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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (20 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Bolitho asintió. Incluso con la escasa información que le proporcionaban sus mapas, sabía que la estimación de Tyrrell era cierta. Los bancos de arena se extendían como jorobas irregulares durante más de veinte millas, cruzando su línea de avance. Que el barco virara hacia el norte o hacia el sur para evitarlos significaba una pérdida de tiempo, y, con el enemigo tan cerca, representaba la medida del desastre.

—Podemos esperar a ver qué es lo que hacen los franceses —dijo Tyrrell. Se frotó la barbilla—, pero para entonces se nos habrá hecho demasiado tarde —se encogió de hombros, impotente—. Lo siento mucho, señor. No soy de mucha ayuda.

Bolitho deslizó su mirada desde él hacia la tierra. Según la costa giraba hacia el noreste ésta descendía. Diez, quince millas, era difícil discernir en la brillante luz del día con la neblina tan baja.

—Ha sido de gran ayuda.

Caminó hacia la popa hasta el compás y vio que Buckle le observaba muy seriamente. Las risas previas, la súbita calma al abandonar la tierra, habían desaparecido. Primero había sido un rumor y luego el avistamiento de un barco. Primero había sido un barco lejano y luego la real y mortal amenaza de la línea de portas de la fragata. Todo se había vuelto contra ellos demasiado rápido.

—¡A los de cubierta! ¡Barco en la amura de estribor!

—¡El escuadrón! —dijo Graves excitado—. ¡Por Dios, esto mejora!

—¡A los de cubierta! —se escuchó un momento más tarde— ¡Es un remolcador, señor! ¡Se aleja!

Bolitho crispó sus manos en la espalda. Algún mercader asustado, sin duda. Si todavía continuara a la vista, en una hora podría presenciar una rápida y desigual batalla.

—¡Los franceses han alterado un poco el rumbo! —Buckle atisbaba por popa con un catalejo— ¡Sus vergas se están orientado hacia sotavento!

Bolitho esperó, contando los segundos. La fragata había variado su curso original, y su velocidad y rumbo la colocaban ligeramente más lejos de la cubierta del
Sparrow
. Se puso en tensión, viendo cómo el viento disipaba instantáneamente una delatora humareda marrón.

La pesada bala se sumergió a la distancia de un cable, y el chorro de agua se elevó violentamente, como si fuera el de una ballena. Bolitho eliminó los insultos de los hombres de sus pensamientos. No importaba lo que ellos creyeran; era un buen disparo. Habían disparado a casi dos millas de distancia con lo que debía ser un cañón de proa tan poderoso como el suyo. Foley apareció a su lado.

—He escuchado el cañón —se hizo sombra sobre los ojos para atisbar sobre las redes—. Pretende acobardarle.

Bolitho sonrió seriamente.

—Pretenden mucho más que eso, coronel.

Escuchó más ruidos de pasos en la toldilla y vio a Dalkeith, que guiñaba los ojos con el sol, y se enjugaba el rostro con su gran pañuelo. Se había quitado su pesado delantal, pero quedaban manchas oscuras en sus piernas y en sus zapatos, manchas que aún no se habían secado.

—Esto es todo por ahora, señor —informó—. Diez han muerto. Me temo que más les seguirán.

—Gracias, señor Dalkeith —dijo Foley con admiración—. ¡Es mejor de lo que me atrevía a esperar!

Todos miraron en derredor al escuchar otro amortiguado disparo. Cayó más cerca, al lado de la aleta de estribor. Dalkeith se encogió de hombros.

—En tierra firme podría haber salvado a más, coronel —se alejó hacia la regala, con su brillante peluca torcida, y sus hombros encogidos, como si portara un gran peso.

—Es un buen cirujano —dijo Bolitho—. Habitualmente los que se enrolan son fracasados o borrachos. Él no es ninguna de las dos cosas.

Foley estudiaba la fragata con el catalejo.

—Tal vez fue una mujer lo que le hizo escoger el mar —bajó la cabeza involuntariamente cuando el otro barco disparó de nuevo y la bala le sobrevoló antes de caer arrojando espuma en forma de aleta de tiburón en el lado opuesto.

—Ice la bandera, señor Tyrrell —dijo Bolitho—. Sabrán quiénes somos ahora —observó cómo la bandera escarlata ascendía hasta el pico de la cangreja—. Señor Dalkeith, haga que sus ayudantes muevan a los hombres heridos al lado de babor —acalló su protesta aún no formulada—. Mejor ahora que cuando tengamos auténticos problemas.

Graves vino corriendo hasta la popa por la pasarela.

—¿Aceleramos, señor?

—No —miró hacia lo alto mientras otra bala silbaba sobre la cubierta—, disponga la batería de estribor en doble línea y con abundancia de metralla —pasó por alto la sorprendida expresión de Graves y añadió a Foley—. Si debemos disparar tendrá que ser en una andanada. Usted mismo ha estado abajo. Sabe que no podemos permitirnos una batalla y un acercamiento con el casco lleno de enfermos hasta el tope.

Foley desvió la mirada.

—Lo siento, capitán.

