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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (26 page)

BOOK: Ala de dragón
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Un leve gemido le hizo abrir los ojos, no tanto por miedo como de irritación por el hecho de que no le permitieran ni siquiera morir en paz. Volvió ligeramente la cabeza y vio un perro. Así que era eso la cosa negra y peluda que había atacado al caodín... ¿De dónde habría salido? Probablemente, el animal estaba en la pradera, de caza tal vez, y había acudido en su ayuda.

El perro estaba tumbado sobre el vientre, con la cabeza entre las patas. Al ver que Haplo lo miraba, emitió un nuevo gañido y, avanzando a rastras, hizo ademán de lamerle la mano al hombre. Fue entonces cuando Haplo advirtió que el perro estaba herido.

De un profundo tajo en el cuerpo del animal manaba sangre a borbotones. Haplo recordó confusamente haber oído su aullido y los gemidos posteriores al caer abatido. El perro lo miraba con aire expectante, esperando —como hacen los perros— que aquel humano se ocupara de él e hiciera desaparecer el terrible dolor que estaba padeciendo.

—Lo siento —murmuró Haplo, adormilado—, no puedo ayudarte. Ni siquiera puedo hacer nada por mí mismo...

El perro, al sonido de la voz del hombre, meneó débilmente la cola de tupido pelaje y continuó mirándolo con una fe ciega.

—¡Vete a morir a otra parte!

Haplo hizo un brusco gesto de enfado. El dolor le atravesó el cuerpo y lanzó un grito de agonía. El perro respondió con un breve ladrido y Haplo notó un hocico frío que le frotaba la mano. Herido como estaba, el animal le ofrecía su compasión.

Y entonces, al volver la mirada hacia él entre irritado y reconfortado, Haplo observó que el perro malherido luchaba por incorporarse. El animal, que se sostenía a duras penas, volvió la vista hacia la hilera de árboles que se alzaban detrás de ambos. Lamió la mano de Haplo una vez más y luego emprendió la marcha hacia los troncos, cojeando y casi sin fuerzas. Había malinterpretado el gesto de Haplo e iba a intentar encontrar ayuda. Ayuda para el hombre.

El perro no llegó muy lejos. Renqueante, apenas consiguió dar dos o tres pasos antes de caer. Tras una breve pausa para recobrar fuerzas, volvió a intentarlo.

—¡Basta! —Susurró Haplo—. ¡Déjalo! ¡No merece la pena!

El animal no le entendió. Volvió la cabeza y miró a Haplo como si le dijera: «Ten paciencia. No puedo ir muy rápido pero no te dejaré en la estacada».

La compasión, la lástima y la abnegación no son actitudes que los patryn consideren virtudes, sino defectos propios de razas inferiores que disimulan sus debilidades internas exaltándolas. Haplo no se sintió impresionado. Cruel, desafiante e inflamado de odio, se había abierto paso por el Laberinto luchando a diestro y siniestro, siempre solo. Jamás había pedido ayuda, y jamás la había ofrecido. Y había sobrevivido donde muchos otros habían caído. Hasta aquel momento.

—Eres un cobarde —se dijo a sí mismo con un murmullo—. Ese perro idiota tiene el valor para luchar por la vida, y tú prefieres rendirte. Y algo aún peor: morirás con deudas. Morirás con una deuda en el alma pues, te guste o no, ese perro te ha salvado la vida.

No fueron sentimientos de ternura los que llevaron a Haplo a alargar la mano derecha para asir con ella su zurda inutilizada. Lo que lo impulsó fue el orgullo y la vergüenza propia.

—¡Ven aquí! —ordenó al perro.

Éste, demasiado débil para sostenerse sobre las patas, avanzó a rastras por el suelo, dejando tras él un reguero de sangre sobre la hierba.

Rechinando los dientes, entre jadeos y maldiciones ante el dolor, Haplo apretó el signo cabalístico del revés de la mano contra el flanco desgarrado del can. Sin moverla de este punto, colocó la mano derecha sobre la testuz del animal. El círculo curativo quedó cerrado y Haplo comprobó, con la mirada nublada, cómo se cerraba instantáneamente la herida de su peludo salvador...

—Si se recupera, lo llevaremos al survisor jefe para demostrarle que cuanto le dije era cierto. ¡Les demostraremos, a él y a nuestro pueblo, que los welfos no son dioses! Nuestro pueblo comprenderá entonces que hemos sido utilizados y engañados durante todos estos años.

—Eso,
si
se recupera —musitó una voz femenina, más suave—. Está malherido de veras, Limbeck. Tiene esa herida profunda en la cabeza y tal vez haya recibido más en otras partes de su cuerpo, aunque el perro no me deja acercarme lo suficiente para comprobarlo. De todos modos, no importa mucho que lo haga pues una herida en la cabeza de tal gravedad conduce casi siempre a la muerte. ¿Recuerdas cuando Hal Martillador tropezó en la pasarela elevada y cayó de cabeza...?

