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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (28 page)

BOOK: Ala de dragón
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—Sí, sí —respondió el príncipe con alegría—. Estaré al lado de maese Hugh.

Se incorporó hasta quedar sentado, encogió las rodillas y se cogió las manos rodeando éstas. Luego, alzó la mirada hacia Hugh con aire inquisitivo.

—¿Qué hiciste en la batalla, maese Hugh...?

—¿Adonde vas, capitán? Me parece que la batalla se está librando justo detrás de ti...

—¿Eh?

El capitán se sobresaltó al escuchar una voz cuando creía estar a solas. Desenvainó la espada, se volvió en redondo y escrutó la maleza.

Hugh, espada en mano, salió de detrás de un árbol. La espada del asesino estaba roja de sangre élfica y el propio Hugh había recibido varias heridas en el fragor del combate, pero en ningún instante había perdido de vista su objetivo.

Al ver que se trataba de un humano y no de un elfo, el capitán se relajó y, con una sonrisa, bajó su espada, aún limpia y brillante.

—Mis hombres están ahí atrás —afirmó, indicando la dirección con el pulgar—. Ellos se encargarán de esos bastardos.

Hugh mantuvo fija la mirada, con los ojos entrecerrados.

—Tus hombres están siendo destrozados.

El capitán se encogió de hombros y trató de continuar su camino. Hugh lo agarró por el brazo que blandía la espada, le hizo saltar el arma de la mano y lo obligó a volverse de cara a él. Sorprendido, el capitán masculló un juramento y lanzó un golpe a Hugh con su puño carnoso. Pero dejó de debatirse cuando advirtió la punta de la daga de Hugh en la garganta.

—¿Qué...? —graznó, sudoroso y jadeante. Sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas.

—Me llaman Hugh
la Mano
. Y esto —añadió, mostrándole el puñal— es de parte de Tom Hales, de Henry Goodfellow, de Neds Carpenter, de la viuda Tanner, de la viuda Giles...

Hugh recitó los nombres. Una flecha elfa se clavó en un árbol próximo con un ruido sordo.
La Mano
no parpadeó. El puñal no se movió de sitio.

El capitán emitió un gemido, trató de encogerse y lanzó gritos de auxilio, pero en aquella jornada eran muchos los humanos que gritaban pidiendo ayuda y nadie le respondió. Su grito de muerte se confundió con el de otros muchos.

Cumplida su tarea, Hugh se marchó. Captó a su espalda unas voces que entonaban una canción, pero no prestó mucha atención. Se alejaba imaginando el desconcierto de los monjes kir, que encontrarían el cadáver del capitán lejos del campo de batalla, con un puñal en el pecho y una nota en la mano: «Nunca más enviaré a hombres valientes a la muerte...»

—¡Maese Hugh! —La manita de Bane le estaba dando tirones de la manga—. ¿Qué hiciste en la batalla? —Me enviaron allí a entregar un mensaje.

CAPÍTULO 22

EXILIO DE PITRIN,

REINO MEDIO

Al principio del viaje, la carretera que seguía Hugh era una calzada ancha y despejada en la que encontraron numerosos caminantes, pues el interior de la isla estaba muy transitado. En cambio, cuando se acercaron a la costa, la vía se estrechó y se hizo áspera y descuidada, cubierta de fragmentos de roca y de ramas caídas. Los árboles hargast, o «árboles de cristal», como eran denominados en ocasiones, crecían silvestres en aquella región y eran muy diferentes de sus congéneres «civilizados», que eran cultivados con esmero en las plantaciones.

No existe nada más hermoso que un huerto de árboles hargast, con sus troncos plateados reluciendo al sol y sus ramas cristalinas, concienzudamente podadas, tintineando con sus sonidos musicales. Los campesinos laboran entre ellos, podándolos para evitar que alcancen su espectacular tamaño natural, que impide sacarles provecho. El árbol hargast tiene la facultad natural no sólo de almacenar agua, sino de producirla también en cantidades limitadas. Cuando los árboles son de pequeño tamaño, de nueve o diez palmos de altura, el agua producida no es utilizada para potenciar su crecimiento y puede ser recolectada introduciendo canillas en los troncos. El hargast completamente desarrollado, de más de ciento cincuenta palmos de altura, utiliza el agua para sí mismo y su corteza resulta demasiado dura para colocar las espitas. En estado silvestre, las ramas de este árbol alcanzan longitudes extraordinarias. Duras y frágiles, se quiebran con facilidad y se rompen en fragmentos al tocar el suelo, de tal modo que éste queda cubierto de letales astillas de afilada corteza cristalina. Atravesar un bosque de árboles hargast resulta peligroso y, en consecuencia, Hugh y sus compañeros encontraron cada vez menos transeúntes en la carretera.

