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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (33 page)

BOOK: Ala de dragón
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Pero
la Mano
conocía el veneno que había tomado. Él mismo lo había administrado a otros y los había visto morir igual que él. Y ninguno se había recuperado.

—¡Maese Hugh, la nave...! —Insistió Alfred—. ¡Estamos cayendo! Las alas..., se plegaron. He intentado abrirlas de nuevo, pero no lo he conseguido.

Ahora que prestaba atención a lo que decía el chambelán, Hugh advirtió el curso de la nave. Miró a Alfred y relajó la presión de su mano. Un misterio más, se dijo, pero no lo aclararía desplomándose en el Torbellino. Se puso en pie a duras penas, llevándose las manos a la cabeza. El dolor era insoportable y la notaba demasiado pesada. Tuvo la aturdida sensación de que, si retiraba las manos, la cabeza se soltaría y rodaría de su cuello.

Una mirada por la ventana le mostró que no corrían un peligro inmediato; al menos, de seguir cayendo. Alfred había conseguido proporcionar a la nave cierto grado de estabilidad y Hugh podía recuperar el control completo con bastante facilidad, pese a que algunos de los cables estaban rotos.

—Caer al Torbellino es la menor de nuestras preocupaciones.

—¿Qué quieres decir, señor? —Alfred corrió a su lado y miró.

Muy cerca de ellos, tanto que los dos hombres podían apreciar con todo detalle sus vestimentas desgarradas y ensangrentadas, tres guerreros elfos con unos garfios de abordaje en la mano tenían vuelta la mirada hacia la nave.

—¡Vamos, arrojad los garfios! ¡Yo los aseguraré!

Era la voz de Bane, que se dirigía a los elfos desde la cubierta superior. Alfred soltó un jadeo.

—Su Alteza ha dicho algo de pedir ayuda a los elfos...

—¡Ayuda! —Hugh torció los labios en una sonrisa burlona. Parecía que había vuelto a la vida sólo para morir de nuevo.

Los garfios serpentearon en el aire y
la Mano
escuchó sus golpes sordos al chocar con la cubierta y el chirrido de las puntas metálicas al arrastrarse sobre la madera. Unos bruscos vaivenes le hicieron perder el equilibrio, precario como sus fuerzas. Los garfios habían encontrado asidero. Hugh se llevó la mano al costado. La espada había desaparecido.

—¿Dónde...?

Alfred había observado el gesto y ya retrocedía por la inclinada cubierta, resbalando y gateando.

—Aquí, señor. He tenido que usarla para cortar los nudos.

Hugh empuñó el arma y ésta casi le cayó de la mano. Si Alfred le hubiera entregado un yunque, no le habría parecido más pesado que la espada en su puño débil y tembloroso. Los garfios estaban deteniendo el avance de la nave, que quedó flotando en el aire junto a la destartalada nave elfa. Tras un brusco tirón,
Ala de Dragón
derivó ligeramente hacia abajo. Los elfos estaban escalando las cuerdas y disponiéndose para el abordaje. Hugh escuchó a Bane parloteando animadamente encima de su cabeza.

Tomando la espada con esfuerzo, Hugh dejó la sala de gobierno y avanzó sin hacer ruido por el pasillo hasta situarse bajo la escotilla. Alfred lo siguió haciendo eses y sus pisadas, torpes y sonoras, pusieron fuera de sí a Hugh.
La Mano
lanzó una mirada asesina al chambelán, adviniéndole que guardara silencio. Luego, extrajo el puñal de la bota y se lo ofreció.

Alfred palideció, sacudió la cabeza y se llevó las manos a la espalda.

—No —declaró con labios temblorosos—. ¡No podría! ¡No puedo..., poner fin a una vida!

Hugh alzó la vista al techo de la estancia, donde podían oírse unos pies calzados con botas que deambulaban por la cubierta.

—¿Ni siquiera para salvar la tuya? —musitó.

—No. Lo siento...

—Si no lo lamentas ahora, ya lo harás muy pronto—murmuró Hugh al tiempo que empezaba a subir en silencio por la escalerilla.

CAPÍTULO 26

EN CIELO ABIERTO,

DESCENDIENDO

Bane observó a los tres elfos que se encaramaban a pulso por las cuerdas, agarrados a ellas con los talones y las rodillas de sus piernas delgadas y bien proporcionadas. Debajo de ellos no había más que el vacío y, al fondo, la oscura y pavorosa tormenta perpetua del Torbellino. Sin embargo, los elfos eran expertos en abordajes y no se detuvieron para mirar abajo. Alcanzaron la borda de la pequeña nave dragón, pasaron las piernas sobre la pasarela y, con movimientos ágiles, aterrizaron de pie en la cubierta.

