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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (40 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Bolitho retuvo lo que ella acababa de decir de su tío. Christie ya había hablado mordazmente acerca del gobernador y sus ayudantes. Con gente como Blundell al cargo del gobierno de la ciudad, no parecía que quedaran muchas esperanzas de mejorar la situación.

Cuando la chica se volvió para hacer una reverencia a un hombre de pelo blanco y a su dama, permitió que sus ojos la devoraran como si la viera por última vez: la curva de su cuello, cuando se inclinó ante sus huéspedes, el modo en que su pelo parecía flotar sobre sus hombros desnudos. Tenía un pelo precioso, de un castaño dorado, como el ala de un tordo joven. Sonrió azorado cuando ella elevó la mirada hasta él.

—En verdad, capitán, hace usted que una chica se sienta indecente, con ese modo de mirar que tiene —rió—. Supongo que ustedes, los marineros, pasan tanto tiempo lejos de la civilización que no pueden controlar sus maneras —estrechó su brazo, sonriendo divertida—. No se moleste. No hay por qué estar tan serios. Realmente debo enseñarle a aceptar lo que tiene aquí, y a disfrutar de lo que le pertenece por derecho.

—Lo siento. Tiene toda la razón acerca de mí —miró el suelo de mármol y sonrió—. En la mar puedo permanecer en pie. Aquí, siento como si la cubierta se moviera.

Ella retrocedió y le escrutó.

—Bien, tendré que ver cómo puedo arreglar eso —se golpeó los labios con un delgado abanico—. Todo el mundo habla de usted, de cómo ha actuado, de cómo se enfrentó a ese impresionante consejo de guerra y los ridiculizó a todos.

—No ha sido exactamente así…

Ella no le hizo caso.

—Por supuesto, no le dirán nada de eso. Algunos temen, posiblemente, que se convierta usted en un lobo de mar salvaje y sediento de sangre —rió amablemente—. Otros ven en su éxito parte de su propio fracaso.

Un criado susurraba al oído del general.

—Le dejaré que se las arregle solo durante la cena —añadió ella—. Soy la anfitriona esta noche.

—Oh, yo pensaba… —para ocultar su confusión, preguntó—. ¿No está aquí lady Blundell?

—Se ha quedado en Inglaterra. Los hábitos de mi tío son los de un soldado. Creo que es feliz de mantenerlo bien lejos de ella —apretó de nuevo su brazo—. Pero no esté tan triste. Le veré después. Debemos hablar de su futuro. Conozco a gente que puede ayudarle, colocarle donde merece, en lugar de… —no finalizó.

Resonó un gong.

—Damas y caballeros —anunció un criado—, la cena está servida.

Siguieron al general y a su sobrina a una habitación aún mayor, y Bolitho se encontró emparejado con una mujercita de cabello oscuro, al parecer la mujer de un oficial. Él no estaba presente y, con algo similar a la tristeza, Bolitho pensó que tendría que cargar con ella por el resto de la noche.

La cena apareció en la habitación. Cada plato era mayor y estaba preparado de manera aún más extravagante que el anterior. Su estómago se había acostumbrado hacía tiempo al escaso rancho del barco, y a los distintos esfuerzos de varios cocineros. Nadie más parecía encontrarse con dificultades, de todos modos, y sólo pudo maravillarse ante el modo en el que los platos se vaciaban sin pausas aparentes en la conversación.

Se sucedieron varios brindis, con vinos tan variados como las razones para beberlos. Después del leal brindis al rey George, vinieron todos los habituales: muerte a los franceses, confusión a nuestros enemigos, la maldición caiga sobre Washington. Según el vino fluía, se volvieron cada vez más incoherentes y sin sentido.

La dama sentada junto a Bolitho dejó caer su abanico, pero cuando él se inclinó para recogerlo, ella se inclinó bajo el mantel y aferró su muñeca, apretándola contra su muslo durante varios segundos. Pareció durar una hora, y él pensó que todos los de la mesa debían de estar mirándole, pero ella era la única y su rostro se encontraba hasta tal punto dominado por el deseo que casi pudo sentir cómo perdía el control. Le devolvió el abanico.

—Tranquila, señora —dijo—. Aún quedan algunos platos para terminar la cena.

Ella le miró, con la boca abierta, y esbozó una secreta sonrisa.

—Gracias a Dios, aún se puede encontrar un hombre de verdad.

