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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (24 page)

BOOK: Ala de dragón
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—¡Ahí está! —Gritó ella, excitada, mientras señalaba el fondo del hueco—. ¡Ahí está!

—¿Te refieres a eso que acaba de recibir la descarga de un rayo?

—¡No! —replicó Jarre—. Es decir, sí, pero no le ha caído encima ningún rayo.

Todos los presentes pudieron observar cómo ascendía por la inmensa abertura el manipulador, sosteniendo entre los dedos la burbuja de cristal. Jamás hasta aquel momento le había parecido tan lenta la Tumpa-chumpa a la impaciente Jarre. En varias ocasiones se preguntó si no estaría estropeada y alzó la vista a la enorme grúa elevadora, pero siempre comprobó que seguía funcionando imperturbablemente.

Por fin, el manipulador penetró en el seno de la Tumpa-chumpa. La grúa se detuvo con un chirrido y unas planchas metálicas se deslizaron desde ambos costados de la zanja con un ruido atronador, formando un piso firme debajo del artilugio.

—¡Es él! ¡Es Limbeck! —gritó Jarre al distinguir una forma borrosa a través del cristal de la burbuja, que aún chorreaba agua.

—Yo no estoy tan seguro —replicó Lof dubitativamente, asido a un último resto de esperanza—. ¿Acaso Limbeck tiene rabo?

Pero Jarre ya no lo escuchaba. Había echado a correr sobre las planchas móviles del suelo antes de que el hueco terminara de cerrarse y los demás gegs se apresuraron detrás de ella. Al llegar a la puerta de la burbuja, se puso a tirar de ella con impaciencia.

—¡No quiere abrirse! —exclamó, dejándose llevar por el pánico.

Lof soltó un suspiro, alargó el brazo y movió el tirador de la portezuela.

—¡Limbeck! —chilló Jarre al tiempo que se precipitaba en el interior de la burbuja. Casi al instante, se apartó del aparato con una rapidez inusitada.

Del interior de la burbuja surgió entonces un sonoro gruñido cargado de hostilidad.

Al advertir la palidez que se había adueñado de Jarre, los demás gegs retrocedieron hasta una distancia prudencial de la burbuja.

—¿Qué es eso? —preguntó uno.

—Un..., un perro, creo —balbuceó Jarre.

—Entonces, ¿no es Limbeck? —intervino Lof, ansioso.

Una voz débil se dejó oír en el interior de la burbuja.

—¡Sí, soy yo! No os preocupéis del perro. Lo habéis sobresaltado, eso es todo. Está preocupado por su amo. Vamos, echadme una mano. Aquí dentro estamos muy apretados.

Junto a la puerta vieron agitarse las yemas de unos dedos. Los gegs se miraron con aire aprensivo y, al unísono, dieron otro paso atrás.

Jarre hizo una pausa, nerviosa, esperando la colaboración de los demás gegs. Éstos, amedrentados, volvieron la mirada a la grúa elevadora, a la trituradora de rocas o al suelo abatible..., a cualquier parte, salvo a la burbuja que acababa de gruñir.

—¡Vamos, ayudadme a salir de aquí! —insistió Limbeck a gritos.

Jarre, con los labios apretados hasta quedar reducidos a una fina línea recta que no auguraba nada bueno, cubrió la distancia que la separaba de la burbuja e inspeccionó la mano. Parecía la de Limbeck..., incluidas las manchas de tinta. Con cierta cautela, agarró los dedos y tiró de ellos. Las esperanzas de Lof se desvanecieron definitivamente cuando Limbeck, sudoroso y con el rostro enrojecido, saltó al suelo.

—Hola, querida —dijo a Jarre mientras le estrechaba la mano, sin advertir en absoluto (con su habitual despiste) que ella le había acercado la cara para recibir un beso. Limbeck se apartó unos pasos de la burbuja pero, de inmediato, dio media vuelta y pareció disponerse a entrar de nuevo en ella.

—Ven, ayúdame a sacarlo de aquí —gritó una vez dentro, y su voz resonó con un extraño eco.

—¿A quién? ¿Al perro? —inquirió Jarre—. ¿No puede salir por sí solo?

