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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (41 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Incluso cuando el viento se moderó, les llevó varios días de ceñida, y apenas pasaba una hora sin que tuvieran que acortar vela y hacer bordos que les llevarían más hacia atrás que hacia su meta.

Las diversiones de Nueva York parecían haber quedado muy atrás, y Bolitho encontró que la realidad de conducir su barco contra el viento y la marea era más que suficiente para ocupar toda su energía. De todos modos, encontró suficiente tiempo para pensar en Susannah Hardwicke. Cuando recorría la cubierta, con el pelo suelto al viento y la camisa habitualmente empapada por la espuma, recordaba su despedida, el amago de un abrazo que podía ver aún tan claramente como si acabara de ocurrir.

Se temía que sus oficiales sabían o sospechaban lo que había ocurrido en Nueva York, aunque no fuera más que porque todos habían guardado silencio.

La monotonía de luchar contra el viento, las continuas demandas de todos los hombres a bordo, se vieron aliviadas en parte por la presencia de su pasajero. Rupert Majendie, fiel a su palabra, había llegado unos minutos antes de zarpar, cargado con sus materiales de pintura, y con un repertorio de historias que pagaban sobradamente su estancia a bordo.

Cuando el mar y el viento estaban en calma se le veía con su caballete, dibujando a los marineros mientras trabajaban, o sorprendiéndoles en sus horas libres entre las guardias, cuando bailaban, o tallaban pequeñas esculturas. Si el tiempo se mostraba menos amistoso, desaparecía escaleras abajo para encontrar nuevos horizontes para sus manos inquietas; sólo un farol que se balanceaba iluminaba su pincel o su carboncillo. Dalkeith y él se habían hecho muy amigos, lo que no resultaba sorprendente: ambos provenían de otra esfera social, más culta e intelectual, y tenían mucho más de qué hablar que con el resto de los marineros.

Al término de tres largas semanas y con cada día añadiendo algo a la frustración del anterior, Bolitho decidió no esperar más. Llamó a Tyrrell a su cabina y desenrolló su carta de navegación.

—Nos acercaremos a la costa mañana con las primeras luces, Héctor. El viento es aún muy fuerte, pero no veo otra salida.

Tyrrell echó una ojeada a la carta. Aproximarse a Rhode Island suponía siempre un problema si el viento continuaba del oeste. Ser cogidos en plena galerna podía significar vagar de nuevo hasta el este, y una vez cerca de tierra firme y de Newport, no tendrían mucho espacio para maniobrar. En circunstancias normales, requería paciencia y buen conocimiento, pero la situación, con los franceses controlando el área, era muy distinta.

—No me gustaría ser cogido con una costa a sotavento —dijo Bolitho en voz baja, como si leyera sus pensamientos—, pero si permanecemos aquí, en alta mar, más vale que reconozcamos nuestro fracaso.

—Sí —Tyrrell se enderezó—. Dudo, de todas maneras, de que los franchutes confíen mucho en sus barcos. Dependen más de su fuego de batería para defenderse.

Bolitho sonrió, y sintió que parte de su tensión desaparecía.

—Bien. Pasa la voz. Para mañana, quiero que los hombres con vista más aguda estén en el calcés.

Pero, cumpliendo las oscuras predicciones de Buckle, la siguiente mañana supuso una desilusión. El cielo estaba cubierto, y el viento que hacía resonar los juanetes y los hacía crujir anunciaba lluvia en las próximas horas. Aún así, el aire era cálido y opresivo, y afectaba a los hombres cuando se dirigían a sus puestos para virar. La estancia en puerto, que había resultado tan providencial, seguida por la nerviosa incertidumbre del camino zigzagueante, y saber que se encontraban a voluntad del viento, habían pasado factura. Se escucharon maldiciones por doquier, y unos cuantos resoplidos de los ayudantes del timonel antes de que el
Sparrow
virara a babor con el bauprés apuntando hacia la costa una vez más.

Era un día gris. Bolitho se aferró a las redes de barlovento y se enjugó la frente con la manga de la camisa. Sentía la piel y la ropa empapados, tanto por el sudor como por la espuma. Sólo Majendie parecía contento de permanecer por propia voluntad sobre cubierta, con el lápiz muy activo, y su cuerpo delgado y su barba puntiaguda empapados.

—¡Tierra a la vista! ¡Por la amura de barlovento!

Bolitho intentó no demostrar su satisfacción y su alivio. Con la nula visibilidad, y el viento que no cesaba, los cálculos no resultaban del todo seguros. Elevó la mirada hasta el gallardete del calcés. El viento había rolado ligeramente. Contempló el gallardete hasta que le lloraron los ojos. No había duda. Facilitaba un acercamiento tranquilo, pero no resultaba de mucha ayuda si debían virar y escapar.

—Caiga un punto, señor Buckle.

—¡Señor, sí, señor!

Buckle se limpió la cara con un pañuelo antes de pasar la orden. Bolitho pensó que sabía de sobras las dificultades, y que no tenía sentido preocuparle aún más. Se dirigió a Majendie.