Bolitho le estudió con seriedad.

—No lo sienta. Mis órdenes decían poco acerca de luchar. La idea era limitarse al transporte —forzó una sonrisa—. Para desgracia nuestra, los franceses no las leyeron.

Se volvió para observar cómo llevaban los heridos al otro lado; mientras tanto Graves y Yule, el artillero, supervisaban cómo eran cargados lentamente los cañones de estribor cuyo espacio no estaba ocupado por los pasajeros o por el cargamento. Graves se acercó a la escala por un momento.

—Todos los cañones menos cuatro están cargados y preparados, señor —dijo. Se sobresaltó dando un respingo cuando el aire sobre su cabeza resonó con un chillido largamente prolongado, como si un millar de demonios hubieran sido liberados en el mar. Los obenques y las jarcias dieron una salvaje sacudida, y los hombres bajaron la cabeza protegiéndola bajo las manos cuando los cabos destrozados y varios trozos de madera se desplomaron sobre ellos.

Bolitho apretó las manos a su espalda con más fuerza aún hasta que el dolor le ayudó a calmarse. Había sido un disparo con un arco muy pronunciado, como los del gran
Bonaventure
, cruel y muy peligroso. Consistía en fragmentos de hierro unidos entre sí, y podía destrozar las jarcias y rasgar con facilidad las vergas. Pero, contrariamente a un disparo con dos balas encadenadas, que se utilizaban más habitualmente, también podía causar terribles daños a hombres que se hubieran escondido en las pasarelas o en la amurada. Obviamente, los franceses querían destrozar los mástiles del
Sparrow
y capturarlo intacto junto a su cargamento. El oro serviría para pagar numerosos requerimientos en el futuro, y el
Sparrow
sería una valiosa adición a la flota enemiga. Había ocurrido antes. En una hora vería si ocurría de nuevo.

El cañón de proa escupió humo después de un estruendo, y el trinquete del
Sparrow
estalló en una abrasadora explosión; la gran vela reventó en cien fragmentos en el viento, incluso antes de que el hierro enemigo hubiera terminado de caer. Bolitho sintió inmediatamente la diferencia, el pesado movimiento entre cada oscilación, el incremento de vueltas en el timón mientras los timoneles de Buckle luchaban por mantener el barco.

Una vez más se oyó el aullido demoníaco de los fragmentos que caían simulando espirales, el ruido y el estruendo de los cabos y las drizas al desplomarse. Los hombres trabajaban febrilmente sobre las cubiertas para remendar los aparejos gravemente afectados, pero la fragata estaba mucho más cerca, y cuando Bolitho se volvió, vio que tres de sus cañones delanteros escupían fuego y humo.

Las balas silbaban y se quejaban sobre ellos y una desgarró la gavia de mesana con el sonido de un látigo que azotara la madera. Los hombres aullaron y maldijeron para controlarla cuando una vez más el viento exploró el daño, y convirtió el agujero de la bala en una raja irregular de arriba abajo. Bolitho se aferró a la batayola. Si tan sólo apareciera una vela amiga, cualquier cosa que desanimara a la fragata, o si ésta cambiara el rumbo aunque no fuera más que por unos momentos.

Vio una bala que se deslizaba por encima de las olas con su progreso claramente indicado por su estela de espuma; se estremeció con una mueca de dolor cuando la cubierta saltó bajo él, mostrando que el disparo había impactado en la parte baja del casco.

Bajo la cubierta de artillería escuchó gritos ahogados y se imaginó a los heridos y a los enfermos soportando el amenazador rugido del fuego, la puntería cada vez más certera a cada disparo. Dalkeith acababa de amputar un miembro a alguno de ellos. Bethune corrió hasta la escalera.

—¡Mi comandante! El general desea ser informado… —se encogió cuando una bala atravesó la regala y redujo a dos marineros a una maraña de miembros retorcidos y horrorosos restos de sangre. Bolitho dio la espalda a la escena. Había estado hablando a uno de ellos hacía apenas unos minutos. Ahora era menos que un hombre. Nada.

—Dígale al general que permanezca abajo y…

Se interrumpió cuando con un fuerte crujido el juanete mayor se derrumbó, y la vela aleteó locamente en una maraña de jarcias rotas, mientras la propia verga se dividía en dos partes iguales antes de derrumbarse sobre la cubierta. Los hombres corrieron en confusión hasta que la avalancha de maderas y cuerdas se desmoronó sobre el pasamanos de babor y levantó un torbellino de espuma. Un hombre, que debía haber sido el vigía, se había aferrado con toda su fuerza a la verga del juanete, e incluso sobre el estrépito Bolitho escuchó su agudo chillido y le vio rodar y caer el resto de su recorrido hasta la cubierta de artillería.

Otra furiosa explosión de fuego y Tilby corrió entre los hombres que se debatían, sus brazos golpeando mientras les empujaba y dirigía con sus hachas para liberar el barco de los aparejos rotos.