Limbeck se volvió y lanzó una mirada radiante a los gegs.

—¡Al dios! —respondió con aire triunfal—. ¡He traído conmigo a un dios!

Los gegs lo observaron en un silencio entre asombrado y suspicaz.

Jarre fue la primera en recuperarse lo suficiente como para decir algo.

—Limbeck —murmuró en tono severo—, ¿era necesario eso?

—¿Que si era...? ¡Sí! ¡Claro que sí! —contestó, algo desconcertado—. Tú no me creías. Vamos, ayúdame a sacarlo. Está herido.

—¿Herido? —repitió Lof, viendo titilar de nuevo un rayo de esperanza—. ¿Cómo puede estar herido un dios?

—¡Aja! —Exclamó Limbeck, y fue un « ¡Aja!» tan potente y rotundo que el pobre Lof quedó paralizado y se encontró, completamente y para siempre, fuera de la carrera—. ¡Eso mismo digo yo!

Con estas palabras, Limbeck desapareció de nuevo en el interior de la burbuja.

Tuvo algunas dificultades con el perro, que se había plantado delante de su amo y gruñía. Limbeck estaba bastante preocupado por su presencia. Durante el ascenso en la burbuja, el perro y él habían llegado a un entendimiento, pero este acuerdo —que Limbeck permanecería en su rincón y que el perro, a cambio, no le saltaría a la garganta— no parecía que fuera a bastar para tranquilizar al animal y convencerlo de que se apartara. Con frases como « ¡perrito bonito!» o « ¡sé buen chico!» no consiguió ningún resultado. Desesperado y temiendo que su dios estuviera muñéndose, el geg intentó razonar con el animal.

—Escucha —le dijo—, no queremos hacerle daño. ¡Tratamos de ayudarlo! Y el único modo de hacerlo es sacarlo de este artefacto y llevarlo a un lugar seguro. Tendremos mucho cuidado con él, te lo prometo. —Los gruñidos del perro disminuyeron y el animal observó a Limbeck con un aire que parecía de cauto interés—. Tú puedes acompañarlo y, si sucede algo que no te gusta, puedes saltarme al cuello entonces.

El perro ladeó la cabeza, con las orejas tiesas, escuchándolo con atención. Cuando el geg terminó de hablar, el animal lo contempló gravemente.

Voy a darte una oportunidad, pero recuerda que sigo teniendo los dientes.

—Dice que está bien —explicó Limbeck, satisfecho.

—¿Qué quiere? —chilló Jarre cuando el perro saltó ágilmente de la burbuja y se posó en el suelo a los pies de Limbeck.

Los gegs retrocedieron al instante para ponerse a cubierto y se refugiaron tras las piezas de la Tumpa-chumpa que parecían más seguras para protegerse de los afilados colmillos. Jarre fue la única en permanecer donde estaba, dispuesta a no abandonar a su amado fuera cual fuese el peligro. Pero el perro no estaba en absoluto interesado por los temblorosos gegs, sino que tenía concentrada toda su atención en su amo.

—¡Toma! —Dijo Limbeck con un jadeo, tirando de los pies del dios—. Tú cógelo por ahí, Jarre. Yo le sostendré la cabeza. Así, con cuidado. Con mucho cuidado. Creo que ya lo tenemos.

Tras haber desafiado al perro, Jarre se sentía capaz de cualquier cosa, incluso de arrastrar por los pies a un dios. Dirigió una seca mirada a sus acobardados congéneres, agarró al dios por sus botas de cuero y tiró de él. Limbeck guió la salida del cuerpo a través de la portezuela y lo sostuvo por los hombros cuando éstos aparecieron. Entre los dos, depositaron al dios en el suelo.

—¡Oh, vaya! —musitó Jarre, pasando del miedo a la lástima. Tocó suavemente la herida de la cabeza con la yema de los dedos y las retiró cubiertas de sangre—. ¡Tiene una herida terrible!

—Ya lo sé —contestó Limbeck, agitado—. Y he tenido que moverlo sin muchos miramientos para arrastrarlo fuera de su nave antes de que la zarpa excavadora lo hiciera pedazos.

