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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (22 page)

BOOK: Ala de dragón
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Encima de él sonó un crujido extraño y de mal agüero, mientras aquella molesta parte de su cerebro seguía chillándole algo acerca de palas excavadoras que descendían, pero Limbeck ordenó a aquella voz interna que se callara y dejara de molestarlo. Aplicó la mano a una de las rendijas y advirtió que éstas corrían alrededor de los símbolos pero no cortaban ninguno de ellos. Limbeck empezó a dar tirones de ambas panes de la grieta para ver si podía abrirla un poco más.

Sin embargo, sus manos parecían reacias a llevar a cabo la tarea asignada y Limbeck entendió la razón: de pronto, lo había asaltado el desagradable recuerdo de la nave welfa accidentada.

«Cuerpos putrefactos. Pero me condujeron a la verdad.»

La idea pasó por su mente con la rapidez de un latido y, obligándose a no volver a pensar en ello, dio un enérgico tirón a los bordes de la rendija de metal.

La grieta se ensanchó y toda la estructura metálica empezó a estremecerse con una vibración. Limbeck retiró las manos y retrocedió de un salto pero, al parecer, el objeto sólo estaba asentándose mejor en el cráter, pues el movimiento no tardó en cesar. Con cautela, Limbeck se acercó de nuevo y esta vez escuchó algo.

Era una especie de gemido. Aplicó el oído a la rendija y escuchó con atención, deseando que los crujidos de las palas excavadoras que descendían de los cielos cesaran y le permitieran oír mejor. Volvió a captar el gemido, más fuerte esta vez, y no tuvo la menor duda de que había algo vivo en el interior de la cáscara metálica y que estaba herido.

Todos los gegs, incluso los más débiles, poseen una fuerza tremenda en los brazos y el cuerpo. Limbeck colocó las manos a ambos lados de la grieta y empujó con todas sus energías. Aunque el metal se le clavó en la carne, las planchas se abrieron bajo la presión y, tras un breve esfuerzo, el geg pudo colarse por la rendija.

Si fuera la luz habría resultado muy brillante, allí dentro el fulgor era cegador y Limbeck desesperó de poder ver algo. Finalmente, localizó la fuente del resplandor, irradiando desde el centro de lo que el geg, por asociación con el pasado, había dado en considerar una nave. Los gemidos procedían de algún lugar a su derecha y Limbeck, utilizando las manos como visera, consiguió evitar la mayor parte de la potente luz y escrutar la nave en busca del autor de aquellas muestras de dolor.

De pronto, el corazón le dio un vuelco.

—¡Un welfo! —Fue su primer pensamiento—. ¡Y está vivo!

Lleno de excitación, se acuclilló junto a la figura y observó una gran mancha de sangre bajo la cabeza, pero ningún otro signo de heridas en el resto del cuerpo. También comprobó, con cierta decepción, que no se trataba de un welfo. Limbeck sólo había visto en una ocasión a un humano, y había sido en los grabados de los libros de la nave welfa. La criatura que ahora tenía ante él guardaba parecido con los humanos, aunque no era del todo como ellos. No obstante, una cosa era cierta:

Aquel ser, de gran estatura y cuerpo delgado y musculoso, era sin duda uno de los presuntos dioses.

En aquel instante, los alarmados avisos del cerebro de Limbeck se hicieron tan insistentes que, a regañadientes, se vio obligado a prestarles atención.

Echó un vistazo por la grieta del armazón de la nave y se encontró contemplando la boca abierta de una pala excavadora que se cernía directamente sobre su cabeza y descendía a gran velocidad. Si se daba prisa, tendría el tiempo justo de escapar de la nave antes de que la zarpa cayera sobre ella.

El dios que no lo era soltó un nuevo gemido.

—¡Tengo que sacarte de aquí! —le dijo Limbeck.

Los gegs son una raza de buen corazón y no cabe duda de que Limbeck actuó movido por consideraciones altruistas al poner en peligro su propia vida para salvar la del dios, pero es preciso reconocer que lo movió también el pensamiento de que, si volvía con un dios que no lo era, Jarre se vería obligada a aceptar su historia.

Asió al dios por las muñecas y empezó a arrastrarlo por el suelo de la nave accidentada, cubierto de escombros, cuando notó —con un escalofrío— que las manos del herido lo agarraban a su vez. Sobresaltado, miró al dios. Los ojos de éste estaban muy abiertos y lo observaban. Sus labios se movieron.

—¿Qué? —Con el estruendo de las excavadoras, Limbeck no podía oírlo—. ¡No hay tiempo! —añadió, alzando la cabeza.

El dios dirigió la vista hacia arriba. En su rostro había una mueca de dolor y Limbeck se percató de que estaba realizando un esfuerzo supremo por conservar la conciencia. Pareció reconocer el peligro, pero éste no hizo sino ponerlo más frenético y apretó con fuerza las muñecas de Limbeck. Las marcas le durarían semanas.

—¡Mi... perro! —musitó.

