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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (53 page)

BOOK: Ala de dragón
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...la Mano que mueve la Canción del Ellxman,

la Canción del Fuego, el Corazón y la Tierra...

Los primeros gegs asomaron por la puerta de lo alto del brazo e irrumpieron en la superficie dorada de la Palma, cuyo piso estaba resbaladizo debido al rocío que esparcía el agua al elevarse en el aire. Los gegs patinaron y trastabillaron y algunos estuvieron peligrosamente cerca de caer al vacío. Reaccionando con prontitud, los gardas trataron sin éxito de detener la invasión y hacerlos retroceder escaleras abajo. Darral Estibador se encontró en medio de la turba que hacía sonar sus instrumentos y contempló, con muda cólera e indignación, cómo cientos de años de paz y tranquilidad se esfumaban en una canción.

Antes de que Alfred pudiera detenerlo, Bane echó a correr tras Hugh y Haplo, muy excitado. Sorprendido en medio del tumulto, Alfred trató de alcanzar a su príncipe. A Limbeck le habían saltado las gafas en el alboroto. Logró recuperarlas pero, zarandeado en todas direcciones, no consiguió volver a ponérselas. Con un parpadeo de desconcierto, miró a su alrededor, incapaz de distinguir al camarada del adversario. Advirtiendo los apuros del geg, Alfred lo agarró por el hombro y lo arrastró hacia la nave.

...el Fuego nacido al Final del Camino,

la Llama una parte, una llamada iluminada...

El capitán elfo, tendido de espaldas sobre los dedos de la Palma, luchó sin éxito con el perro, cuyos afilados dientes trataban de encontrar un camino entre el yelmo y el peto. Al llegar a la pasarela, Haplo observó con cierta preocupación la presencia de un hechicero elfo, inclinado sobre el comandante caído. Si el hechicero utilizaba su magia, al patryn no le quedaría más remedio que responder con las mismas armas. En medio de tanta confusión, tal vez pudiera hacerlo sin que nadie se fijara. Sin embargo, el hechicero no parecía interesado en la lucha, sino que permanecía junto al capitán contemplando con atención la lucha con el perro. El hechicero tenía en las manos una cajita con incrustaciones de piedras preciosas; una expresión de impaciencia le iluminaba el rostro.

Sin perder de vista al extraño hechicero, Haplo hincó la rodilla por un instante junto al elfo y, con cuidado de no llevarse un mordisco del perro, deslizó la mano bajo el cuerpo recubierto de metal buscando a tientas la espada. Por fin, la asió y tiró de ella. El cinto a la que estaba sujeta cedió y el patryn se encontró con el arma en su poder. Empuñándola, titubeó por un instante. Haplo se sentía reacio a matar a nadie en aquel mundo, y en especial a un elfo, pues empezaba a ver cómo podía utilizarlos su amo en el futuro. Se volvió hacia Hugh y le arrojó el arma.

Con la espada en una mano y el puñal en la otra, Hugh cruzó a la carrera la pasarela y penetró por la compuerta, sin dejar de cantar.

—¡Perro! ¡Aquí! ¡A mí! —ordenó Haplo.

El perro obedeció de inmediato y saltó del pecho del elfo acorazado, quien continuó debatiéndose impotente como una tortuga panza arriba. Mientras esperaba al perro, Haplo consiguió agarrar a Bane cuando el chiquillo pasaba corriendo ante él. El príncipe se hallaba en un estado de intensa excitación y cantaba la canción a pleno pulmón.

—¡Suéltame! ¡Quiero ver la lucha!

—¿Dónde diablos está tu guardián? ¡Alfred!

Mientras buscaba al chambelán entre la multitud, Haplo sujetó con firmeza al chiquillo, que seguía protestando y luchando por zafarse. Vio a Alfred que conducía con torpeza a Limbeck entre el caos que reinaba en la Palma. El geg, que a duras penas se mantenía en pie, aún seguía con su perorata.