Bolitho se obligó a coger otra porción de pollo, aunque no fuera más que para tomar fuerzas. Podía sentir cómo la rodilla de la chica presionaba contra su pierna, y sabía muy bien que cada vez que pedía algo de la mesa parecía necesitarlo extendiendo el brazo ante él. En cada ocasión ella se demoraba más en el movimiento, permitiendo que su hombro o su pecho le tocaran por unos momentos más y más largos.

Echó una ojeada desesperada, y vio que la otra muchacha le observaba. Era difícil descifrar su expresión desde tan lejos, entre divertida y alerta.

—Mi marido es mucho mayor que yo —dijo su compañera, como por casualidad—, y se preocupa más de su maldita oficina que de mí.

Se inclinó para coger mantequilla, y permitió que su pecho rozara la manga de él mientras mantenía los ojos fijos en Bolitho.

—Imagino que habrá estado en muchos lugares. Me encantaría poder ir en barco a algún lugar, lejos de aquí, y de él.

Por fin la comida terminó, y con un roce de sillas los hombres se levantaron para permitir que las señoras se retiraran. Incluso en los últimos momentos, la acompañante de Bolitho persistió en su campaña, como una fragata destrozando un barco que estuviera completamente derrotado desde el principio.

—Tengo una alcoba aquí —susurró ella—. Enviaré a un criado para que le guíe hasta ella.

Cuando se alejó de la mesa, la vio tambalearse, pero se recobró inmediatamente. Pensó con cierta preocupación que haría falta algo más que vino para derribarla. Las puertas se cerraron de nuevo y los hombres acercaron sus sillas a la cabecera de la mesa. Se sirvió más brandy y algunos puros negros que Blundell dijo haber conseguido de «un maldito patán, que trataba de evitar sus obligaciones».

—He oído que está ahora en nuestra patrulla local —la fuerte voz de Blundell redujo a los otros huéspedes a un atento silencio.

—Sí, sir James —Bolitho le miró con calma. Blundell estaba bien informado, considerando que él había recibido sus órdenes esa misma mañana.

—Bien. Necesitamos unos cuantos capitanes con voluntad suficiente como para guardar nuestras fronteras —los rasgos de Blundell habían adquirido un tono carmesí por lo pesado de la cena—. Esos malditos yanquis han hecho lo que les ha dado la gana durante demasiado tiempo.

Hubo un gruñido de aprobación.

—Esa es la auténtica verdad, señor —dijo alguien, tímidamente, y se hundió bajo la mirada tempestuosa de Blundell.

—Señor, ¿continúa el coronel Foley aún en América? —preguntó rápidamente Bolitho.

—Manda un batallón a las órdenes de Cornwallis —Blundell no parecía interesado—. El mejor puesto para él.

Bolitho permitió que la conversación fluyera en torno a él como un manto protector. Oyó hablar poco de la guerra: cría de caballos y el coste de mantener una casa en Nueva York. El asunto de un desafortunado capitán de artillería al que habían encontrado en cama con la mujer de un dragón. Las crecientes dificultades de obtener buen brandy, incluso al precio de los especuladores.

Bolitho pensó en el resumen de Christie. Él había hablado de dos ejércitos. Ahora le parecía que tenía toda la razón. El coronel Foley, fuera un hombre agradable o no, era uno de los que luchaban por la causa de su país y por su vida. Alrededor de aquella mesa se sentaban una buena cantidad del otro tipo. Malcriados, consentidos y completamente egoístas; deseó poder librarse de ellos.

Blundell se puso en pie con esfuerzo.

—Reunámonos con las señoras, vive Dios.

Cuando Bolitho echó una ojeada al adornado reloj francés, vio que casi era medianoche. Parecía increíble que el tiempo pudiera pasar tan rápidamente; pero pese a la hora, el ritmo no decaía. Una pequeña orquesta de cuerda inició una viva danza, y riendo ruidosamente, los huéspedes se apretaron y saltaron por el sonido de la música.

Bolitho caminó despacio entre los salones que se comunicaban entre sí buscando a Susannah Hardwicke, y manteniéndose alerta por si veía a su anterior acompañante.

Cuando pasó junto a un estudio lleno de libros vio que Blundell hablaba con un grupo de hombres que parecían en su mayoría civiles acomodados. Uno de ellos, muy alto y fornido, permanecía entre las sombras, pero el lado de su rostro visible a la luz de las velas hizo que Bolitho se sobresaltara, primero con sorpresa, y luego con lástima. Había perdido media cara, y la piel estaba quemada casi hasta el hueso desde la línea del pelo a la barbilla, de modo que tenía la apariencia de una máscara grotesca. Pareció sentir la mirada de Bolitho, y después de una rápida mirada, se volvió de espaldas, escondiéndose en la oscuridad.

