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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (19 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—Leve el anclote, señor Tyrrell —dijo—, e ice todos los botes —miró hacia las largas hileras de remos—. Tendremos que ver lo que logramos con ellos esta mañana.

Una vez libre del anclote, el casco giró retrocediendo hacia la playa, mientras la corriente levantaba una ola en su proa como si ya estuviera avanzando. La cubierta de artillería y las pasarelas estaban abarrotadas de hombres y sabía que más abajo todos los espacios se llenaban con soldados agotados. Vio que la yola se elevaba sobre la pasarela antes de caer limpiamente sobre sus cuñas entre los esquifes; los marineros trabajaban en un silencio inusual, y en ocasiones dirigían una mirada hacia él, que estaba en la batayola, como para adivinar sus intenciones.

Era capaz de distinguir los rostros en la creciente luz y comprendió que ahora conocía a la mayor parte por su nombre. Los de confianza y los perezosos, los descontentos y aquellos capaces de aceptar sus órdenes, forzosamente o de buen grado, con diversos grados de confianza. Recordó aquel primer día, el mar de hombres desconocidos, y a Graves excusando la ausencia de Tyrrell. Parecía que había pasado tanto tiempo…

—¡Los botes están asegurados, señor! —informó Tyrrell.

Bolitho caminó hasta la batayola y se recostó en ella. La madera estaba mojada y pegajosa, pero en unas pocas horas parecería la barra de un horno, si es que aún continuaba sobre el agua.

—Todos conocéis la existencia de esa fragata, muchachos —dijo—; ahora está ahí arriba, tomándose su tiempo, como hacen siempre los gabachos —hizo una pausa, y vio como algunos de los hombres más viejos se daban codazos y sonreían ante su débil broma—. También podéis ver que somos incapaces de largar los juanetes sin que nos conduzcan hacia tierra, pero si los soldados pudieron avanzar todo ese camino a través del país, hacia nosotros, pienso que nosotros deberíamos ser capaces de llevarlos de nuevo a casa. ¿Qué decís?

Por un largo momento nadie se movió ni habló, y sintió que la desesperación les rondaba, como si fueran a burlarse de él. ¿Por qué deberían preocuparse ellos de eso? Después del descontento que siguió a la lucha contra los piratas podrían considerarlo un desaire justificado.

Sorprendentemente fue el contramaestre el primero en romper el silencio. Irrumpió desde la pasarela de babor, con el rostro brillante como una grotesca bala al rojo.

—¿A qué estáis esperando, nenitas? —bramó—. ¡Un hurra por el capitán, y otro por el
Sparrow
!

Los vítores se extendieron a lo largo de las cubiertas y hasta los gavieros en las vergas, hasta los aturdidos soldados tendidos más abajo, y donde quiera que les hubieran encontrado un pie o dos para colocarlos.

—¡Y al infierno con los malditos franchutes! —aulló Tilby. Había cortado ya las ataduras de los remos más cercanos, y empujó a los hombres hacia ellos mientras otros corrían para abrir las pequeñas escotillas a ambos costados.

Bolitho se volvió, y vio la gran sonrisa de Tyrrell y cómo Buckle asentía y sonreía, como si ya estuvieran en el mar alejándose a toda vela. Incluso Graves sonreía, con su rostro cansado, entre sorprendido y aturdido por el estruendo.

—Hombres a los cabestrantes —dijo—. Deseó que dejaran de vitorear, que Tyrrell le obedeciera y le dejara a solas con sus pensamientos.

—Que saquen los remos, si le parece.

Tyrrell gritó la orden, y cuando los dos timoneles se acercaron al timón y el cabestrante mostró el primer signo de tensión se volvió.

—No le defraudarán —dijo—. No después de lo que ha hecho por esos pobres casacas rojas. Ni ahora, ni nunca, comandante.

Bolitho no pudo mirarle a la cara. En cambio, paseó la mirada a lo largo del costado de babor, hasta la línea de remos posados sobre el agua, que semejaban los remos de alguna galera antigua. Costaría muchísimo esfuerzo llevarla hasta la bahía. Con el viento en contra y el peso muerto de todos sus cañones y los pasajeros de más, podría resultar imposible.

—¡A sus puestos!

Los remos oscilaron cautelosamente hacia delante, con los marineros colgando de los largos puños y aferrándose a la cubierta con los dedos de los pies desnudos.

—¡Izada el ancla! —Graves vino corriendo por la popa sobre los marineros y aulló—. ¡Se está moviendo, señor!

—¡Avante! —Tilby arrojó su propio peso sobre el remo situado en la popa, y sus músculos abultados mostraron su fuerza—. ¡Boga! ¡Vamos, chicos! ¡Boga! ¡Ahora!

Arriba y abajo, las líneas de remos se elevaron y se hundieron en el agua para detener la deriva del
Sparrow
hacia la playa, muy despacio y con gran esfuerzo consiguieron controlarlo y dirigirlo hacia la bahía.

—¡Coja el timón, señor Buckle! —llamó Bolitho. Añadió, para Tyrrell:— ¡Todos los hombres y los oficiales a los remos! ¡Todos!

