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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (36 page)

BOOK: Ala de dragón
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»El hijo de Ana tenía la marca. Yo mismo la vi cuando trajeron al niño para la presentación. —Alfred bajó la voz—. El bebé que ocupaba la cuna a la mañana siguiente, no

—Eso significa que el recién nacido fue suplantado —comentó Hugh—. Sin duda, los padres debieron darse cuenta.

—En efecto. Todos lo advertimos. El bebé parecía de la misma edad que el príncipe, apenas un par de días de vida, pero aquel niño era rubio y tenía los ojos azules, pero no de ese azul lechoso que luego se vuelve castaño. Y sus orejas tenían una curva exterior perfecta. Interrogamos a todos los moradores del palacio, pero nadie supo decir cómo se había efectuado la suplantación. Los guardianes juraron que no había entrado nadie en los aposentos. Todos eran hombres fieles y Stephen no dudó de su palabra. La niñera pasó toda la noche en la habitación con el niño y se despertó para llevarlo al ama de cría, quien aseguró que había dado el pecho al niño mono de Ana. Debido a estos y otros indicios, Triano llegó a la conclusión de que el niño había sido cambiado mediante algún acto de magia.

—¿Otros indicios?

Alfred suspiró y su mirada se desvió hacia el exterior. Bane estaba de pie sobre una roca, escudriñando atentamente la lejanía. En el horizonte empezaban a asomar unos negros nubarrones orlados de relámpagos. Y comenzaba a levantarse viento.

—Un poderoso encantamiento envolvía al pequeño. Todo el que lo miraba sentía el imperioso deber de amarlo. No, «amarlo» no es la palabra. —El chambelán buscó el término adecuado—. «Idolatrarlo», tal vez, o «perder el juicio por él». Verlo infeliz era una idea insoportable. Una lágrima que resbalaba de sus ojos nos dejaba roto el corazón durante días. Antes habríamos perdido la vida que separarnos del pequeño. —Alfred hizo una pausa y se pasó la mano por la calva—. Stephen y Ana conocían el peligro de aceptar al niño como suyo pero tanto ellos como todos los demás éramos totalmente impotentes para evitarlo. Por eso le pusieron por nombre Bane, que significa ponzoña o veneno en la lengua antigua.

—¿Y cuál era ese peligro?

—Un año después de que se produjera la suplantación, en el aniversario del nacimiento del auténtico hijo de Ana, apareció entre nosotros un misteriarca del Reino Superior. Al principio nos sentimos muy honrados porque hacía muchos ciclos que no se producía una cosa igual: que uno de los poderosos magos del Reino Superior se dignara rebajarse a abandonar su glorioso reino para visitar a sus inferiores. Sin embargo, nuestros vítores de orgullo y de alegría se nos helaron en los labios. Sinistrad es un mago perverso y se encargó enseguida de que lo conociéramos y lo temiéramos. Dijo que venía a honrar al pequeño príncipe y que le había traído un regalo. Cuando Sinistrad alzó al niño en sus brazos, hasta el último de nosotros supo de quién era en realidad el pequeño.

»Nadie podía hacer nada al respecto, por supuesto, pues no había modo de enfrentarse a un hechicero de la Séptima Casa. Triano, que es uno de los magos más sabios del reino, apenas pertenece a la Tercera Casa. Así pues, tuvimos que presenciar con unas fingidas sonrisas en los labios cómo el misteriarca colocaba ese amuleto con la pluma en torno al cuello de Bane. Sinistrad felicitó a Stephen por
su
heredero y se marchó. El énfasis que puso en la palabra nos causó a todos un escalofrío de horror, pero Stephen no pudo hacer otra cosa que idolatrar al pequeño con más intensidad que nunca, aunque empezaba a repugnarle su presencia.

Hugh se mesó la barba y frunció el entrecejo.

—Pero, ¿por qué iba a desear una tierra en el Reino Medio un hechicero del Mundo Superior? Ellos nos abandonaron por su propia voluntad hace incontables ciclos, y su reino tiene más riquezas de las que podemos imaginar, según se dice.

—Ya te he dicho que lo ignoramos. Triano tiene varias teorías, la más evidente de las cuales es un plan de conquista. Pero, si quisieran sojuzgarnos, podrían traer un ejército de misteriarcas y derrotarnos con facilidad. No; como he comentado, no tiene sentido. Stephen sabía que Sinistrad estaba en comunicación con su hijo. Bane es un espía muy astuto. Ha descubierto todos los secretos del reino y tenemos la certeza de que los ha transmitido íntegramente a su padre. Parecía que la vida iba a transcurrir con normalidad a pesar de este incidente, pues han transcurrido diez ciclos desde entonces y nuestra fuerza ha aumentado. Si los misteriarcas querían adueñarse de nosotros, podrían haberlo hecho ya. Sin embargo, últimamente ha sucedido algo que obliga a Stephen a quitar de en medio al suplantador. —Alfred echó un nuevo vistazo al exterior y observó al muchacho ocupado todavía en divisar una ciudad, aunque se le notaba visiblemente cansado y descansaba ahora sentado en la roca, en lugar de permanecer de pie. El chambelán hizo un gesto a Hugh para que se acercara y le cuchicheó al oído—: ¡Ana espera otro hijo!