—«Y ahora, distinguidos visitantes de otro reino, me gustaría exponeros los tres principios de la UAPP. El primero...»

La multitud se concentró en torno a Alfred y Limbeck. Haplo soltó a Bane, se volvió hacia el perro, señaló al príncipe y le ordenó al animal:

—Vigílalo.

El perro, con una sonrisa, se sentó sobre las patas traseras y fijó los ojos en Bane. Cuando Haplo se alejó, Bane miró al animal.

—Buen chico —dijo, y se dio media vuelta con la intención de cruzar la compuerta.

El perro se incorporó despreocupadamente, hundió los dientes en la parte posterior de los calzones de Su Alteza y lo retuvo donde estaba.

Haplo retrocedió por la pasarela hasta la Palma, rescató a Alfred y al charlatán Limbeck del seno del tumulto y los empujó hacia la nave. Tras ellos aparecieron varios miembros de la Unión soplando sus instrumentos en un guirigay que ensordecía a cuantos trataban de detenerlos. Haplo reconoció entre ellos a Jarre e intentó llamar su atención, pero la geg estaba sacudiendo a un garda con un gemidor y no se percató de ello.

Pese a la confusión, Haplo procuró mantener el oído atento a cualquier ruido de lucha a bordo de la nave. Sin embargo, no oyó nada salvo los cánticos de Hugh; ni siquiera el sonido de los silbatos.

—¡Aquí, chambelán! El chico es responsabilidad tuya.

Haplo liberó al príncipe de la vigilancia del perro y lo arrojó en brazos de un tembloroso Alfred. El patryn y el perro subieron a la carrera por la pasarela y Haplo dio por sentado que todos los demás lo seguían.

Al pasar del resplandor del sol que se reflejaba en la superficie dorada de la Palma a la oscuridad que reinaba en la nave, el patryn se vio obligado a hacer una pausa para que sus ojos se acostumbraran a ella. Detrás de él escuchó que Limbeck soltaba una exclamación, tropezaba y caía de rodillas; la súbita ausencia de luz y la pérdida de las gafas se aliaban para dejar al geg prácticamente ciego.

La vista de Haplo no tardó en habituarse a la situación. Por fin, distinguió la razón de que no hubiera oído ruidos de combate: Hugh hacía frente a un elfo que empuñaba una espada desnuda. Detrás del elfo se encontraba el resto de la tripulación de la nave, armado y a la espera. En la retaguardia del grupo, la túnica de combate plateada de un mago de a bordo reflejaba la luz del sol con un destello cegador. Nadie hablaba. Hugh había dejado de cantar y observaba al elfo con atención, a la espera de su ataque.

—«El camino lóbrego, el objeto parpadeante...» —Bane entonó las palabras con voz estentórea y chillona.

El elfo volvió la mirada hacia el chiquillo; la mano que sostenía la espada fue presa de un ligero temblor y se pasó la lengua por los labios resecos. Los demás elfos, dispuestos tras el primero, parecían esperar las órdenes de éste pues tenían la mirada fija en él.

Haplo se volvió en redondo.

—¡Cantad, maldita sea! —exclamó.

Alfred, sobresaltado por el grito, alzó su aguda voz de tenor. Limbeck aún seguía revolviendo sus papeles, buscando el punto donde había dejado el discurso.

El patryn vio que Jarre cruzaba la pasarela seguida de algunos correligionarios, estimulados y expectantes ante la perspectiva de hacerse con un tesoro. Haplo le hizo unos gestos frenéticos y Jarre, al fin, reparó en él.

—¡Alejaos! —vio que le decía por gestos, al tiempo que su boca articulaba la palabra—. ¡Alejaos!

Jarre detuvo a sus camaradas y éstos, disciplinadamente, obedecieron la orden de retirada. Los gegs estiraron el cuello para ver qué sucedía, vigilando con suma atención que nadie cogiera una sola cuenta de cristal antes que ellos.