Cuando el ancla estuvo asegurada en la serviola y Graves condujo a sus hombres a los remos, otros se deslizaron desde los estays y corrieron abandonando sus puestos, cualquiera que fueran, para ayudar con los remos. Bolitho intentó no mirar hacia la punta, ahora verde y marrón bajo la luz. Permanecía inmóvil, y la corbeta apenas hacía progresos, pese a que los hombres ya resoplaban y tan sólo Buckle y él mismo no estaban ayudando. El viento era demasiado fuerte, la corriente insistía demasiado.

—¡Boga! ¡Boga! —la voz de Tyrrell resonaba como una trompeta—. ¡Otra vez más muchachos! —pero no servía de nada.

Buckle llamó suavemente.

—¡Tenemos que fondear de nuevo, señor! ¡Estarán agotados en un momento!

Varios marineros perdieron su fuerza y casi cayeron cuando una voz se hizo oír con un gritó sobre el estrépito y el crujido de los remos.

—¡Rápido! ¡Repartíos entre los marineros!

Bolitho miró con incredulidad cómo Foley emergía por debajo de la toldilla; siguiéndole, de dos en dos, algunos cojeando, otros cegados por los vendajes, venían los restos de su compañía. Foley elevó la mirada.

—Jamás nadie ha podido decir que los del 51 han fracasado, si han debido competir con la Armada! —tranquilizó a uno de sus hombres, que se le adelantaba, antes de añadir:— Habló antes de milagros, pero a veces los milagros necesitan una pequeña ayuda —se dio la vuelta y se situó junto a un segundo piloto en el extremo de un remo.

Bolitho se aferró a la batayola deseando ocultarles su rostro, pero incapaz de apartar los ojos del esfuerzo conjunto.

—¡Ya gobierna el timón, señor! —dijo Buckle con voz ronca—. ¡Ahora responde!

—El coronel me dijo que podría conquistar la mitad del continente con los hombres adecuados —dijo Bolitho suavemente; con hombres como éstos podría conquistar el mundo.

Cuando miró de nuevo vio que la punta se había deslizado hasta la aleta de estribor, mientras, con gran cuidado, Buckle gobernaba sin dificultades el timón, y observaba cómo el bauprés apuntaba hacia aguas más profundas. Aquí y allá un hombre caía exhausto junto a un remo, pero el impulso apenas variaba. Cuando el sol se elevó completamente sobre las distantes colinas, el
Sparrow
ya se encontraba en la bahía.

—¡Gavieros a la arboladura! —gritó Bolitho—. ¡Preparados para soltar velas!

El contrafoque crujió y flameó furiosamente; luego se tensó en un firme
crescendo
, y cuando los remos largos fueron retirados de sus portas, la cubierta se inclinó en un ángulo pequeño, pero satisfactorio.

—Hágala virar a estribor, señor Buckle, tan a favor del viento como pueda. Necesitamos todo el espacio posible para remontar el cabo May.

Tyrrell se acercó a la popa y permaneció en pie ante el compás con los ojos fijos en la brumosa línea de tierra. Parecía extrañamente satisfecho, seguro. Vio que Bolitho le observaba.

—Estuvo bien bajar a tierra de nuevo —dijo—, pero imagino que ustedes sienten lo mismo por Inglaterra.

Bolitho asintió gravemente. Quizás Tyrrell se había sentido tentado, después de todo, pero había vuelto y eso era lo único que contaba.

—Bien hecho, señor Tyrrell —dijo—; todos se han portado muy bien.

Tyrrell esbozó su sonrisa desvaída.

—Si me perdona la insolencia, señor, usted tampoco se ha dormido en los laureles.

—¡A los de cubierta! ¡Barco en la amura de estribor!

Bolitho miró a Buckle.

—Los franceses vienen a por nosotros antes de lo que pensaba. Larguen los juanetes, si le parece —caminó hacia la popa escorada e hizo sombra a los ojos—. Les haremos que suden por su dinero.

Tyrrell continuaba sonriendo.

—¡Querrá decir por el dinero del general!

Bolitho se miró los pantalones manchados.

—Me voy a afeitar —pero su buen humor persistía—, por si nos vienen visitas esta mañana, ¿eh?

Buckle le vio marchar.

—¿Es que no se preocupa por nada?

Tyrrell seguía con la vista a los gavieros, con ojo crítico. Recordaba la expresión de Bolitho cuando los soldados heridos se habían tambaleado sobre la cubierta para ayudar a los hombres en los remos. Por un breve momento había visto más allá de la quebradiza compostura, del artificio del cargo, al auténtico hombre que había debajo.

—No esté tan seguro, señor Buckle —murmuró casi para él—. Tiene sentimientos. Exactamente igual que el resto de nosotros.

Bolitho cerró el catalejo con un chasquido y se apoyó contra un cabillero.

—Varíe el rumbo en dos puntos, señor Buckle, hacia el este.

