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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (29 page)

BOOK: Ala de dragón
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Y lo embargó una abrumadora sensación de alivio.

—¡Auxilio, maese Hugh! ¡Ayuda! —La voz de Alfred, entrecortada por el viento, era casi ininteligible—. ¡Un árbol! ¡Un árbol..., caído..., mi príncipe!

«Un árbol, no», se dijo Hugh; «una rama.» Una de buen tamaño, a juzgar por el ruido. Arrancada por el viento, había ido a caer en mitad del camino. Hugh había visto aquello muchas veces en aquel bosque; en ocasiones, él mismo había escapado por poco de que le cayera encima.

No echó a correr. Era como si el monje negro que llevaba a su lado lo tuviera agarrado por el brazo y le susurrara: «No es necesario que te apresures». Las astillas de una rama de hargast desgarrada eran afiladas como puntas de flecha. Si Bane estaba aún con vida, no sería por mucho tiempo. En el bosque había plantas que aliviarían su dolor, que adormecerían al pequeño y que, aunque Alfred nunca lo sabría, acelerarían su muerte al tiempo que la endulzaban.

Hugh continuó avanzando lentamente por el sendero. Los gritos de auxilio de Alfred habían cesado. Tal vez se había dado cuenta de su inutilidad, o quizás había encontrado ya muerto al príncipe. Llevarían el cuerpo a Aristagón y lo dejarían allí, como había querido Stephen. Daría la impresión de que los elfos habían abusado de mala manera del muchacho antes de matarlo, lo cual inflamaría aún más a los humanos. El rey Stephen tendría su guerra, y que le hiciera buen provecho.

Pero esto no era asunto suyo. Llevaría consigo al torpe chambelán para que lo ayudara y, al mismo tiempo, para sonsacarle la oscura trama que sin duda encubría y apoyaba. Luego, con Alfred a buen recaudo,
la Mano
se pondría en contacto con el rey desde un lugar seguro y exigiría que se le pagara el doble. Le diría...

Al doblar un recodo del camino, Hugh vio que Alfred no se había equivocado mucho al decir que había caído un árbol. Una rama enorme, mayor que muchos troncos, se había quebrado bajo la fuerza del viento y, en su caída, había partido por la mitad el tronco de un viejo hargast. El árbol debía de estar podrido, para haberse partido de aquel modo. Al acercarse, Hugh apreció en lo que quedaba de tronco los túneles de los insectos que habían sido los verdaderos asesinos del árbol.

Incluso caída en el suelo, la rama tenía otras secundarias que sobrepasaban en altura a Hugh. Las que habían chocado con el suelo se habían hecho añicos y habían lanzado una amplia oleada de devastación a través del bosque. Los restos cristalinos obstruían totalmente el paso, y el polvo levantado por la caída aún llenaba el aire. Hugh miró entre las ramas pero no logró ver nada. Se encaramó sobre el tronco hendido y, cuando llegó al otro lado, se detuvo a observar de nuevo.

El muchacho, que debería haber estado muerto, se encontraba sentado en el suelo y se frotaba la cabeza, desconcertado y perfectamente vivo. Tenía las ropas sucias y arrugadas, pero ya las llevaba así cuando había entrado en el bosque. Hugh estudió al muchacho con la mirada y apreció que no había fragmento alguno de corteza o de filamentos en sus cabellos. Tenía sangre en el pecho y en los jirones de la camisa, pero el resto de su cuerpo estaba intacto.
La Mano
contempló el tronco partido y volvió luego su mirada al camino, haciendo unos cálculos mentales. Bane estaba sentado justo en el punto en el que debía de haber caído la rama, y en torno al cual se amontonaban las astillas afiladas y mortales.

Y sin embargo, no estaba muerto. —Alfred... —llamó Hugh.

Y entonces vio al chambelán, agachado en el suelo junto al muchacho, de espaldas al asesino, concentrado en algo que Hugh no alcanzó a ver. Al sonido de una voz, el cuerpo de Alfred dio un brinco de desconcierto y se incorporó como si alguien hubiera tirado de él con una cuerda atada al cuello de la camisa. Hugh reconoció por fin qué estaba haciendo: vendarse un corte en la mano.

—¡Oh, señor! Agradezco tanto que estés aquí...

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hugh.

—El príncipe Bane ha tenido una suerte extraordinaria, señor. Nos hemos librado de una tragedia terrible. Por muy poco, la rama no le ha caído encima a Su Alteza.

Hugh, que estaba mirando fijamente a Bane, advirtió la expresión de extrañeza del pequeño al escuchar a su chambelán. Alfred no se dio cuenta, pues tenía los ojos en la mano herida, que había intentado vendar (sin mucho éxito, al parecer) con una tira de tela.

—He oído gritar al muchacho —afirmó.

—De miedo —explicó Alfred—. Yo he echado a correr...

