacer. Quedarás a cargo del barco esta noche, porque ceno en tierra.

Una sonrisa se extendió por el rostro del teniente.

—Ah, ahora sí que entiendo, señor.

Examinaban la carta y discutían las órdenes de navegación cuando escucharon el grito de Bethune.

—¡Vosotros! ¡Detened a ese hombre!

Entonces se escuchó una salpicadura y más gritos procedentes de la cubierta de artillería. Bolitho y Tyrrell se apresuraron hasta la toldilla de nuevo, y encontraron a Bethune y a la mayor parte de los hombres desocupados alineados en la pasarela de estribor o colgando de los obenques. Un hombre estaba en el agua, braceando con fuerza y con el pelo oscuro brillante bajo la espuma y la luz del sol.

—¡Ha sido Lockhart, señor! —gritó Bethune—. Saltó por la cubierta antes de que pudiera impedírselo.

—Un buen marinero. Nunca dio problemas. Le conozco bien —murmuró Tyrrell.

Bolitho mantuvo sus ojos sobre el nadador.

—¿Un colono?

—Sí. Vino de Newhaven hace algunos años. La ha hecho buena, el pobre diablo —no había furia en la voz de Tyrrell, sino más bien pena.

Bolitho escuchó a los hombres más cercanos intercambiando apuestas acerca de las posibilidades de que el nadador llegara a tierra. Quedaba bastante trecho.

Había conocido a muchos desertores durante su vida en el mar. Muchas veces había sentido simpatía por ellos, pese a que consideraba que no obraban como debía. Pocos hombres se presentaban voluntarios para las duras exigencias del servicio en un barco real, especialmente cuando nadie sabía si regresaría a casa a salvo. Las lesiones llegaban, y los hombres envejecían antes de tiempo en la mayor parte de los casos. Pero, hasta entonces, nadie había encontrado un método mejor de conseguir dotaciones para la flota. Una vez bajo presión, la mayor parte de los hombres aceptaban, e incluso se sentían inclinados a reclutar a otros con métodos similares. Era la vieja regla del marino: Si yo estoy aquí, ¿Por qué se va a librar ése? Y pesaba mucho en los barcos de guerra.

Pero esto era diferente. El marinero, Lockhard, no parecía salirse de lo ordinario. Un buen trabajador que rara vez se escaqueaba de su guardia o de su puesto. Y sin embargo, durante todo el tiempo debía de haber estado rumiando acerca de su terruño, y la estancia en Nueva York había hecho el resto. Incluso ahora, mientras se apresuraba en sobrepasar un barco de dos cubiertas anclado, pensaba sin duda únicamente en su meta, en alguna representación mental de una casa y una familia, o en los padres que casi habían olvidado la pinta que tenía.

Un débil crujido surgió del espolón del barco de dos cubiertas, y Bolitho vio que un marino de casaca roja cargaba de nuevo su mosquete para disparar otra vez al nadador solitario.

Se alzó un rugido de furia entre los marineros del
Sparrow
. Pensaran lo que pensaran de la deserción de aquel hombre, o del propio hombre, no tenía nada que ver con su reacción. Era uno de los suyos, y el centinela se convirtió por un instante, en un enemigo.

—¡Debía habérsele disparado el maldito fusil, a ese cerdo bastardo! —murmuró Yule, el artillero.

El soldado no disparó de nuevo, sino que avanzó hasta el final de su pequeña plataforma para observar al nadador, como un cazador que ha hecho ya su mejor disparo. O eso parecía. Entonces, mientras un bote largo bordeaba la popa de otro barco de dos cubiertas, Bolitho comprendió por qué no se había molestado en disparar.

El bote largo se movía rápidamente, y los remos le impulsaban sobre el agua reluciente como si fuera un pez azul. En la popa vio a varios soldados y a un guardiamarina con el catalejo alzado posado sobre el marinero.

—Ahora no escapará —observó Yule, severamente.

—Está fuera de nuestras manos —dijo Tyrrell.

—Sí.