Les había llevado dos horas avanzar hasta allí, dos horas desde que habían avistado cómo la fragata francesa viraba por avante y se acercaba peligrosamente, bordeando el cabo May. Con el extremo más sobresaliente de aquel laberíntico promontorio a apenas dos cables del costado de sotavento, habían navegado hacia mar abierto, y habían pasado lo suficientemente cerca de tierra firme como para poder ver el humo de alguna fogata, y el sol de la mañana que se reflejaba en una ventana escondida; o puede que fuera en el catalejo de un observador invisible.

Había sido más difícil de lo que había imaginado permanecer en una silla de la cámara de oficiales, mientras Stockdale le afeitaba y le tendía una camisa limpia. Ahora, mientras observaba cómo los hombres corrían a las brazas, el bauprés enhiesto más allá de las tensas jarcias, se preguntaba por qué había desperdiciado el tiempo abajo. Había sido por orgullo o vanidad, la necesidad de relajarse aunque fuera por unos momentos, ¿o tal vez por una necesidad mayor, la de que sus hombres le creyeran tan tranquilo como para ser capaz de concentrarse en su propio confort?

Cuando la corbeta siguió girando, hasta que tuvo el viento directamente por la popa, pudo sentir cómo cada palo y cada cuaderna rechinaban por el movimiento. Sobre la batayola del alcázar vio la verga de la mayor curvarse como un inmenso arco; las piernas separadas de los gavieros denotaban la salvaje vibración de la arboladura, y precaución, porque sabían que un paso en falso significaría la muerte instantánea, o la agonía aún más larga de ver cómo el barco se alejaba dejando que el hombre caído se ahogara solo.

—¡Va bien, señor! ¡Hacia el este!

Caminó hasta la aguja y entonces dirigió una mirada cuidadosa hacia las velas. Cada pulgada de lona estaba hinchada, tan curvada que parecía a punto de reventar. Señaló con el catalejo.

—Entren un poco más de la braza de babor del trinquete, señor Tyrrell, y luego amarre.

Cuando los hombres corrieron para obedecer, miró de nuevo hacia la popa. El enemigo había avanzado bastante desde que habían salido de la bahía, y había eliminado la ventaja, mientras que el
Sparrow
había perdido un tiempo valioso bordeando el último promontorio. Ahora, cuando dirigía el catalejo a través de la regala, podía ver a su perseguidor avanzando, con el casco bañado en espuma y las portas a ras de agua. Aparecía amurado a estribor, mostrando todo su casco de líneas puras y las pirámides de lona. De nuevo había soltado sus sobrejuanetes, una vez lejos del promontorio, y se adentraba en aguas más profundas antes de continuar la caza. Tyrrell se acercó hacia la popa, frotándose salpicaduras de sal de sus brazos y la cara.

—Nos mantenemos bien, teniendo en cuenta el viento, señor. De momento no podemos hacer nada más.

Bolitho no replicó. Se inclinó sobre la batayola de la toldilla y vio las irregulares hileras de soldados heridos, y a otros, menos afectados, que les ayudaban con la comida y las vendas.

Dos de los ayudantes de Dalkeith se acercaron a la cubierta, arrojaron un fardo por encima de la pasarela y desaparecieron por una escotilla sin apenas dirigirle una mirada. Bolitho observó cómo el fardo se deslizaba en la cremosa estela que dejaba el
Sparrow
y sintió que su estómago se contraía violentamente: algunas vendas sanguinolentas, pero, sobre todo, el miembro amputado de un soldado desafortunado, uno más. Dalkeith continuaba en su improvisada enfermería, como había hecho desde que la corbeta había levado anclas, trabajando casi en total oscuridad con sierras y trapos mientras el barco se zarandeaba y se tambaleaba.

—¡Los franceses viran, señor! —gritó Graves entre el ruido de las lonas.

La fragata se encontraba en esos momentos a unos ocho cables de la aleta de estribor, sin duda a no mayor distancia, y seguía un rumbo paralelo, con los sobrejuanetes tensos en sus vergas como pálidos pechos.

—Está avanzando, señor Tyrrell —dijo Bolitho—, no mucho, pero lo suficiente como para preocuparnos.

Bolitho descansó en la batayola y mantuvo su vista al frente, sin mirar a la fragata enemiga.

—¿Nos preparamos para la acción?

Bolitho sacudió la cabeza.

—No podemos. Todos los espacios están ocupados por soldados. Apenas queda hueco en la cubierta de artillería para el retroceso de un cañón del doce.

Pensó en los grandes cañones del treinta y dos apuntando por cada amura. Con el enemigo en la popa no podían hacer nada. Demasiado peso. Si el enemigo hubiera estado en su línea de fuego podrían haber sido capaces de inutilizarles, aunque fuera temporalmente, o hasta que algún barco del escuadrón costero llegara en su ayuda.

Tyrrell le miró preocupado.

—Puede elegir, señor. Puede acercarse a la orilla y arriesgarse a perder el viento. O puede alterar el rumbo hacia el mar dentro de una hora —dobló la pierna contra la batayola mientras el
Sparrow
se hundía pesadamente y la espuma salpicaba la popa y las cubiertas, golpeando contra los trinquetes como una lluvia de perdigones—. Hay una larga cadena de bancos de arena que va de norte a sur. O se va a un lado o al otro, pero en una hora tendrá que decidir.

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