—¿Está herido? —Hugh volvió una mirada torva hacia Bane y señaló la sangre del pecho del príncipe y de la parte delantera de su camisa.

Bane se miró la zona señalada.

—No, yo...

—La sangre es mía, señor —lo interrumpió Alfred—. Cuando venía corriendo para ayudar a Su Alteza, me he caído y me he cortado en la mano.

Alfred exhibió la herida. Era un corte profundo, del que goteaba sangre sobre los restos destrozados de la rama. Hugh observó al príncipe para estudiar su reacción a la declaración de Alfred y vio el ceño fruncido del muchacho, que seguía mirándose el pecho detenidamente. Hugh trató de descubrir qué había llamado la atención del príncipe, pero sólo vio la mancha de sangre.

¿O era aquello? Hugh empezó a inclinarse hacia adelante para examinarla mejor cuando Alfred, con un gemido, se tambaleó y rodó por el suelo. Hugh dio unos golpecitos al chambelán con la puntera de la bota pero no obtuvo respuesta. Una vez más, Alfred se había desmayado.

Al levantar los ojos, encontró a Bane tratando de borrar la sangre de su pecho con el faldón de la camisa. Bien, hubiera allí lo que hubiese, ahora ya no estaba. Sin hacer caso del inconsciente Alfred, Hugh se dirigió al príncipe.

—¿Qué ha sucedido realmente, Alteza?

Bane lo miró con ojos encandilados.

—No lo sé, maese Hugh. Recuerdo un crujido y luego... —se encogió de hombros—, eso es todo.

—¿La rama te cayó encima?

—No me acuerdo. En serio.

Bane se incorporó, moviéndose con cuidado entre las astillas afiladas como el cristal. Luego, cepillándose la ropa, acudió en ayuda de Alfred.

Hugh arrastró el cuerpo exánime del chambelán fuera del camino y lo apoyó contra el tronco de un árbol. Tras unos cuantos cachetes en las mejillas, Alfred empezó a volver en sí, parpadeando agitadamente.

—Yo..., lo siento mucho, señor —murmuró Alfred, tratando de incorporarse y fracasando penosamente—. Es la visión de la sangre. Jamás he podido...

—Entonces, no la mires —lo cortó Hugh, viendo que la horrorizada mirada de Alfred iba a la mano y volvía a perderse mientras le rodaba la cabeza.

—Está bien, señor... No lo haré. —El chambelán cerró con fuerza los párpados.

Arrodillado a su lado, Hugh le vendó la mano, aprovechando la oportunidad para examinar la herida. Era un corte limpio y profundo.

—¿Con qué te has cortado?

—Con un pedazo de corteza, creo.

«¡Mentiroso!», pensó Hugh. «Eso le hubiera producido un corte irregular. La herida es producto de un cuchillo afilado...»

Se oyó otro crujido, seguido de un estruendo.

—¡Sartán bendito! ¿Qué ha sido eso? —Alfred abrió unos ojos como platos y se puso a temblar de tal manera que Hugh tuvo que agarrarle la mano y sostenerla con fuerza para terminar de ajustarle el vendaje.

—Nada —respondió Hugh. Se sentía completamente perplejo y no le gustaba la sensación, igual que no le había gustado la sensación de alivio por no tener que matar al príncipe. No le gustaba nada de aquello. El árbol le había caído encima a Bane, tan seguro como que la lluvia caía del cielo. El príncipe debería estar muerto.

¿Qué diablos estaba sucediendo?

Hugh dio un enérgico tirón de la venda. Cuanto antes se librara del pequeño, mejor. Cualquier sensación de disgusto que hubiera experimentado ante la perspectiva de matar a un niño quedó muy pronto sofocada.

—¡Ay! —Exclamó Alfred—. Gracias, señor —añadió humildemente.

—Vamos, en pie, no podemos retrasarnos más. Continuemos hacia la nave.

En silencio, sin mirarse siquiera entre ellos, los tres retomaron el camino.

CAPÍTULO 23

EXILIO DE PITRIN,

REINO MEDIO

—¿Es eso? —El príncipe asió por el brazo a Hugh y señaló la cabeza de dragón que se veía flotar sobre las hojas. El cuerpo principal de la nave aún quedaba oculto a la vista por los altos árboles hargast que la rodeaban.

—Sí, es eso —respondió Hugh.

El chiquillo miró hacia arriba, lleno de curiosidad y temor. Fue preciso un empujón de Hugh para obligarlo a ponerse en marcha de nuevo.

No era una cabeza de dragón de verdad; sólo una máscara tallada y pintada, pero los artesanos elfos son muy hábiles y el mascarón parecía más real y mucho más feroz que la mayoría de dragones vivos que surcaban los aires.