—Ya lo sé, ya lo sé —replicó la otra voz con abatimiento—. ¡Oh, Jarre, no puede morirse ahora! Quiero que lo conozcas todo de su mundo. Es un lugar hermoso, como el que vi en los libros. Con un cielo azul despejado de nubes y un sol brillante y resplandeciente que lo ilumina todo, y unos edificios altos y maravillosos, grandes como la Tumpa-chumpa...

—Limbeck —lo interrumpió la voz severa de la mujer—, no te darías también tú un golpe en la cabeza, ¿verdad?

—No, querida. Yo vi esos libros, de verdad. Igual que vi a los dioses muertos. ¡Ahora he traído una prueba, Jarre! ¿Por qué te niegas a creerme?

—¡Oh, Limbeck, ya no sé qué creer! Antes tenía las cosas muy claras; todo era blanco o negro, con perfiles claros y precisos, y yo sabía exactamente lo que quería para nuestro pueblo: mejores condiciones de vida y una participación igualitaria en los pagos de los welfos. Eso era todo. Mi idea era causar un poco de agitación, presionar al survisor jefe, y éste se vería obligado a ceder, finalmente. Ahora, todo está confuso y borroso. ¡Me estás hablando de una revolución, Limbeck! ¡De echar por tierra todas las creencias que hemos profesado durante siglos! ¿Qué te propones instaurar en su lugar?

—Tenemos la verdad, Jarre.

Haplo sonrió. Llevaba ya una hora despierto y pendiente de lo que oía. Comprendía parte de las palabras y, aunque aquellos seres se llamaban a sí mismos «gegs», advirtió que hablaban un idioma derivado del que en el Mundo Antiguo se había conocido por «lengua de los enanos». Sin embargo, eran muchas las cosas que no entendía. Por ejemplo, ¿qué era aquella Tumpa-chumpa a la que se referían con tan reverente respeto? Para eso lo habían mandado allí, se dijo: para aprender. Para tener los ojos y oídos bien abiertos, la boca cerrada y las manos quietas.

Alargando la mano hacia el suelo, al costado de la cama, Haplo le rascó la cabeza al perro para tranquilizarlo. El viaje a través de la Puerta de la Muerte no había empezado precisamente como lo había previsto. De algún modo, en alguna parte, su amo y protector había cometido graves errores de cálculo. Los signos mágicos estaban mal alineados y Haplo lo había advertido demasiado tarde, cuando poco podía hacer ya para evitar el choque y la consiguiente destrucción de la nave.

La constatación de que se encontraba atrapado en aquel mundo no preocupó excesivamente a Haplo. Ya había estado encerrado en el Laberinto y había conseguido escapar. Tras semejante experiencia, en un mundo normal como aquél sería —como le había dicho su amo— «invencible». De momento, tenía que dedicarse a cumplir su cometido. Cuando hubiera completado lo que había venido a hacer, ya encontraría algún modo de regresar.

—Me ha parecido oír algo.

Jarre entró en la habitación acompañada de la suave luz de un candelabro. Haplo entrecerró los ojos, parpadeando. El perro emitió un gruñido y empezó a incorporarse, pero volvió a tenderse a un gesto imperioso y furtivo de su amo.

—¡Limbeck! —exclamó Jarre.

—¡Ha muerto! —El robusto geg irrumpió en la estancia a toda prisa.

—No, no —replicó ella. inclinándose sobre el costado de la cama, señaló con una mano temblorosa la frente de Haplo y añadió—: ¡Mira! ¡La herida está curada! ¡Completamente curada! ¡Ni..., ni siquiera le queda cicatriz! ¡Oh, Limbeck, tal vez estás equivocado, después de todo! ¡Tal vez éste sea de verdad un dios!

—No —respondió Haplo. Incorporándose sobre un codo, miró resueltamente a los sorprendidos gegs—. Yo era un esclavo. —Habló despacio y con voz grave, buscando las palabras en la complicada lengua de los enanos—. Una vez fui lo que sois ahora vosotros, pero mi pueblo triunfó sobre sus dominadores y he venido para ayudaros a hacer lo mismo.

CAPÍTULO 21

EXILIO DE PITRIN,

REINO MEDIO

El viaje a través de Exilio de Pitrin resultó más sencillo de lo que Hugh había previsto. Bane mantuvo la marcha con valentía y, cuando se sintió cansado, hizo cuanto pudo para no demostrarlo. Alfred observaba con inquietud al príncipe y, cuando éste empezaba a dar señales de que le dolían los pies, era el chambelán quien anunciaba que era incapaz de dar un paso más. En realidad, Alfred lo pasaba mucho peor que su pequeño pupilo. Los pies del hombrecillo parecían poseídos de una voluntad propia y continuamente tomaban caminos diferentes, tropezaban con baches inexistentes y se enredaban con pequeñas ramas casi imperceptibles.