—Tiene la piel helada y los labios amoratados. Si fuera un geg, yo diría que se está muriendo. Pero tal vez los dioses tengan este aspecto, precisamente.

—No lo creo. No estaba así la primera vez que lo vi, justo después de que se estrellara su nave. ¡Oh, Jarre, no podemos dejar que muera!

El perro, al escuchar el tono de voz compasivo de Jarre y comprobar que trataba a su amo con cariño, le dio un lametón en la mano y la miró con unos ojos pardos suplicantes.

Al principio, Jarre se sobresaltó al notar el húmedo contacto, pero pronto se tranquilizó.

—Vamos, vamos, no te preocupes. Todo saldrá bien —dijo con voz dulce al animal, al tiempo que alargaba la mano y le daba unas tímidas palmaditas en la cabeza. El perro consintió que lo hiciera, agachando las orejas y meneando ligerísimamente su cola de tupido pelaje.

—¿De veras lo crees? —inquirió Limbeck con profunda preocupación.

—¡Claro que sí! Mira cómo mueve los párpados. —Jarre se volvió y empezó a dar enérgicas órdenes—: Lo primero que haremos será llevarlo a un lugar caliente y tranquilo donde podamos ocuparnos de él. Es casi la hora del cambio de turno y no nos interesa que nadie lo vea...

—¿No nos interesa...? —la interrumpió Limbeck.

—¡No! Hasta que el dios se recupere y nosotros estemos preparados para conocer las respuestas a nuestras preguntas. Este va a ser un gran momento en la historia de nuestro pueblo y es mejor que no lo estropeemos precipitando las cosas. Tú y Lof id a buscar una camilla...

—¿Una camilla? ¿Cómo quieres que el dios quepa en ella? —replicó Lof, resentido—. Le colgarán las piernas y arrastrará los pies por el suelo.

—Es cierto. —Jarre no estaba acostumbrada a tratar con alguien tal alto y delgado. Se detuvo a pensar, arrugando la frente, cuando de pronto el poderoso sonido de un gong la sacó de sus meditaciones y la hizo mirar a su alrededor, alarmada—. ¿Qué es eso? —preguntó.

—¡Van a abrir de nuevo el suelo! —exclamó Lof.

—¿Qué suelo? —quiso saber Limbeck.

—¡Éste! —Lof señaló las planchas metálicas sobre las que apoyaban los pies.

—¿Por qué...? ¡Ah, ya entiendo...!

Limbeck alzó la vista hacia las zarpas excavadoras que habían soltado su cargamento y se disponían a descender de nuevo por el agujero para recoger el siguiente.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Lof con voz apremiante. inclinándose hacia Jarre, le susurró al oído—: Deja estar al dios. Cuando se abra el suelo, volverá a caer al aire del que ha venido. Y el perro también.

Pero Jarre no le prestaba atención, con la mirada vuelta hacia las carretillas que trajinaban de un lugar a otro en el nivel superior.

—¡Lof! —exclamó con excitación, agarrando al joven por la barba y tirando de ella (costumbre que había adquirido en su relación con Limbeck y que le costaba mucho reprimir) —. ¡Las carretillas! ¡El dios cabrá en una de ellas! ¡Deprisa! ¡Deprisa!

El suelo empezaba a vibrar amenazadoramente y cualquier cosa era preferible a que le tiraran a uno de la barba de aquella manera. Lof asintió y echó a correr con otros gegs en busca de una carretilla vacía.

Jarre envolvió al dios con su pequeña capa y, entre ella y Limbeck, alejaron el cuerpo del centro de la plataforma, arrastrándolo lo más cerca posible del borde. Para entonces, Lof y compañía ya estaban de vuelta con la carretilla, que habían hecho rodar por la empinada rampa que conectaba el nivel inferior con el siguiente. El gong sonó de nuevo. El perro gimoteó y se puso a ladrar. Una de dos: o el ruido le lastimaba los oídos, o el animal presentía el peligro y animaba a los gegs a darse prisa. (Lof insistió en lo primero. Limbeck apostaba por lo segundo. Jarre ordenó a ambos que cerraran la boca y se apresuraran.)