Limbeck observó al dios. ¿Había oído bien? Echó una rápida ojeada a la nave accidentada y de pronto vio, justo a los pies del dios, a un animal atrapado bajo unas planchas de metal retorcido. Limbeck lo contempló con un acelerado parpadeo, sorprendido de no haberlo visto antes. El perro lanzaba gañidos y se meneaba entre los hierros que lo apresaban. No podía liberarse, pero no parecía estar herido y era evidente que todos sus esfuerzos estaban concentrados en acercarse a su amo, pues no prestó la menor atención a Limbeck.

El geg levantó la vista. La zarpa bajaba con una rapidez que a Limbeck le resultó muy fastidiosa, teniendo en cuenta la lentitud con que habían descendido todas la vez anterior. Enseguida, volvió los ojos de nuevo hacia el dios y el perro.

—Lo siento —dijo con aire impotente—. ¡No hay tiempo!

El dios, con los ojos fijos en el perro, intentó desasirse de las manos del geg pero el esfuerzo consumió sus últimas energías pues, de pronto, sus brazos quedaron fláccidos y la cabeza le cayó hacia atrás. El perro, viendo a su amo, gimoteó con más fuerza e incrementó los esfuerzos por liberarse.

—Lo siento —repitió Limbeck dirigiéndose al animal, que continuó sin prestarle atención. El geg apretó los dientes, oyendo cada vez más cerca el sonido de la zarpa, y arrastró el cuerpo del dios por el suelo lleno de escombros. Los esfuerzos del perro se hicieron frenéticos y sus gemidos se convirtieron en aullidos, pero Limbeck advirtió que sólo era porque veía que se llevaba a su amo y él no podía seguirlo.

Con un nudo en la garganta que era a la vez de lástima por el animal atrapado y de miedo por sí mismo, Limbeck tiró y arrastró y empujó el cuerpo del dios hasta alcanzar al fin la brecha en la cubierta metálica. Con enorme esfuerzo, logró pasar por ella al herido y, tras depositar el cuerpo exánime en el fondo del cráter, se arrojó al suelo junto a él en el instante en que la pala excavadora golpeaba la nave de metal.

Se produjo una explosión ensordecedora. La sacudida levantó a Limbeck del suelo y lo volvió a arrojar contra él, dejándolo sin aliento. Una lluvia de fragmentos de coralita cayó sobre él y los afilados cantos se clavaron dolorosamente en su piel. Cuando la lluvia cesó, todo quedó en silencio.

Aturdido, Limbeck levantó la cabeza muy despacio. La zarpa colgaba inmóvil sobre el cráter, dañada sin duda por la explosión. Miró a su alrededor para observar qué había sido de la nave, esperando encontrar un amasijo de restos retorcidos.

Sin embargo, no vio absolutamente nada. La explosión la había destruido. No, aquello no era del todo exacto, pues no se veía ningún fragmento metálico en el cráter. No quedaba resto alguno de la nave. Ésta no sólo había resultado destruida, sino que se había volatilizado como si nunca hubiera existido.

Aun así, Limbeck todavía tenía al dios para demostrarle a Jarre que no había perdido la razón. El dios se agitó y abrió los ojos. Con un gemido de dolor, movió la cabeza para mirar a su alrededor.

—¡Perro! —murmuró con voz débil—. ¡Eh, perro, ven aquí!

Limbeck volvió la vista a la coralita hecha añicos por la explosión y sacudió la cabeza, sintiéndose inexplicablemente culpable pese a que sabía que no había tenido la menor oportunidad de rescatar al animal si quería salvar la vida de su amo.

—¡Perro! —insistió el dios con una voz que parecía quebrada por el pánico.

El geg sintió una nueva punzada de dolor en el corazón y alargó la mano con la intención de procurar tranquilizar al dios, pues temía que acabara causándose nuevas heridas.

—¡Ah, perro! —Musitó de nuevo el dios con un profundo suspiro de alivio y con la mirada fija en el lugar que había ocupado la nave—. ¡Estás ahí! ¡Ven! ¡Ven aquí! Vaya un viaje, ¿verdad, muchacho?

Limbeck miró en aquella dirección, ¡y allí estaba el perro! Arrastrándose entre los fragmentos de roca, renqueante y apoyado solamente sobre tres patas, el animal avanzó hacia su amo. Con un alegre brillo en los ojos y las fauces abiertas en lo que Limbeck hubiera jurado que era una sonrisa de satisfacción, el perro lamió la mano de su amo herido. El dios que no lo era volvió a caer en la inconsciencia. El perro, con un gañido y una sacudida, se dejó caer a su lado, apoyó la cabeza sobre las patas y clavó sus inteligentes ojos en Limbeck.

CAPÍTULO 18

PELDAÑOS DE TERREL FEN,

REINO INFERIOR

—Hasta aquí he llegado. ¿Qué hago ahora?

Limbeck se pasó la mano por la frente sudorosa y frotó con los dedos la montura de las gafas, que le resbalaban por la nariz. El dios se encontraba en bastante mal estado; al menos, eso le pareció a Limbeck, que no estaba muy seguro de las características físicas de los dioses. La profunda brecha de la cabeza habría sido gravísima en un geg y Limbeck no podía hacer otra cosa que considerarla igualmente grave en un dios.