En consecuencia, el avance no fue muy rápido; Hugh, sin embargo, no les dio prisa. Tampoco él la tenía. No estaban lejos de una cala, abrigada por los bosques en el extremo de la isla, donde tenía amarrada su nave y, sin embargo, sentía muy pocos deseos de llegar hasta ella. Tal sensación le producía irritación, pero se negó a averiguar la causa de ésta.

La caminata resultó agradable, al menos para Bane y para Hugh. El aire era frío, pero brillaba el sol y sus rayos evitaban que el frío fuera constante. Apenas soplaba el viento. En la carretera encontraron más viajeros de lo normal, los cuales aprovechaban aquel breve intervalo de buen tiempo para emprender los viajes urgentes que debían realizarse durante el invierno. El tiempo también era bueno para los asaltantes de caminos y Hugh advirtió que todo el mundo tenía, como decía el refrán, un ojo en el camino y otro en el cielo.

Vieron tres naves élficas, con mascarones de dragón en la proa y dotadas de velas como alas, pero pasaron muy lejos, rumbo a algún destino desconocido, en dirección kiracurso. Ese mismo día, una formación de cincuenta dragones pasó justo por encima de sus cabezas. Distinguieron a los jinetes de los dragones en sus sillas de montar, con el brillante sol invernal reflejado en el casco, la coraza y las puntas de la jabalina y de las saetas. El destacamento llevaba con él a una hechicera que volaba en el centro, rodeada de jinetes. La bruja no llevaba armas a la vista, sólo su magia y ésta estaba en su mente. Los jinetes también pasaron a kiracurso. Los elfos no eran los únicos que aprovechaban los días despejados y sin viento.

Bane contempló las naves élficas con asombro infantil, boquiabierto y con los ojos como platos. Jamás había visto ninguna, afirmó, y tuvo una terrible decepción al comprobar que no se acercaban. De hecho, un escandalizado Alfred se vio forzado a impedir que Su Alteza se quitara la capucha y la utilizara como bandera para señalar su posición. A los viajeros que recorrían el camino no les divirtió en absoluto la inconsciente osadía del pequeño. Hugh se entretuvo contemplando con torvo interés cómo los campesinos se dispersaban en busca de un refugio hasta que Alfred pudo poner freno al entusiasmo del príncipe.

Esa noche, reunidos en torno a la fogata tras la cena frugal, Bane fue a sentarse al lado de Hugh, en lugar de ocupar su lugar habitual cerca del chambelán. Se sentó en cuclillas y se acomodó.

—¿Me hablarás de los elfos, maese Hugh?

—¿Cómo sabes que conozco alguna historia sobre ellos?

Hugh sacó del macuto la pipa y la bolsa de esterego. Apoyado en un árbol y con los pies estirados hacia las llamas, sacó unos hongos secos de la bolsita de cuero y los introdujo en la cazoleta, lisa y redonda.

Bane no fijó la mirada en Hugh sino en un punto a la derecha de éste, por encima de su hombro. Sus ojos azules dejaron de enfocar. Hugh acercó un palo a las llamas y lo utilizó para encender la pipa. Tras echar una chupada, observó al muchacho con ociosa curiosidad.

—Veo una gran batalla —anunció Bane, como si estuviera sonámbulo—. Veo elfos y hombres que combaten y mueren. Veo derrota y desesperación, y luego oigo voces de hombres cantando y estalla la alegría.

Hugh permaneció callado tanto tiempo que se le apagó la pipa. Alfred, incómodo, cambió de postura y apoyó la mano sobre una brasa. Reprimiendo un grito de dolor, sacudió violentamente la mano quemada.

—Alteza —murmuró con voz lastimera—, ya os he dicho...

—No, no importa —lo interrumpió Hugh. Con gesto despreocupado, sacó la ceniza de la pipa, volvió a llenar la cazoleta y la encendió de nuevo. Luego, dio unas chupadas lentas con la vista fija en el muchacho—. Acabas de describir la batalla de los Siete Campos.

—Tú estuviste allí.

Hugh dejó escapar al aire una fina columna de humo.

—Es cierto. Igual que casi todos los varones de la raza humana de mi edad, incluido tu padre, el rey. —Dio una larga chupada y añadió—: Si es esto lo que llamas clarividencia, Alfred, he visto trucos mejores en una taberna de tercera. El muchacho debe de haber escuchado la historia de labios de su padre un centenar de veces.

La expresión de Bane sufrió un cambio súbito y desconcertante. La felicidad dio paso a un dolor intenso, lacerante. Mordiéndose el labio, bajó la cabeza y se pasó la mano por los ojos.

Alfred dirigió una mirada extraña, casi suplicante, a Hugh.

—Te aseguro, maese Hugh, que ese don de Su Alteza es totalmente real y no debe tomarse a la ligera. Bane, maese Hugh no entiende de magia, eso es todo. Lo lamenta mucho. Y ahora, ¿por qué no coges tú mismo un caramelo del macuto?

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