—¡Ah! —Hugh asintió, comprendiendo de pronto el meollo del asunto—. Y, ahora que tienen otro heredero en camino, quieren librarse del primero, ¿no es eso? ¿Qué hay de ese encantamiento?

—Triano lo ha roto. Le ha costado diez ciclos de estudios, pero al fin lo ha conseguido. De este modo, Stephen se ha encontrado en disposición de... —Alfred hizo una pausa y balbuceó, turbado—: El rey ha podido...

—... contratar a un asesino para que le diera muerte. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

—Desde el principio. —Alfred se sonrojó—. Por esta razón te seguí.

—¿Y habrías intentado impedírmelo?

—No estoy seguro. —Alfred frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, desconcertado—. No..., no lo sé.

Una semilla oscura cayó en la mente de Hugh y arraigó en ella. Y creció deprisa, dando vuelta en su cerebro, echando flores y produciendo un fruto dañino. ¿Por qué había decidido incumplir el contrato? ¿Porque el muchacho era más valioso vivo que muerto? También lo eran muchos de los hombres que se había comprometido a matar, y nunca había faltado a su palabra. Nunca había quebrantado un contrato, aunque a veces hubiera podido sacar con ello diez veces más de lo que le pagaban por realizar el trabajo. ¿Por qué lo hacía ahora? ¡Si incluso había arriesgado la vida por salvar al pequeño bastardo! ¡Si no había sido capaz de matarlo ni siquiera después de que el príncipe había intentado acabar con él!

¿Y si el encantamiento no estaba roto? ¿Y si Bane aún seguía manipulándolos a todos, empezando por el rey Stephen?

Hugh miró fijamente a Alfred.

—¿Y cuál es la verdad acerca de ti, chambelán?

—Me temo que la tienes ante ti, señor —respondió Alfred con aire humilde, al tiempo que abría los brazos—. He servido a la familia de la reina toda mi vida. Ya estaba con la familia de Su Majestad en su castillo de Ulyandia. Cuando Su Majestad se convirtió en reina, tuvo la amabilidad de llevarme con ella.

Un lento azoramiento cubrió el rostro de Alfred. Su mirada se clavó en las tablas del suelo y sus manos dieron unos tirones nerviosos de sus ropas andrajosas con dedos torpes.

Hugh pensó que aquel hombre tenía pocas aptitudes para contar mentiras, al contrario de lo que sucedía con el príncipe. Sin embargo, le pareció que, al igual que Bane, Alfred era un redomado falsario.

El asesino no insistió en el tema y cerró los ojos. Le dolía el hombro y se sentía aletargado y mareado, por efecto del veneno y de la presión atmosférica. Pensando en todo lo que había sucedido, torció los labios en una amarga sonrisa. Lo peor de todo era que él, un hombre con las manos manchadas por la sangre de tantas víctimas, un hombre que había creído con orgullo ser indomable, se había visto sometido..., por un chiquillo.

El príncipe Bane asomó la cabeza por el destartalado costado de la nave.

—Creo que he visto la gran máquina. Está bastante lejos, en esa dirección. Ahora no se alcanza a ver porque la han ocultado las nubes, pero recuerdo hacia dónde quedaba. ¡Vayámonos enseguida! Al fin y al cabo, no es tan peligroso. Sólo un poco de lluvia y...

Un rayo cayó de las nubes con una explosión que abrió un agujero en la coralita. El trueno consiguiente hizo temblar el suelo y estuvo a punto de derribar al muchacho.

—Ahí tienes —comentó Hugh.

Otro relámpago descargó con una fuerza descomunal. Bane cruzó la cubierta a toda prisa y se agachó junto a Alfred. La lluvia resbaló sobre el casco. El granizo tamborileaba sobre la madera con ensordecedora fiereza. Pronto, el agua empezó a filtrarse por las grietas de la quilla destrozada. Bane puso unos ojos como platos y palideció, pero no chilló ni se echó a llorar. Cuando vio que le temblaban las manos, las apretó con fuerza. Observando al muchacho, Hugh se vio a sí mismo mucho tiempo atrás, luchando con orgullo contra el miedo, la única arma de su arsenal.

Y se le ocurrió que quizás era aquello, precisamente, lo que Bane quería demostrarle.