—¡El manipulador!

Limbeck se puso en pie de un salto y, tras una última mirada al dios sin sentido y a su sorprendente perro, subió gateando la pendiente del cráter. Al llegar al borde, vio todas las zarpas dedicadas a su trabajo. El ruido era casi ensordecedor; crujidos, chirridos y resoplidos: todo muy reconfortante para un geg. Dirigió una rápida mirada a lo alto para comprobar que no estuvieran bajando otras zarpas, salió del cráter y volvió corriendo a la zanja.

Era lógico pensar que el geg de la Unión que encontrara la L en el brazo de la excavadora enviaría el manipulador al mismo punto o lo más cerca posible de éste. Naturalmente, era más que posible que nadie hubiera advertido la marca, o que no pudieran haber preparado el manipulador a tiempo, o innumerables otros contratiempos. Mientras corría, tambaleándose y tropezando sobre los montones de coralita suelta, Limbeck intentó prepararse para aceptar sin decepcionarse d hecho de que no hubiera ningún manipulador.

Pero allí estaba.

La oleada de alivio que recorrió a Limbeck cuando vio el aparato posado en el suelo, justo al lado de la zanja, casi lo sofocó. Le fallaron las rodillas, se sintió mareado y tuvo que sentarse un momento para reponerse.

Su primer pensamiento fue echar a correr, pues las zarpas estaban a punto de levantarse otra vez. Tambaleándose, retrocedió a la carrera hacia el cráter. Las piernas le informaron en términos nada amistosos que estaban a punto de rebelarse contra aquel despliegue de ejercicio físico tan inhabitual. Se detuvo un momento para que remitiera el dolor y se dijo que, después de todo, probablemente no era preciso que se diera prisa. Sin duda, sus amigos no harían subir el manipulador hasta tener la seguridad de que él estaba dentro.

El dolor de las piernas desapareció, pero pareció llevarse consigo todas las fuerzas que le quedaban. Le parecía que los brazos le pesaban seis veces más de lo normal y, además, tenía la clara impresión de estar arrastrando las piernas, en lugar de sostenerse sobre ellas. Fatigosamente, tropezando y cayendo al suelo, cubrió de nuevo la distancia hasta el cráter. Se deslizó por la pendiente casi contra su voluntad, convencido de que el dios que no lo era habría muerto durante su ausencia.

Sin embargo, observó que todavía respiraba. El perro, acurrucado lo más cerca posible del cuerpo de su amo, tenía apoyada la cabeza en el pecho del dios y sus ojos vigilaban su cara pálida y manchada de sangre.

La idea de arrastrar el pesado cuerpo del dios por la pendiente del cráter y el campo de coralita, lleno de montículos y zanjas, descorazonó a Limbeck y dejó sus ánimos tan exhaustos como lo estaban sus piernas.

—No podré hacerlo —murmuró, dejándose caer al lado del dios y apoyando la cabeza en las rodillas dobladas de éste—. Ni siquiera creo..., que pueda regresar..., yo solo.

Se le velaban las gafas del acaloramiento del esfuerzo. Estaba entumecido de frío y sudoroso. Un nuevo elemento vino a sumarse a su aturdimiento físico y mental: el rumor de un trueno anunciaba la proximidad de otra tormenta. A Limbeck no le importó. Con tal de no tener que ponerse en pie otra vez...

«¡Pero este dios que no lo es demostrará que tenías razón!», le sermoneó aquella vocecilla irritante. «Por fin estarás en posición de convencer a los gegs de que han sido engañados y utilizados como esclavos. ¡Éste podría ser el amanecer de un nuevo día para tu pueblo! ¡Podría ser el inicio de la revolución!»

¡La revolución! Limbeck levantó la cabeza. La niebla de las gafas le impedía ver nada, pero no importaba. De todos modos, no estaba mirando el paisaje. Volvía a encontrarse en Drevlin, vitoreado por los gegs. Y algo todavía más hermoso: estaban siguiendo sus consejos.

¡Estaban preguntándose « ¿por qué?»!

Limbeck no logró nunca recordar con claridad lo que sucedió a partir de entonces. Le quedó la vaga imagen de que se desgarraba la camisa para improvisar una venda y envolver con ella la cabeza del dios. Recordaba haber mirado de soslayo al perro, sin saber cómo reaccionaría si alguien se acercaba a su amo, y que el perro le lamía la mano y lo miraba con sus ojos acuosos y permanecía a un lado, observando con nerviosismo cómo el geg agarraba el cuerpo exánime del dios y empezaba a tirar de él, ascendiendo la pendiente del cráter. A partir de ahí, los únicos recuerdos de Limbeck eran el dolor de sus músculos y la respiración jadeante mientras se arrastraban unos palmos, él y el cuerpo, y caían al suelo, y volvían a avanzar y a caer, sin cejar nunca en el empeño.

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