El viento soplaba con fuerza, como sucede siempre cerca de la costa, pues las corrientes de aire que se alzan de debajo de la isla forman torbellinos que barren los mellados acantilados. Las fuertes ráfagas hacían trastabillar al trío mientras los árboles crujían y se estremecían a su alrededor, y más de una vez oyeron el chasquido de una rama al desprenderse del tronco y caer al suelo, donde se hacía añicos con estrépito. Alfred se mostró cada vez más nervioso, escrutando el cielo en busca de naves elfas e inspeccionando la espesura con el temor de que apareciera algún guerrero elfo, a pesar de que Hugh le aseguró, divertido, que ni siquiera los elfos se molestaban en hacer incursiones por aquella zona de Exilio de Pitrin.

La región era agreste y desolada. Unos acantilados de coralita se alzaban en el aire. Los grandes árboles hargast se apretaban al borde del camino, ocultando el sol con sus coriáceos filamentos pardos, largos y delgados. El follaje se mantenía en el árbol durante el invierno y sólo caía en primavera, antes de que crecieran los nuevos filamentos que absorberían la humedad del aire. Casi era ya mediodía cuando Hugh, después de prestar una inhabitual atención a los troncos de una serie de árboles hargast que bordeaban el camino, ordenó de pronto un alto.

—¡Eh! —Gritó a Alfred y al príncipe, que avanzaban trabajosamente delante de él—. Por aquí.

Bane se volvió a mirarlo, perplejo. Alfred también se volvió; al menos, parte de él lo hizo. Su mitad superior giró en respuesta a la orden de Hugh, pero la mitad inferior continuó obedeciendo las instrucciones que ya tenía. Cuando todo su cuerpo se puso de acuerdo por fin, Alfred se encontró ya tendido sobre el polvo del camino.

Hugh aguardó con paciencia a que el chambelán se incorporara.

—Dejamos el camino en este punto —indicó
la Mano
, señalando el bosque con un gesto.

—¿Por aquí? —Alfred observó con desmayo la tupida maraña de matorrales y árboles hargast que se alzaban inmóviles y cuyas ramas se rozaban con un siniestro tintineo musical bajo el impulso del viento.

—Yo me ocuparé de ti, Alfred —dijo Bane al chambelán, tomándolo de la mano y apretando ésta con fuerza—. Vamos, vamos, ya no tienes miedo, ¿verdad? Yo no estoy nada asustado, ¿lo ves?

—Gracias, Alteza —respondió Alfred, muy serio—. Ya me siento mucho mejor. De todos modos, si me permites la pregunta, maese Hugh, ¿cómo es que nos haces tomar esta dirección?

—Tengo mi nave voladora oculta aquí cerca.

—¿Una nave
elfa
? —exclamó Bane, boquiabierto.

—Por aquí —volvió a indicar Hugh—. Démonos prisa, antes de que aparezca alguien —añadió, mientras volvía la mirada a un extremo y otro de la senda desierta.

—¡Oh, Alfred, vamos! ¡Vamos! —El príncipe tiró de la mano del chambelán.

—Sí, Alteza —repuso Alfred, desconsolado, al tiempo que ponía el pie en la masa de filamentos putrefactos de la primavera anterior que se acumulaba al borde del camino. Se escuchó un ruido misterioso, algo saltó y se estremeció entre la maleza y Alfred hizo lo mismo.

—¿Qué..., qué ha sido eso? —preguntó con un jadeo, señalando las matas con un dedo tembloroso.

—¡Adelante! —gruñó Hugh, y empujó a Alfred para que avanzara.

El chambelán resbaló y trastabilló. Más por miedo a caer de cabeza entre lo desconocido que por agilidad, logró mantenerse en pie entre la tupida maleza. El príncipe echó a andar tras él y mantuvo al pobre chambelán en un constante estado de pánico al anunciar la presencia de serpientes bajo cada roca y cada tronco caído. Hugh los observó hasta que el denso follaje los dejó fuera de su vista..., y a él de la suya. Entonces bajó la mano al suelo, levantó una roca y sacó de debajo una astilla de madera que volvió a colocar en la muesca tallada en el tronco de uno de los árboles.

Cuando penetró en el bosque, no tuvo problemas para encontrar de nuevo a los otros dos; un jabalí abriéndose paso en la espesura no habría hecho más ruido.

Avanzando con su habitual sigilo, Hugh se encontró al lado de sus compañeros sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia. Carraspeó a propósito, pensando que el chambelán podía caer muerto de miedo si se presentaba sin anunciarse. En efecto, Alfred casi se salió de su pellejo al oír el alarmante sonido, y estuvo a punto de derramar lágrimas de alivio al comprobar que era Hugh.

—¿Dónde...? ¿Por dónde seguimos, señor?

—Continúa recto al frente. Saldrás a una senda despejada dentro de unos treinta palmos.