—Espero que no esté dejando escapar nada. Hará una fortuna cuando regrese a Inglaterra.

—Nor-noroeste, señor —aulló Buckle—. Bolina franca.

—Muy bien. Manténgase así.

Bolitho dio un par de pasos y pensó en la chica de Nueva York. ¿Qué pensaría de él ahora, si le viera empapado hasta los huesos, y con más agujeros que tela en la camisa? Sonrió para sí, sin ver que el lápiz de Majendie recogía su cambio de humor. Tyrrell se aproximó cojeando por la cubierta y se unió a él junto a las redes.

—Creo que Newport queda a unas cinco millas por la amura de estribor, señor —elevó la mirada con sorpresa cuando un rayo de luz acuosa chocó contra el casco como si fuera el rayo de una linterna—. Madre de Dios, nunca se puede estar seguro en estas aguas.

—¡Los de cubierta! ¡Barcos anclados al nordeste!

Tyrrell se frotó las manos.

—Los gabachos pueden estar preparando un convoy. Nuestro escuadrón costero les atrapará si se lo hacemos saber a la suficiente velocidad.

El vigía aulló de nuevo.

—¡Seis! ¡No, ocho navíos de línea, señor!

Graves se tambaleó en la batayola cuando el
Sparrow
cabeceó y se adentró en aguas más profundas.

—Ese hombre está loco —farfulló mientras la espuma rompía contra las redes y caía como una cascada de granizo sobre él—. Como mucho, un par de fragatas.

Bolitho intentó no prestar atención al zumbido de especulaciones y dudas que se alzaba a su alrededor. De Grasse mantenía una poderosa flota en las Indias Occidentales, como era bien sabido. Su subordinado, De Barras, quien ostentaba el mando en Newport, no poseía esa fuerza. Su poder se centraba en fragatas y en barcos menores y en las rápidas incursiones contra la ruta costera británica. De Barras había intentado una vez medirse con la flota de Nueva York, cerca del cabo Henry, ese mismo año, pero la batalla no había resultado satisfactoria. Se retiró a sus dominios y se mantuvo allí.

—Suba a la arboladura, señor Graves. Dígame qué ve.

—Es estúpido —murmuró Graves, mientras se apresuraba a subir a los obenques—. No pueden ser barcos de línea. No puede ser.

Bolitho le siguió con la mirada. Graves actuaba de un modo muy extraño, como si temiera lo que fuera a descubrir. No parecía probable que estuviera asustado. Llevaba el suficiente tiempo a bordo como para conocer los riesgos y las recompensas de su labor.

—¡Los de cubierta! —era otro marinero que se balanceaba en la verga de mesana—. ¡Barco en el lado de babor!

—¡Maldita sea!

Tyrrell tomó un catalejo y corrió con él hasta la regala. Le llevó tiempo encontrar al recién llegado por culpa de la niebla y de la espuma, y de la distancia, que el incesante movimiento del
Sparrow
aún dificultaba más. Tyrrell dio una palmada.

—Es una fragata. No cabe duda, señor.

Bolitho asintió. El otro barco se apresuraba a acercarse a la costa, y bordeaba el estrecho promontorio con todas las velas al viento. Buckle hizo bocina con las manos.

—¡Preparados para lo que pueda suceder!

—Amarrad —la voz de Bolitho mantuvo la falta de emoción del piloto—. Hemos llegado hasta aquí. Veamos lo que hay que ver y huyamos.

Graves se acercó dando tumbos desde la pasarela, con la camisa rota por su rápido descenso.

—Tenía razón, señor —dijo sin resuello—. Ocho barcos de línea. Quizá dos fragatas, y toda una escuadrilla de barcos de refuerzo anclados muy cerca.

Bolitho pensó en su charla con Farr en Sandy Hook, y en su propia reacción al ver cerca el barco de dos cubiertas británico. Había pensado que el barco estaba a la espera, pero ¿a la espera de qué? Quizá los franceses estén haciendo lo mismo.

—No pueden ser los barcos de De Grasse —dijo Tyrrell—. Nuestras patrullas, aunque estuvieran ciegas, los habrían visto.

Bolitho le mantuvo la mirada.

—Estoy de acuerdo. Están buscando algo. Debemos informar directamente al almirante.

—Una fragata se aproxima rápidamente —gritó Buckle—. Según mis cálculos, está a menos de tres millas.

Bolitho asintió.

—Muy bien, alce la bandera francesa y prepárese para cualquier cosa.

La bandera subió rápidamente a la perilla, y fue saludada inmediatamente por un estallido de un cañón que procedía del castillo de proa de la fragata. Bolitho sonrió con severidad.

—No la hemos engañado. De modo que ice la nuestra, si le parece.

Buckle cruzó al lado de Bolitho, con los rasgos tensos de preocupación.

—Creo que quizás deberíamos virar en redondo, señor. De otro modo, el francés estará encima nuestro antes de que nos demos cuenta.

Bolitho sacudió la cabeza.