El príncipe no había visto en su vida a un elfo y lo estudió con la misma curiosidad que desinterés mostraron por él los asaltantes. Los elfos tenían la misma altura aproximada que los humanos, pero sus cuerpos delgados los hacían parecer más altos. Sus facciones eran delicadas, pero duras y frías, como talladas en mármol. De fina musculatura, estaban dotados de una excelente coordinación de movimientos y caminaban con gracia y facilidad pese a la inclinación de la nave. Tenían la piel de color marrón avellanado y el cabello y las cejas blancas, con unas sombras plateadas que brillaban al sol. Vestían chalecos y faldas cortas confeccionados con una tela de tapicería, decorada con bellos motivos de aves, flores y animales. A menudo, los humanos se burlaban de la indumentaria de brillantes colores de los elfos (y la mayoría descubría demasiado tarde —para su pesar— que esa vestimenta era en realidad la armadura elfica; los hechiceros elfos poseen la capacidad de potenciar mediante su magia el hilo de seda normal, haciéndolo tan duro y resistente como el acero).

El elfo que parecía ser el líder del grupo indicó por gestos a los otros dos que echaran un vistazo a la nave. Uno corrió a popa y se asomó por la borda a observar las alas, probablemente para evaluar los daños que había provocado la caída sin control de la nave. El otro corrió a proa. Los elfos iban armados, pero no empuñaban sus armas. Al fin y al cabo, se encontraban en una de sus naves.

Una vez desplegados sus hombres, el comandante elfo se dignó por fin advertir la presencia del pequeño.

—¿Qué hace un cachorro humano a bordo de una nave de mi pueblo? —El comandante apuntó su nariz aguileña hacia Bane—. ¿Y quién es el capitán de esta embarcación?

Hablaba el idioma de los humanos con fluidez, pero acompañándose de un rictus en los labios, como si las palabras tuvieran mal sabor y se alegrara de librarse de ellas. Su voz era melodiosa y animada; su tono, imperioso y altivo. Bane estaba irritado, pero supo ocultarlo.

—Soy el príncipe heredero de Volkaran y de Ulyandia. Mi padre es el rey Stephen.

Bane juzgó que lo mejor era empezar de aquel modo, al menos hasta que hubiera convencido a los elfos de que era alguien importante. Después les contaría la verdad, les revelaría la auténtica importancia de su persona..., una importancia mayor de lo que podía imaginar.

El capitán elfo sólo prestó atención a medias a Bane, pendiente de los movimientos de sus hombres.

—De modo que los nuestros han capturado a un principito humano, ¿no es eso? Me pregunto qué piensan que conseguirán de ti.

—Me capturó un hombre malo —dijo Bane, derramando rápidamente unas lágrimas—. Quería matarme, pero vosotros me habéis rescatado. ¡Seréis unos héroes! Llevadme ante vuestro rey para que pueda expresarle mi gratitud. Esto puede significar el principio de la paz entre nuestros pueblos.

El elfo que se había dedicado a inspeccionar las alas regresó, dispuesto a ofrecer su informe. Al escuchar las palabras del chiquillo, miró a su capitán y ambos se echaron a reír al unísono.

Bane se quedó boquiabierto. ¡Nunca nadie se había reído de él de aquella manera! ¿Qué estaba pasando? El encantamiento debería haber producido su efecto, pues estaba seguro de que Triano no había logrado romper el hechizo. Entonces ¿por qué no afectaba a los elfos?

En aquel instante, vio los talismanes en torno al cuello de éstos. Los talismanes habían sido creados por los hechiceros elfos para proteger a su pueblo de la magia de guerra de los humanos. Bane no entendía mucho del tema, pero sabía reconocer un talismán de protección cuando lo veía y comprendió que, inadvertidamente, aquellos collares ponían a los elfos a salvo de su encantamiento.

Antes de que pudiera reaccionar, el capitán lo agarró y lo lanzó por los aires como un saco de basura. El otro elfo, cuya fuerza no se correspondía con su cuerpo extremadamente delgado, lo cogió en el aire. El capitán dio una orden en tono indiferente y el soldado, sujetando al muchacho lo más lejos posible con el brazo extendido al frente, dio unos pasos hasta la borda de la nave. Bane no hablaba elfo, pero entendió la orden del capitán por sus gestos.

Iban a arrojarlo por la borda.

Bane trató de gritar pero el miedo le atenazó la garganta. Se debatió con todas sus fuerzas, pero el elfo lo sujetaba por el cogote y parecía divertirse mucho con los frenéticos esfuerzos del chiquillo por liberarse. Bane poseía los poderes de la magia, pero era inexperto en su uso pues no había sido educado en la casa de su padre. Notaba que la magia impregnaba su cuerpo como la adrenalina, pero carecía de los conocimientos para hacerla actuar.

Pero había alguien que podía guiarlo.

—¡Padre! —gritó, cerrando una mano en torno al amuleto de la pluma.