—¡Debemos cambiar el rumbo, señor! —gritó Tyrrell. Aullaba para hacerse escuchar, mientras los hombres pasaban a su lado, con los rostros convertidos en máscaras tensas y sus ojos ciegos incluso ante los cuerpos descuartizados bajo las redes. Bolitho le miró.

—¿Cuánta agua queda sobre esas barras?

Tyrrell pareció pensar que había escuchado mal.

—¿Ahora? ¡Casi nada! —miró salvajemente hacia las velas mientras más hierro dentado impactaba contra ellas.

Un gaviero se había resbalado y estaba suspendido por las manos por dos de sus compañeros mientras pataleaba desesperadamente en el aire. El sudor, el miedo, o una astilla rompieron el contacto, y con un breve grito el hombre cayó de cabeza, al parecer muy despacio, hasta que impactó contra el mar junto al casco. Bolitho le vio pasar bajo la toldilla, con los brazos abiertos y los ojos muy blancos, mientras el agua se cerraba sobre él.

—¡Debo arriesgarme! —estaba gritando en alto sin darse cuenta de que apenas era un murmullo—. Si viramos a cualquier lado esa fragata nos destrozará.

Tyrrell asintió bruscamente.

—¡Así es, colocaré un sondador en las plataformas y…

Bolitho le aferró por un brazo.

—¡No! ¡Si hace eso, o acorta vela, ese bastardo sabrá lo que vamos a hacer! —le sacudió violentamente—. Si yo caigo usted debe intentar sacar de aquí al
Sparrow
.

Una bala golpeó las redes y las dividió. El aire se llenó de astillas y fragmentos, y vio que Foley se llevaba la mano al hombro, donde la charretera había sido limpiamente arrancada. Se enfrentó a Bolitho.

—¡Un trabajo arriesgado, capitán!

Bolitho le miró, sintiendo la misma mueca fija en su boca y mandíbula. Al igual que él, el barco actuaba como algo fuera de control; las velas que quedaban lo arrastraban hacia la escondida amenaza de los bancos de arena. Estaba apostando todo al conocimiento de Tyrrell, y esperaba que el francés ignorara el peligro, o estuviera tan cegado, excepto por la cercana derrota del
Sparrow
, que bajara la guardia. Incluso pese al cañoneo intermitente, los impactos y el ruido de las balas que les alcanzaban, era capaz de ver pequeños pero importantes detalles en cada lado.

Un marinero malherido, con el hombro reducido a una pulpa sanguinolenta, era llevado en brazos por un soldado herido. Éste había sido cegado en alguna lucha anterior y su rostro estaba cubierto por vendas, pero sus manos parecían mantener la calma incluso en medio de la confusión que les rodeaba. Conmovedor y calmoso, había escudado al marinero y acudido con una cantimplora de agua para calmar sus sufrimientos. Y Dalkeith, con la peluca en un bolsillo, se arrodillaba junto a otro hombre herido; sus dedos como garras escarlatas que parecían la extensión de la herida mientras sus ojos descansaban en la siguiente víctima, y en la que le seguía. Y a todo esto, Graves caminaba detrás de los cañones cargados, con la barbilla sobre el pecho, deteniéndose sólo para comprobar un detalle, o para pasar sobre un cadáver, o sobre los aparejos caídos.

Desde la parte delantera llegó un grito asustado.

—¡Puedo ver el fondo!

Bolitho corrió a las redes, y saltó sobre las hamacas rígidamente amarradas. A la brillante luz vio cómo la espuma restallaba en torno al redondeado pantoque, y cómo los cabos y una completa sección de un balandro destrozado colgaba al costado. Entonces observó las sombras oscuras que se movían rápidamente, deslizándose bajo él, algas y rocas, alguna de las cuales parecían ascender hacia la quilla como si de monstruos se tratara. Si chocaban ahora, los mástiles se desgajarían, y serían violentamente impulsados hacia delante, y rechinarían y se romperían cayendo al mar que les esperaba. Se volvió para observar el enemigo. Parecía tan próximo… a menos de tres cables de la popa, con la batería al completo dispuesta para finalizar la contienda.

—¡Vive Dios, los franceses se encuentran en un canal seguro! —murmuró roncamente Buckle. Su voz se rompió—. ¡El bastardo se nos ha adelantado!

Bolitho miró a Tyrrell.

—Arríen los juanetes —no pudo ocultar su desesperación esta vez. Cuando los hombres treparon hacia la arboladura para acortar velas, Tyrrell gritó:

—No puedo hacer nada más…

Se interrumpió cuando Buckle y el guardiamarina Heyward gritaron a la vez.

—¡Ha chocado!

Bolitho se abrió camino entre ellos y contempló con incredulidad al otro barco. Había virado, quizá porque su capitán al fin había visto el peligro, o porque estaba a punto de arrasar la corbeta con su primera andanada al completo, y había chocado a toda velocidad. Pudieron escuchar el golpe chillón a través de la franja de agua, y el espantoso murmullo de su casco machacándose al encallar. Y cuando comenzó a destrozarse en torno al palo del trinquete, envuelto por sus juanetes de mayor y de mesana, se derrumbó en medio una inmensa cortina de espuma ascendente.

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