...el Fuego conduce de nuevo desde los futuros, todos.

El cántico era ahora más potente, la voz de Alfred era más firme y entonada, la de Bane, cada vez más ronca pero sin flaquear un solo instante. Seguro ya de que los gegs no estorbarían, Haplo les dio la espalda para observar a Hugh y al elfo. Los dos seguían observándose con cautela, con las espadas en alto y sin cambiar de postura.

—No os deseamos ningún mal —declaró Hugh en élfico.

El elfo levantó una de sus delicadas cejas y volvió la mirada a su tripulación armada, que superaba a su adversario en proporción de veinte a uno.

—No me vengas con bromas —replicó.

La Mano
parecía conocer bastante las costumbres de los elfos, pues continuó hablando sin pausa, mostrando un dominio fluido del idioma.

—Hemos naufragado aquí abajo y queremos escapar. Nos dirigimos al Reino Superior...

El elfo mostró una sonrisa burlona.

—Mientes, humano. El Reino Superior está vedado. Lo rodea un círculo mágico de protección.

—Para nosotros, no lo está. Nos franquearán el paso —insistió Hugh—. Ese niño —añadió, señalando a Bane— es hijo de un misteriarca y...

Limbeck encontró el punto.

—«Distinguidos visitantes de otro reino...»

Procedente de fuera de la nave, les llegó un rechinar de metal y una voz:

—¡Los silbatos! ¡Usad los silbatos, idiotas!

Y dos de ellos sonaron a continuación: el del capitán y el del hechicero que portaba la cajita.

El perro lanzó un gañido, irguió las orejas y se le erizó el pelo del cuello. Haplo acarició al animal para tranquilizarlo, pero no lo consiguió y el animal empezó a aullar de dolor. El sonido metálico y el pitido de los silbidos se oían más cerca. Una figura apareció en la escotilla y ocultó la luz del sol.

Alfred se echó hacia atrás, llevando con él a Bane, pero Limbeck seguía leyendo el discurso y no vio al capitán. Un brazo enfundado en metal apartó con violencia al geg y lo mandó contra un mamparo. El elfo se detuvo junto a la escotilla y se quitó el casco. Sus ojos, inyectados en sangre, miraban con rabia a la tripulación.

El capitán apartó el silbato de los labios el tiempo suficiente para gritar, enfurecido:

—¡Haga lo que le ordeno, teniente, maldita sea!

El hechicero, caja en mano, apareció al costado de su pupilo.

El elfo plantado frente a Hugh levantó el silbato con una mano que parecía moverse por propia voluntad. Su mirada fue del capitán a Hugh, y de nuevo al primero. Los demás tripulantes levantaron también sus respectivos silbatos o llevaron los dedos a ellos. Algunos ensayaron un titubeante pitido.

Hugh no entendía qué estaba sucediendo, pero intuyó que la victoria pendía de una nota, por decirlo así, y se puso a cantar con su voz ronca. Haplo se unió a él, el capitán hizo sonar enérgicamente su silbato, el perro lanzó otro aullido de dolor y todos, incluso Limbeck, entonaron con fuerza los dos últimos versos:

El Arco y el Puente son pensamientos y corazón,

el Trayecto una vida, la Sierra una parte.

La mano del teniente se movió y asió el silbato. Haplo, acercándose a un guerrero elfo próximo al oficial, tensó los músculos dispuesto a saltar sobre él para intentar arrebatarle el arma. Sin embargo, el teniente no se llevó el silbato a la boca: con un enérgico tirón, rompió la correa de la que colgaba el instrumento mágico y arrojó éste a la cubierta de la nave. Entre los tripulantes se alzaron unos vítores airados y muchos, incluso el mago de a bordo, siguieron el ejemplo del teniente.

El capitán, rojo de rabia y lanzando espumarajos por la boca, exclamó escandalizado:

—¡Traidores! ¡Sois unos traidores conducidos por un cobarde! Tú eres testigo, weesham: estos puercos rebeldes se han amotinado y cuando volvamos...