—Ahora no puede ayudarte —se burló el elfo.

—¡Padre! —volvió a gritar Bane.

—Yo tenía razón —dijo el capitán a su subordinado—. Hay alguien más a bordo de la nave. El padre del cachorro. Ve a buscarlo —ordenó con un gesto al tercer elfo, pero regresó corriendo a su posición. Acto seguido, el capitán murmuró con un gruñido—: Adelante, librémonos de ese pequeño demonio.

El elfo que sujetaba a Bane pasó el cuerpo del príncipe por encima de la borda y lo dejó caer.

Bane se precipitó hacia abajo. Aspiró profundamente para exhalar el aire en un aullido de terror y, en aquel instante, una voz le ordenó bruscamente que guardara silencio. La voz llegó al muchacho como siempre, con palabras que sonaban en su mente, que sólo eran audibles para él.

«Tienes el poder para salvarte a ti mismo, Bane. Pero antes debes vencer el miedo.»

En su rápida caída, viendo a sus pies los fragmentos flotantes de las naves elfas y, más abajo, las nubes negras del Torbellino, el miedo tenía rígido y paralizado a Bane.

—No..., no puedo, padre —gimió.

«Si no puedes, morirás, y eso será lo mejor. No me sirve de nada un hijo cobarde.»

Durante toda su corta vida, Bane se había esforzado en agradar al hombre que le hablaba a través del amuleto, al hombre que era su verdadero padre, y su mayor deseo era obtener la aprobación del poderoso brujo.

«Cierra los ojos», fue la siguiente orden de Sinistrad.

Bane obedeció.

«Ahora, vamos a utilizar la magia. Piensa que eres más ligero que el aire. Tu cuerpo no es de carne sólida, sino gaseoso, etéreo. Tus huesos son huecos como los de un ave.»

El príncipe quiso reírse, pero algo en su interior le dijo que, si lo hacía, no lograría volverse a dominar y caería hacia la muerte. Reprimió la risilla histérica, desquiciada, e intentó seguir las instrucciones de su padre. Parecían ridículas. Sus ojos se negaban a permanecer cerrados y, con una desesperación impulsada por el pánico, seguían parpadeando en busca de algún resto del naufragio al que agarrarse hasta que pudieran rescatarlo. Pero el viento que azotaba su rostro le hacía saltar las lágrimas y la visión se le hacía borrosa. De su garganta brotó un sollozo.

«¡Bane!» La voz de Sinistrad chasqueó como un látigo en la mente del pequeño.

Sofocando el sollozo, Bane apretó resueltamente los párpados e intentó imaginar que era un pájaro.

Al principio le costó y le pareció imposible, pero generaciones de brujos ya desaparecidos, más las facultades y la inteligencia innatas del muchacho, vinieron en su auxilio. El truco era abstraerse de la realidad, convencer a la mente de que el cuerpo no pesaba sus sesenta y pico piedras, que no pesaba nada, o menos aún que nada. Era una habilidad que la mayoría de jóvenes brujos humanos sólo conseguía dominar tras años de estudio, pero Bane tenía que aprenderla en unos instantes. Las aves enseñan a volar a sus polluelos arrojándolos desde el nido. Bane tenía que adquirir el arte de la magia del mismo modo. La conmoción y el puro terror obligaron a sus facultades naturales a hacerse cargo de la situación y salvarlo.

«Mi carne está hecha de nubes. Mi sangre es una bruma tenue. Mis huesos son huecos y están llenos de aire.»

Un hormigueo se extendió por el cuerpo del príncipe. Parecía como si la magia lo estuviera transformando en una nube, pues se sentía ingrávido y etéreo. A medida que esta sensación fue aumentando, también lo hizo su confianza en la ilusión que estaba tejiendo en torno a sí, y la confianza incrementó a su vez el efecto de la magia, haciéndolo más fuerte y potente. Abriendo los ojos, Bane comprobó con satisfacción que ya no seguía cayendo. Más ligero que un copo de nieve, se sostenía en el aire.

—¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! —se rió, jubiloso, batiendo los brazos como un pájaro.

«¡Concéntrate!», le espetó Sinistrad. « ¡No estamos jugando! ¡Si pierdes la concentración, perderás el poder!»

Bane se serenó —no tanto por efecto de las palabras de su padre como por la súbita y aterradora sensación de que empezaba a recobrar su peso— y concentró sus pensamientos en la tarea de mantenerse a flote entre las nubes.

—¿Qué hago ahora, padre? —preguntó, más calmado.

«De momento, quédate donde estás. Los elfos te rescatarán.»

—¡Pero si han querido matarme!

«Sí, pero verán que estás dotado con el poder y querrán llevarte ante sus hechiceros. Tal vez pases algún tiempo entre ellos antes de que vuelvas conmigo. Podrías conseguir informaciones útiles.»

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