La cabeza medía aproximadamente lo que la de un dragón de verdad, pues la de Hugh era una nave pequeña, para un solo tripulante, pensada para navegar entre las islas y continentes del Reino Medio. Los mascarones de las gigantescas naves que utilizaban los elfos en las batallas o para descender al Torbellino eran tan enormes que un hombre de diez palmos podía caminar por el interior de sus bocas abiertas sin tener que agacharse.

La cabeza del dragón estaba pintada de negro, con los ojos rojos llameantes y los colmillos blancos al descubierto en un gesto de fiereza, y oscilaba encima de ellos, mirando al frente con una expresión malévola y un aire tan amenazador que tanto a Alfred como a Bane les resultó difícil dejar de observarla mientras se acercaban. (La tercera vez que Alfred tropezó con un hoyo y cayó de rodillas, Hugh le ordenó que no levantara los ojos del suelo.)

El sendero que habían seguido a través del bosque los condujo a una hendidura natural en un acantilado. Cuando llegaron al otro lado, salieron a una pequeña hondonada. En su interior apenas se apreciaba el viento, pues las abruptas paredes del acantilado le cortaban el paso. En el centro flotaba la nave dragón. La cabeza y la cola sobresalían de las paredes de la hondonada y el cuerpo estaba inmovilizado mediante numerosos cabos tensos atados a los árboles. Bane lanzó una exclamación de placer y Alfred, alzando la vista a la nave, dejó que le resbalara entre los dedos, sin darse cuenta, la mochila del príncipe.

Esbelto y garboso, el cuello del dragón, rematado en una crin espinosa que era a la vez decorativa y funcional, se dobló hacia atrás hasta tocar el casco de la nave, que constituía el cuerpo del dragón. El sol de la tarde arrancó destellos de sus escamas negras y brilló en los ojos encendidos.

—¡Parece un dragón de verdad! —Suspiró Bane—. Sólo que más poderoso.

—Es el aspecto que debe tener, alteza —dijo Alfred con una insólita nota de severidad en su voz—. Está hecho con el pellejo de un dragón auténtico y las alas son las de uno de verdad, muerto por los elfos.

—¿Alas? ¿Dónde tiene las alas? —Bane estiró el cuello hasta casi caer de espaldas.

—Están plegadas a lo largo del cuerpo. Ahora no las ves, pero ya aparecerán cuando emprendamos el vuelo. —Hugh siguió dándoles prisa—. Vamos, quiero zarpar esta noche y nos quedan muchas cosas que hacer.

—¿Qué sostiene la nave entonces, si no son las alas? —preguntó Bane.

—La magia —contestó Hugh con un gruñido—. ¡Y ahora, seguid andando!

El príncipe se lanzó adelante y se detuvo de pronto para intentar agarrar de un salto una de las cuerdas de sujeción. No lo consiguió y corrió hasta situarse bajo la panza de la nave, donde alzó la cabeza hasta que se sintió mareado.

—Entonces, señor, es así como has llegado a conocer tantas cosas de los elfos... —comentó Alfred en voz baja.

Hugh le dirigió una mirada de soslayo, pero el chambelán mantuvo una expresión insulsa, que sólo mostraba una ligera preocupación.

—Sí —respondió el asesino—. La nave precisa renovar su magia una vez cada ciclo, y siempre es preciso hacer alguna reparación menor: un ala rota o un desgarro en la piel que cubre el armazón.

—¿Dónde aprendiste a pilotar? He oído que requiere una enorme habilidad.

—Fui esclavo en una nave de transporte de agua durante tres años.

—¡Sartán bendito! —Alfred se detuvo a contemplarlo.

Hugh le lanzó una mirada irritada y el chambelán, apartando la suya, continuó avanzando.

—¡Tres años! ¡No he oído de nadie que hubiera sobrevivido tanto! ¿Y, a pesar de ello, aún eres capaz de hacer negocios con ellos? ¿No deberías odiarlos?

—¿En qué me beneficiaría odiarlos? Los elfos hicieron lo que debían, y yo también. Aprendí a pilotar sus naves y hablo su idioma con fluidez. No, Albert; he descubierto que el odio suele costarle a un hombre más de lo que puede permitirse.

—¿Qué me dices del amor? —inquirió Alfred con suavidad.

Hugh no se molestó siquiera en responder.

—¿Por qué una nave? —El chambelán juzgó conveniente cambiar de tema—. ¿Por qué arriesgarse con ella? La gente de las Volkaran te despedazaría si la descubriera. ¿No te serviría igual un dragón de verdad?

—Los dragones se cansan. Es preciso darles descanso y alimento. Pueden sufrir heridas, ponerse enfermos o caer muertos. Además, siempre se corre el riesgo de que el hechizo se rompa y uno se encuentre manteniendo al animal a raya, discutiendo con él o tranquilizando su ataque de histeria. Con esta nave, la magia dura un ciclo. Si sufre daños, la hago reparar. Con esta nave, tengo siempre el control.

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