—¡Treinta palmos! —balbuceó Alfred, señalando las espesas matas en las que estaba enredado—. ¡Tardaremos al menos una hora en avanzar esa distancia!

—Si no nos atrapa algo antes —se burló Bane con un brillo de animación en sus ojillos.

—Muy divertido, Alteza.

—Aún estamos demasiado cerca de la carretera. Seguid caminando —ordenó Hugh.

—Sí, señor —murmuró el chambelán.

Llegaron a la senda en menos de una hora, pero el avance fue arduo, a pesar de todo. Aunque pardas y sin vida en invierno, las zarzas eran como las manos de los no muertos que alargaban sus afiladas uñas desgarrando las ropas y hendiendo la carne. En el corazón del bosque, los tres captaron perfectamente el leve murmullo cristalino causado por el roce del viento contra las ramas de los árboles hargast. Sonaba como si alguien pasara el dedo mojado sobre una plancha de cristal y producía una terrible dentera.

—¡Nadie en su sano juicio se metería en este maldito lugar! —gruñó Alfred, alzando la vista a los árboles, con un escalofrío.

—Exacto —asintió Hugh sin dejar de abrirse paso entre los matorrales.

Alfred avanzaba delante del príncipe y apartaba las ramas espinosas para que Bane pudiera pasar sin pincharse, pero las zarzas eran tan tupidas que, a menudo, tal cosa resultaba imposible. Bane soportó sin quejarse los arañazos en las mejillas y los rasguños en las manos, lamiéndose las heridas para aliviar el dolor.

«¿Con qué valentía afrontará el dolor de morir?»

Hugh no había querido formularse la pregunta y se obligó a responderla. «Con la misma que otros muchachos que he visto.» Al fin y al cabo, es mejor morir joven, como dicen los monjes kir. ¿Por qué va a considerarse más valiosa la vida de un niño que la de un hombre maduro? En buena lógica, debería serlo menos, pues un adulto contribuye a la sociedad y un niño es un parásito. «Es algo instintivo», se dijo Hugh. «Nuestra necesidad animal de perpetuar la especie. Sólo se trata de un encargo más. ¡El hecho de que sea un niño no debe, no
puede
importar!»

Las zarzas cedieron por fin, tan de improviso que, como era lógico, pillaron por sorpresa a Alfred. Cuando Hugh llegó hasta él, el chambelán estaba tendido de bruces en un estrecho claro de bosque libre de matojos.

—¿Hacia dónde? Por ahí, ¿verdad? —inquirió Bane, bailando lleno de excitación alrededor de Alfred. El sendero sólo conducía en una dirección y, deduciendo que debía llevar a la nave, el príncipe echó a correr por él sin darle tiempo a Hugh a responder.

Hugh abrió la boca para ordenarle que regresara, pero la volvió a cerrar bruscamente.

—Señor, ¿no deberíamos detenerlo? —preguntó Alfred, nervioso, mientras Hugh esperaba a que se pusiera en pie.

El viento gemía y aullaba a su alrededor, impulsando pequeños fragmentos de cortante coralita y de corteza de hargast contra sus rostros. A sus pies se arremolinaban las hojas y sobre sus cabezas se mecían las ramas cristalinas de los árboles. Hugh aguzó la mirada entre el fino polvo y vio al muchacho corriendo temerariamente por el sendero.

—No le pasará nada. La nave no está lejos y no puede confundir el camino.

—¿Pero..., asesinos?

«El pequeño está huyendo de su único peligro real», se dijo Hugh en silencio. «Que escape.»

—En estos bosques no hay nadie. Habría visto los rastros.

—Si no te importa, señor, Su Alteza es responsabilidad mía. —Alfred avanzó un par de pasos por el camino—. Me apresuraré a...

—Adelante —aceptó Hugh, moviendo la mano.

Alfred sonrió y movió la cabeza en un gesto de servil agradecimiento. Luego, echó a correr.
La Mano
casi esperaba ver al chambelán abrirse la cabeza a las primeras de cambio, pero Alfred consiguió que sus pies lo sostuvieran y apuntaran en la misma dirección que su nariz. Balanceando sus largos brazos y con las manos aleteando a los costados, el hombrecillo se lanzó camino abajo tras el príncipe.

Hugh se retrasó, haciendo más lentos sus pasos, como si esperara que se produjera algo incierto y desconocido. Había experimentado a veces aquella sensación con la proximidad de una tormenta: una tensión, una comezón en la piel. Sin embargo, el aire no olía a lluvia ni llevaba el acre olor fugaz del relámpago. Los vientos siempre soplaban con fuerza en la costa...

El ruido de un crujido hendió el aire con tal potencia que el primer pensamiento de Hugh fue que se trataba de una explosión y, el segundo, que los elfos habían descubierto la nave. El estrépito que siguió y el grito de dolor, cortado bruscamente, revelaron a Hugh lo que había sucedido en realidad.

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