Bolitho se sintió súbitamente muy pesado, y el placer de la carta quedó destrozado por la desesperación del hombre. Nadie que hubiera escapado de un barco del rey podía esperar piedad. Se podía esperar que fuera ahorcado antes que enfrentarse al horror de ser azotado frente a la flota. Sintió un escalofrío. Si debía ser colgado…

Elevó la vista hasta la verga de la mayor del
Sparrow
, con ojos desesperados. No cabía duda de dónde se llevaría a cabo al ejecución. Incluso Christie se aseguraría de ello, como ejemplo. Un claro aviso para todos los que se encontraran a bordo y que se extendía a los barcos cercanos. Intentó no mirar hacia el guardiamarina, mientras se concentraba en la pequeña cabeza que aparecía y desaparecía.

Sus propios amigos, los leales marineros del
Sparrow
, se verían forzados a presenciar cómo la cuerda era emplazada en torno a su cuello antes de que ellos, y sólo ellos, ordenaran subirle a la verga. Después de lo que habían pasado juntos, ese acto repugnante podría abrir un abismo entre oficiales y hombres, y destrozar lo que habían conseguido.

—Mire, señor —exclamó Tyrrell.

Bolitho aferró un catalejo y lo dirigió hacia el bote. Llegó a tiempo para ver al hombre, Lockhart, tragando agua y girando para contemplar o el bote o quizás al propio
Sparrow
. Entonces, cuando los remos del bote tocaron el agua, y un marino se inclinó sobre la roda para aferrar el pelo del hombre, éste levantó los brazos y desapareció bajo la superficie.

Nadie habló, y Bolitho se encontró conteniendo el aliento, quizás como el hombre que había desaparecido tan de repente. Los marineros solían ser malos nadadores. Quizás se habría rajado. En un momento, subiría a la superficie cercana, y el bote lo traería de vuelta a bordo. Pasaron varios segundos, varios minutos, y entonces, a una orden emitida a gritos, el bote continuó su patrulla entre los barcos anclados.

—Doy gracias a Dios —dijo Bolitho en voz baja—. Si tenía que sufrir, al menos me alegro de que fuera rápido.

Tyrrell le miró, afectado.

—Es verdad —se volvió, presa de una súbita ira hacia el artillero—. ¡Señor Yule, saque a esos gandules de la pasarela, o les encontraré un trabajo tan duro que les saldrán las tripas por la boca!

Se encontraba inusualmente afectado, y Bolitho se preguntó si estaría comparando su propio destino con el del marinero ahogado.

—Anótelo en el cuaderno de bitácora, señor Tyrrell —dijo.

—¿Señor? —Tyrrell se enfrentó a él con expresión muy seria—. ¿Como desertor?

Bolitho miró más allá de él a los marineros mientras se dirigían de nuevo a la cubierta de artillería.

—No podemos estar del todo seguros de que estuviera desertando. Anótelo como licenciado, muerto —caminó hasta la escotilla—. Sus parientes tendrán suficiente que sobrellevar sin añadir el peso de la vergüenza.

Tyrrell le vio marchar, y su aliento se normalizó poco a poco. Eso no ayudaría a Lockhart. Estaba más allá de ello. Pero la orden de Bolitho aseguraría que su nombre no sería estigmatizado, que su pérdida sería anotada con las de aquellos que habían caído en batalla, en luchas que también él había sufrido sin quejarse. Era un pequeño honor, pero aún así sabía que sólo Bolitho podía haber pensado en ello.

Cuando Bolitho bajó de la yola, se quedó atónito al encontrar un carruaje elegantemente pintado que le esperaba en el malecón. Un negro con librea se quitó el tricornio y se inclinó exageradamente.

—Buenas tardes, señor —abrió la puerta del carruaje con una reverencia, mientras Stockdale y la tripulación de la yola observaban con silenciosa admiración. Bolitho hizo una pausa.

—Esto… No me esperes, Stockdale. Regresaré al barco en un bote local.

Se encontraba curiosamente regocijado, y muy consciente de que la gente en la ciudad le observaba en el camino desde el malecón, y de una mirada envidiosa de un mayor que pasó a su lado. Stockdale se llevó la mano al sombrero.