—No vamos a volver, capitán —replicó el teniente, erguido y tenso, con una mirada fría en sus ojos grises—. ¡Cesad de cantar! —añadió.

Hugh sólo tenía una vaga idea de lo que estaba sucediendo; al parecer, habían topado con una especie de querella privada entre los elfos. No tardó en reconocer que la situación podía resultarle ventajosa, de modo que efectuó un gesto con la mano. Todo el mundo calló, aunque Alfred hubo de ordenarle por dos veces a Bane que guardara silencio y, al cabo, tuvo que taparle la boca con la mano.

—¡Ya os dije que ese teniente era un cobarde! —Repitió el capitán, dirigiéndose a la tripulación—. ¡No tiene valor ni para luchar con estas bestias! ¡Quítame esto de encima, geir! —El capitán elfo no podía moverse dentro de la armadura. El geir levantó una mano sobre ella y pronunció una palabra: al instante, la cubierta de metal desapareció por arte de magia. Lanzándose hacia adelante, el capitán elfo se llevó la mano al costado y descubrió que su espada había desaparecido, aunque la localizó casi al instante: Hugh apuntaba con ella a su garganta.

—¡No, humano! —Gritó el teniente, avanzando un paso para impedir que Hugh llevara a cabo su propósito—. Este combate debo librarlo yo. Por dos veces, capitán, me has llamado cobarde sin que yo pudiera defender mi honor. ¡Ahora ya no puedes protegerte con tu rango!

—¡Eres muy valiente para decir esto, teniendo en cuenta que estoy desarmado y tú empuñas una espada!

El teniente se volvió hacia Hugh.

—Como puedes ver, humano, ésta es una cuestión de honor. Me han dicho que vosotros, los humanos, comprendéis tales asuntos. Te pido que entregues la espada al capitán. Por supuesto, esto te deja indefenso, pero no tenías muchas oportunidades de cualquier modo, siendo uno contra tantos. Si vivo, me comprometo a ayudarte. Si caigo, te encontrarás en la misma situación que ahora.

Hugh sopesó las alternativas y, con encogimiento de hombros, entregó la espada. Los dos elfos se aprestaron al combate, poniéndose en guardia. Los tripulantes concentraron su atención en la batalla entre el capitán y el teniente. Hugh se acercó con sigilo a uno de ellos y Haplo tuvo la certeza de que el humano no estaría mucho tiempo desarmado.

El patryn tenía otros asuntos de qué ocuparse. No había dejado de vigilar el enfrentamiento que se desarrollaba junto a la nave y vio que las fuerzas de la Unión, tras derrotar a los gardas, estaban sedientas de sangre y ávidas de lucha. Si los gegs abordaban la nave, los elfos pensarían que se trataba de un ataque en toda regla, olvidarían sus diferencias y responderían unidos. Haplo ya podía ver a los gegs señalando la nave y prometiéndose un sustancioso botín.

Las espadas entrechocaron. El capitán y el teniente lanzaron estocadas y las pararon. El mago elfo observaba la escena con expectación, sujetando con fuerza la cajita que sostenía contra el pecho. Con movimientos rápidos pero tranquilos, esperando atraer lo menos posible la atención, Haplo se desplazó hasta la escotilla. El perro lo acompañó al trote, pegado a sus talones.

Jarre estaba en la pasarela, con las manos cerradas en torno a una pandereta rota y los ojos fijos en Limbeck. Impertérrito, el geg se había incorporado y, tras ajustarse las gafas y localizar de nuevo el pasaje, reanudó el discurso.

—«... una vida mejor para todos...»

Detrás de Jarre, los gegs seguían tomando ánimos, estimulándose unos a otros a asaltar la nave y apoderarse del botín de guerra. Haplo encontró el mecanismo para bajar y alzar la pasarela y se apresuró a estudiarlo para entender su funcionamiento. Ahora, el único problema era la mujer geg.

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