—Perderíamos demasiado tiempo. La fragata podría perseguirnos hasta Nantucket o mandarnos a pique —se volvió a Graves—. Prepare los cañones de proa. Cárguelos, pero no los muestre aún —le golpeó en el antebrazo, y lo vio sobresaltarse—. Rápido, hombre, o el capitán francés subirá a bordo a tomarse un ponche.

Los hombres corrieron rápidamente a sus puestos, y algunos se detuvieron solamente para echar una ojeada sobre las redes de los coys al otro barco, que se dirigía a ellos con el propósito de situarse en el costado de babor. Estaba mucho más cerca, pero entre la espuma que salpicaba, su casco apenas resultaba visible. Sólo sus trinquetes hinchados y las gavias mostraban la impaciencia de su capitán por entablar batalla.

—¡Preparados! —Bolitho posó sus manos en las caderas mientras miraba al gallardete del calcés—. Preparados en la toldilla. Suelten el timón —sintió que la cubierta se tambaleaba, y se preguntó qué apariencia presentaría el
Sparrow
al enemigo, si parecería pronto a huir o listo para la batalla.

Casi cayó cuando el barco escoró y tembló aún más con un gran estrépito de velas y cabuyería.

—¡Timón a barlovento, señor! —Buckle añadió su propio peso al timón.

Las velas flameaban como locas, las vergas se inclinaban ante la disputa entre las brazas y las ruidosas lonas, y cuando el
Sparrow
se escoró intensamente contra el viento se produjo un momento de confusión. El mar sobrepasó el botalón, y los hombres cayeron entre maldiciones y tropezones, y algunos de ellos fueron arrojados por el mar contra los imbornales, como si fueran cadáveres.

Majendie colgaba de las redes, con el material de pintura completamente empapado mientras él continuaba de pie, contemplando transfigurado la salvaje lucha de la corbeta contra el viento.

La voz de Tyrrell se alzó sobre la confusión como una trompeta.

—¡A las brazas! Vamos, muchachos! ¡Contramaestre, déles duro hoy!

Bolitho intentó no contemplar el tormento que su barco sufría, y concentrarse por el contrario en la fragata. Cuando el
Sparrow
viraba y viraba, con las velas empapadas impulsándose hasta que la pasarela de sotavento quedó completamente empapada, vio que los mástiles del enemigo aparecían súbitamente por la amura de estribor.

—¡El cañón de estribor! —Bolitho tuvo que repetir la orden antes de que el joven Fowler le escuchara y se escurriera para encontrar a Graves—. ¡Debemos hacerle creer que vamos a luchar! —aulló a Tyrrell.

Muy débilmente, desde la parte delantera escuchó el ruido de las cuñas cuando la tripulación de artillería arrastró el cañón del treinta y dos hasta su porta. No les resultaría fácil. Con el barco escorado de ese modo, sería como arrastrarlo colina arriba.

—¡Fuego!

El humo se esparció a bordo sobre el castillo de proa cuando el cañón de proa lanzó su reto al enemigo. Nadie advirtió dónde había caído el disparo; desde ese ángulo era posible que la bala sobrepasara sin daños el otro barco. Bolitho sintió que su mandíbula se tensaba y se desfiguraba. La vela trinquete del enemigo estaba siendo cargada, y los juanetes desaparecían como si una mano secreta las recogiera antes de enfrentarse al imprudente
Sparrow
.

—¡Fuego!

De nuevo el cañón despidió la pesada bala en una confusión de agua de más y de espuma que se elevaba. Bolitho miró a Tyrrell.

—Preparados! —retrocedió hasta la batayola y apretó el brazo de Tyrrell—. ¡Despliegue el trinquete! ¡Hombres a las arboladuras! ¡Que larguen los juanetes! ¡Es momento de demostrar un poco de prudencia!

Cuando la inmensa vela del trinquete flameó y luego se tensó al viento, Bolitho sintió que el casco se estabilizaba y se mantenía firme. Justo sobre la cubierta los gavieros estaban muy ocupados largando las velas de juanete, de modo que cuando miró hacia la arboladura, el palo mayor parecía inclinarse hacia delante como un árbol en una tormenta.

Cuando se volvió de nuevo hacia la fragata francesa, vio que su plan estaba resultando. Los franceses intentaban reajustar su trinquete, pero la breve pausa durante la cual habían presentado el flanco les había costado caro. Cabeceaba a la altura de la aleta del
Sparrow
a sus buenos tres cables de distancia.

Para cuando recuperase el control y el rumbo, ya se encontraría a popa. La súbita maniobra del
Sparrow
le había sorprendido totalmente.

Una sucesión de resplandores brotó del costado de la fragata. Las balas cayeron en el mar cercano, aunque resultaban tan cegadores que no podía distinguirse bien lo que era disparo y lo que era espuma. Una bala silbó sobre sus cabezas, y un marinero cayó desde la verga de mayor, hundiéndose en el mar, al costado del barco, y no apareció de nuevo hasta que ya se encontraba lejos de la popa.

—¡Pobre hombre! —dijo Majendie con voz ronca—. Dios acoja su alma.

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