—Si usted lo dice, señor… Yo podría ir con usted…

—No. Te necesitaré mañana —se sintió súbitamente temerario, y sacó una moneda de su bolsillo—. Toma. Compra algo de licor para la tripulación de la yola. Pero no mucho; piensa en vuestra seguridad, ¿eh?

Subió al coche y se reclinó contra los cojines azules, cuando, con un estremecimiento, los caballos obedecieron al primer movimiento de los arneses.

Con el sombrero sobre las rodillas, observó cómo se sucedían las casas y la gente, y, por un momento, olvidó a Stockdale e incluso al barco. Una vez, cuando el coche refrenaba su velocidad en un alto para permitir que un pesado vagón cruzara delante de él, escuchó un lejano murmullo de fuego de cañón. Ya era de noche, y el continuo viento del oeste era seco y cálido. El sonido se propagaba fácilmente en esas condiciones. Incluso así, resultaba difícil relacionar el distante cañonazo con las casas brillantemente iluminadas, y con los fragmentos de música y canciones que en ocasiones se escuchaban en las tabernas a lo largo del camino. Quizá fueran algunas baterías del ejército que probaban sus cañones, pero era más posible que se tratara de un duelo nervioso entre piquetes opuestos allí donde los dos ejércitos permanecían preparados y a la espera.

No le llevó demasiado llegar a la casa, y mientras descendía del coche, descubrió que otros huéspedes llegaban también. De nuevo se llamó estúpido por imaginar que sólo él acudiría esa noche. Los sirvientes se desplegaron de las sombras, y, como por arte de magia, su sombrero y su capa desaparecieron. Un criado abrió algunas puertas y anunció: el capitán Richard Bolitho, del barco de su británica Majestad, el
Sparrow
.

Pensó que aquello era muy distinto a la recepción, cuando entró en la inmensa habitación de techos altos era consciente del lujo y de las comodidades unidas a un aire de intimidad que no existía hasta entonces.

Al final de la habitación, el general sir James Blundell observaba cómo se aproximaba en silencio.

—Es usted un huésped inesperado, Bolitho —gruñó. Sus pesados rasgos se relajaron un poco—. Mi sobrina me dijo que vendría —le tendió la mano—. Sea usted bienvenido.

El general había cambiado muy poco. Quizá hubiera engordado, pero salvo eso, continuaba igual. En una mano sostenía un vaso de brandy, y Bolitho recordó su estancia a bordo del
Sparrow
, y su obvio desprecio por los hombres que le habían puesto a salvo.

Algún rumor acerca de su primer encuentro debía de haber circulado ya entre sus amigos, porque ante la demostración de bienvenida de Blundell, la habitación resonó de nuevo con risas y conversaciones ruidosas. Parecía como si todos estuvieran esperando ver cómo reaccionaría Blundell. Por supuesto, los sentimientos de Bolitho carecían de importancia. Siempre podrían decirle que se marchara.

Bolitho sintió al mano de la chica en su brazo y al volverse, la encontró sonriendo. Con una inclinación de cabeza hacia su tío, le guió hacia el otro extremo de la habitación, y los huéspedes se movieron a su paso como si ella perteneciera a la realeza.

—Le he visto hoy —dijo—. Gracias por venir —palmeó su manga—. Creo que se ha comportado de un modo espléndido hace un momento. El tío puede ser bastante problemático a veces.

Bolitho le devolvió la sonrisa.

—Creo que puedo entenderlo. Después de todo, perdió todos esos lingotes por mi culpa.

Ella arrugó la nariz.

—No me cabe la menor duda de que lo recuperará mediante el seguro de alguna manera —llamó a un criado—. Tome algo de vino antes de cenar.

—Gracias.

Vio a varios oficiales, sobre todo militares, que le miraban intensamente. Envidia, resentimiento, curiosidad… había de todo.

—Sir James es general adjunto ahora —dijo ella—. He venido aquí con él después de regresar de Inglaterra. —Observó su rostro mientras él sorbía el vino—. Me alegro de haber vuelto. Inglaterra está llena de gente que se lamenta de la guerra.

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