Entre todos, los gegs lograron levantar el cuerpo e introducirlo en la carretilla. Jarre envolvió la cabeza herida del dios con la capa de Lof —éste pareció decidido a protestar, pero el sonoro bofetón en la mejilla que le propinó una Jarre nerviosa y enojada resultó muy convincente—. El gong sonó por tercera vez. Las excavadoras iniciaron el descenso entre los chasquidos y chirridos de los cables, y el suelo empezó a abrirse con un ruido sordo. Los gegs, casi perdiendo el equilibrio, se alinearon detrás de la carretilla y le dieron un fuerte empujón. La carretilla empezó a rodar pendiente arriba mientras los gegs se esforzaban tras ella, sudorosos, y el perro corría entre sus pies mordisqueándoles los talones.

Los gegs son fuertes, pero la vagoneta era de hierro y pesaba mucho, por no hablar de la carga que suponía el dios que transportaba. El vehículo no estaba pensado para ascender por una rampa que era de uso exclusivo de los gegs, y mostraba una tendencia mucho más pronunciada a rodar hacia abajo que a hacerlo hacia arriba.

Limbeck, dándose cuenta de ello, empezó a divagar sobre conceptos como el peso, la inercia y la gravedad y, sin duda, habría acabado desarrollando alguna ley física de no haber estado en inminente peligro su vida. Debajo de ellos, el suelo se había abierto ya por completo y las zarpas excavadoras se precipitaban al vacío; durante un instante particularmente tenso, dio la impresión de que los gegs no podían aguantar más y que la carretilla terminaría por ganar, arrastrando al abismo a gegs, dios y perro.

—¡Vamos, una vez más! ¡Todos a la vez! —gruñó Jarre. Su cuerpo robusto apuntalaba la carretilla, con el rostro encendido por el esfuerzo. Limbeck, a su lado, no era de gran ayuda pues su natural debilidad se veía agravada por la agotadora experiencia que acababa de padecer. Pese a todo, hacía valientemente lo que podía. Lof flaqueaba y parecía a punto de rendirse.

—¡Lof! —jadeó Jarre—. ¡Si empieza a deslizarse hacia abajo, pon el pie bajo la rueda!

La orden de su líder fue un nuevo estímulo para Lof, quien ya tenía los pies planos pero no veía ninguna razón para llevar las cosas a tal extremo. Con renovadas fuerzas, aplicó el hombro a la vagoneta, apretó los dientes, cerró los ojos y dio un poderoso empujón. La carretilla alcanzó la repisa superior de la rampa y los gegs se dejaron caer junto a ella, agotados. El perro dio un lametón en la cara a Lof, para gran disgusto de éste. Limbeck escaló la rampa arrastrándose a cuatro patas y, cuando llegó arriba, cayó desvanecido.

—¡Lo que faltaba! —murmuró Jarre, exasperada.

—¡No pienso cargar también con
él!
—protestó Lof con acritud. El joven geg empezaba a pensar que su padre tenía razón cuando le decía que no se metiera nunca en política.

Un malicioso tirón de la barba y un sonoro cachete en la mejilla consiguieron despertar a medias a Limbeck. Éste empezó a balbucear algo acerca de inclinaciones y planos, pero Jarre le ordenó que callara e hiciera algo útil, como coger al perro y meterlo en la carretilla con su amo.

—¡Y dile que se esté quieto! —añadió Jarre.

Limbeck abrió tanto los ojos que parecieron a punto de saltarle de las órbitas.

—¿Yo...? ¿Coger a ese...?

Pero el perro, como si los entendiera, solventó el problema saltando ágilmente a la carretilla, donde se enroscó a los pies de su amo.

Jarre echó un vistazo al dios e informó que seguía vivo y que tenía un aspecto algo mejor, ahora que iba envuelto en las capas. Los gegs cubrieron el cuerpo con pequeños fragmentos de coralita y otra escoria que la Tumpa-chumpa dejaba caer de vez en cuando, arrojaron un saco de yute sobre el perro y dirigieron la vagoneta hacia la salida más próxima.

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