El asesino acarició la empuñadura de su espada. Sólo emplearía unos segundos. Desenvainarla, blandiría y hundirla en el cuerpo del muchacho. Si se lo iba a impedir algún encantamiento, quería verlo en acción. Quería saberlo con certeza.

Aunque quizá ya lo había comprobado.

Hugh apartó la mano de la espada. Levantó la pipa y encontró la mirada de Bane. El príncipe tenía una sonrisa dulce y encantadora en los labios.

CAPÍTULO 29

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

El survisor jefe estaba pasando una temporada pésima. Los dioses lo estaban atormentando. Como caídos textualmente de los cielos, los dioses llovían sobre su cabeza indefensa. Nada funcionaba como era debido. Su reino antes pacífico, que no había conocido el menor asomo de agitación durante los últimos siglos, se estaba volviendo loco por momentos.

Mientras avanzaba pesadamente por la coralita, seguido a regañadientes de su dotación de gardas y acompañado de un escandalizado ofinista jefe, el survisor pensó largo y tendido en los dioses y decidió que le caían demasiado bien. En primer lugar, en vez de desembarazarse limpiamente de Limbeck,
el Loco,
los dioses habían tenido la audacia de devolverlo con vida. ¡No sólo eso, sino que habían vuelto con él! Bueno, uno de ellos lo había hecho. Un dios que se hacía llamar Haplo. Y, aunque habían llegado a oídos del survisor jefe confusos informes acerca de que el dios no se consideraba tal, Darral Estibador no les había hecho el menor caso.

Por desgracia, lo fuera o no, aquel Haplo estaba causando problemas allí donde iba... Es decir, casi en todas partes, incluida ahora la ciudad de Wombe, capital de los gegs. Limbeck,
el Loco,
y sus bárbaros de la UAPP llevaban al dios por todo el país, pronunciaban discursos diciendo a la gente que habían sido utilizados, maltratados, esclavizados y los dictores sabían qué más. Desde luego, Limbeck,
el Loco,
ya llevaba cierto tiempo propagando aquellos desvaríos pero ahora, con el dios a su lado, los gegs empezaban a prestarle atención.

La mitad de los ofinistas se habían dejado convencer por completo. El ofinista jefe, viendo que su Iglesia se hacía pedazos a su alrededor, exigía al survisor jefe que hiciera algo.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó Darral con voz agria—. ¿Arrestar a ese Haplo, el dios que dice no ser un dios? ¡Con eso sólo conseguiríamos convencer a quienes creen en él de que han tenido razón desde el principio, y convencer a quienes no creen de que deberían hacerlo!

—¡Tonterías! —bufó el ofinista jefe, sin haber entendido una palabra de lo que acababa de decir el survisor, pero seguro de que no podía estar de acuerdo con él.

—¿Tonterías? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¡En el fondo, esto es culpa tuya! —Exclamó el survisor jefe, hecho una furia—. Dejemos que los dictores se ocupen de Limbeck,
el Loco,
dijiste. ¡Desde luego que se han ocupado de él! ¡Lo han enviado de vuelta para destruirnos!

El ofinista jefe se había retirado con muestras de enojo, pero se había apresurado a regresar junto al survisor tan pronto como había sido avistada la nave.

Desplomándose de los cielos cuando no lo esperaba nadie, ya que aún no era la fecha de la ceremonia mensual, la nave dragón se había posado en el Exterior, a poca distancia de una zona periférica de Wombe conocida como Estomak. El survisor jefe la había visto caer desde la ventana de su dormitorio y el corazón le había dado un vuelco. ¡Más dioses! ¡Precisamente lo que necesitaba!

Al principio, Darral pensó que tal vez fuera el único testigo presencial del descenso y podía fingir que no había visto nada, pero no tuvo tanta suerte. Un puñado de gegs, incluido el ofinista jefe, vio también la nave. Peor aún, uno de sus gardas de ojo penetrante y cerebro vacío había asegurado que había observado Algo Vivo saliendo de ella. Como castigo, el garda avanzaba ahora dando tumbos detrás de su jefe, formando parte del destacamento de exploradores.

—¡Supongo que con esto aprenderás! —continuó reprendiendo Darral al desdichado garda—. Es culpa tuya que nos hayamos visto obligados a salir aquí fuera. ¡Si hubieses mantenido la boca cerrada! ¡Pero no! ¡Tenías que ver, además, a un dios con vida junto a la nave! ¡No sólo eso, sino que tenías que contárselo a gritos a la mitad del reino!

—Sólo se lo he comunicado al ofinista jefe —protestó el garda.

—Es lo mismo —murmuró Darral.

—Está bien, pero me parece estupendo que también nosotros tengamos ahora nuestro dios, survisor jefe —insistió el garda—. A mi modo de ver, no era justo que esos zoquetes de Het tuvieran un dios y nosotros, ninguno. ¡Creo que esto les enseñará!

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