No era extraño que no se hubiera unido a los otros durante la cena. Resultaba fácil imaginar el dolor de aquella herida, el tormento que le había dejado tan desfigurado.

—¡Ah, está ahí! —Susannah salió de otra habitación—. Lléveme al jardín.

Caminaron en silencio, y él sintió cómo el vestido crujía contra sus piernas, y la tibieza de su cuerpo.

—Se ha comportado de un modo absolutamente espléndido, capitán —hizo una pausa y le miró, con los ojos muy brillantes—. Esa pobre mujer… Por un momento pensé que cedería ante ella.

—¡Ah! lo ha visto —Bolitho se sintió incómodo—. Parece que se ha ido.

—Sí —ella le condujo al jardín—. La he echado —se rió, y el sonido atravesó los arbustos como un eco—. No puedo permitirle que me haga la competencia con mi capitán, ¿no cree?

—Espero que fuera amable con ella.

—La verdad, se deshizo en lágrimas. Fue bastante patético.

Se reclinó contra su brazo, y su vestido se desplegó tras ella como oro pálido.

—Ahora debo dejarle, capitán.

—Pero… Pero… Yo creí que íbamos a hablar.

—Más tarde —le estudió gravemente. Tengo planes para su futuro.

—Levo anclas mañana —se sintió destrozado, desconsolado.

—Ya lo sé, tonto —se puso de puntillas y tocó los labios de Bolitho—. No frunza el ceño, no puedo permitirlo. Cuando regrese, le presentaré a algunos amigos míos. No lo lamentará —sus dedos enguantados acariciaron suavemente su mejilla—. Y yo tampoco, estoy segura.

Una criada apareció entre las sombras.

—El carruaje está preparado, señorita.

—Después de que se vaya, intentaré limpiar la casa de esta gente espantosa —le dijo a Bolitho. Inclinó la cabeza, y le miró con calma—. Puede besarme en el hombro, si lo desea.

Su piel era sorprendentemente fresca, y tan suave como un melocotón. Ella se deshizo de él.

—Sea bueno, capitán, y cuídese. Cuando regrese, estaré aquí.

Entonces rió y corrió ligera hasta la casa.

El coche le estaba esperando, y mientras caminaba a toda prisa a través del jardín en sombras hacia el camino, su sombrero y su capa estaban sobre el asiento, y junto al estribo había una gran caja de madera. Los dientes del criado brillaron en un blanco
crescendo
.

—La señorita Susannah hizo que en la cocina empaquetaran algo de comida para usted. Dijo que se pusiera sólo lo mejor.

Bolitho subió al coche y se hundió en los cojines. Aún podía sentir su piel contra la boca, y oler el perfume de su pelo. Una chica por la que un hombre podría volverse loco, si es que ya no lo estaba.

En la entrada del malecón encontró a un barquero inclinado sobre los remos, y tuvo que llamarle varias veces para atraer su atención.

—¿Qué barco, señor?

—El
Sparrow
.

Sólo decir su nombre le ayudó a calmar sus agitados pensamientos. Antes de dar un paso, se volvió para mirar al coche, pero ya había desaparecido como en un sueño.

El barquero gruñía mientras cargaba con la pesada caja escaleras abajo, no lo suficiente como para ofender al capitán de un barco, pero sí como para que le dejaran una propina. Bolitho se envolvió en su capa y sintió la fresca brisa marina contra su rostro. Aún soplaba del oeste. No estaría mal zarpar de nuevo, aunque no fuera más que para tener tiempo para recogerse y examinar sus esperanzas respecto al futuro.

XV
Un notable parecido

La misión a la que el
Sparrow
había sido destinado, averiguar la fuerza naval de los franceses en Newport, resultó a la postre más complicada de lo que Bolitho esperaba. La travesía entre Sandy Hook hasta el extremo este de Long Island se hizo rápidamente, y el viaje de vuelta resultó igualmente veloz; pero el viento se mostró contrario, y durante una salvaje galerna procedente del oeste la pequeña corbeta fue desviada y azotada de continuo, de modo que Bolitho tuvo que amoldarse antes que arriesgar palos y velas.

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