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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (54 page)

BOOK: Ala de dragón
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—¡Jarre! —Le gritó, agitando la mano—. ¡Baja de la pasarela! ¡Voy a izarla! ¡Tenemos que irnos enseguida!

—¡Limbeck! —La voz de Jarre era inaudible, pero Haplo leyó el movimiento de sus labios.

—¡Me ocuparé de él y lo devolveré sano y salvo, te lo prometo!

Era una promesa fácil de hacer. Una vez que lo tuviera convenientemente moldeado, Limbeck estaría preparado para conducir a los gegs y convertirlos en una fuerza de combate unida, en un ejército dispuesto a entregar la vida por el Señor del Nexo.

Jarre dio un paso adelante. Haplo no quería que lo hiciera pues no confiaba en ella. Algo la había cambiado. Alfred. Sí, él la había cambiado. La geg ya no era la feroz revolucionaria que había conocido antes de que apareciera con el chambelán.

Aquel hombre de aspecto débil e inofensivo en realidad no lo era tanto.

Para entonces, los gegs ya se habían decidido a ponerse en acción y avanzaban sin obstáculos hacia la nave. A sus espaldas, Haplo escuchó en todo su furor el duelo entre los dos elfos y preparó el mecanismo para levantar la pasarela. Jarre caería y se precipitaría a la muerte. Parecería un accidente y los gegs echarían la culpa a los elfos. Puso la mano en la palanca, dispuesto a ponerlo en acción, cuando vio que el perro pasaba junto a él y corría pasarela abajo.

—¡Perro! ¡Vuelve aquí!

Pero el animal, o bien no le obedeció o, entre los cánticos y el fragor de las armas, no oyó su orden.

Frustrado, Haplo soltó la palanca y saltó a la pasarela tras el perro. Éste había atrapado con sus dientes la manga de la blusa de Jarre y tiraba de ella, obligando a la geg a descender hacia la Palma.

Jarre, desconcertada, miró al perro y, al hacerlo, vio a sus congéneres que avanzaban hacia la nave.

—¡Jarre! —Gritó Haplo—. ¡Detenlos! ¡Los welfos los matarán! ¡Nos matarán a todos, si atacáis!

La geg volvió la mirada hacia él, y luego hacia Limbeck.

—¡De ti depende, Jarre! —Insistió Haplo—. ¡Ahora, tú eres su líder!

El perro había dejado de tirar y la miraba con un brillo en los ojos, moviendo la cola.

—Adiós, Limbeck —susurró Jarre. Inclinándose, dio un feroz abrazo al perro; luego se volvió y, sacando pecho, descendió por la pasarela hasta los dedos de la Palma. Colocándose frente a los gegs, alzó los brazos y todos se detuvieron.

—Van a repartir un soldo extra. Debéis ir todos abajo para recibirlo. Aquí arriba no hay nada.

—¿Abajo? ¿Lo van a repartir abajo?

Los gegs se apresuraron a dar media vuelta y empezaron a empujar y apelotonarse, tratando de alcanzar la escalera.

—¡Entra aquí, perro! —ordenó Haplo.

El animal trotó por la cubierta, con la lengua colgando de una boca abierta en una irreprimible sonrisa de triunfo.

—Orgulloso de ti mismo, ¿eh? —dijo su amo y, soltando la palanca y recogiendo los cabos, izó la pasarela lo más deprisa que pudo. Escuchó la voz de Jarre dando órdenes y a los gegs lanzando vítores. La pasarela quedó en su sitio y Haplo cerró a cal y canto la escotilla, con lo que dejó de ver y de oír a los gegs.

—Estúpido mestizo. Debería despellejarte —murmuró Haplo, acariciando las orejas sedosas del can.

Alzando su voz sobre el estruendo del acero, Limbeck continuó:

«Y, por último, me gustaría decir...»

CAPÍTULO 42

LOS LEVARRIBA, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Haplo volvió la cabeza de la escotilla a tiempo de ver cómo el teniente hundía la espada en el pecho del capitán elfo. El teniente soltó su arma y el capitán se derrumbó en cubierta. La tripulación guardó silencio, sin lanzar vítores ni lamentos. El teniente, con rostro frío e impasible, se apartó para dejar sitio al mago, que se arrodilló junto al elfo agonizante. Haplo imaginó que el mago, que en todo momento había estado tan próximo al capitán, debía de ser un sanador a su servicio. Por eso, el patryn se sorprendió al ver que el hechicero no hacía el menor gesto de ayudar al herido y se limitaba a acercar la cajita taraceada a los labios del capitán.

—¡Pronuncia las palabras! —dijo el geir con un siseo.

El capitán hizo un intento, pero su boca escupió un borbotón de sangre.

El mago pareció enfadarse y, levantando la cabeza del elfo, forzó a los ojos que se apagaban rápidamente a mirar hacia la cajita.

—¡Pronuncia las palabras! ¡Es tu deber para con tu pueblo!

Golpe a golpe, con evidente esfuerzo, el moribundo susurró unas palabras que a Haplo le resultaron ininteligibles. Después, el capitán cayó hacia atrás, sin vida. El hechicero cerró la cajita y, con una mirada recelosa a los demás elfos, la guardó celosamente como si en ella acabara de guardar alguna joya rara y preciosa.

—¡No os atreváis a hacerme daño! —Exclamó con un gemido—. ¡Soy un weesham y la ley me protege! ¡Una maldición os perseguirá todos los días de vuestra vida si me impedís llevar a cabo mi sagrada misión!

—No tengo intención de hacerte daño —replicó el teniente, con una mueca de desdén en los labios—. Aunque supongo que vos sabréis mejor que nadie qué utilidad puede tener para nuestro pueblo el alma de ese canalla. En todo caso, ha muerto con honor aunque no lo tuviera en vida. Tal vez eso cuente para algo.

Bajó el brazo, tomó la espada del elfo muerto y se la entregó a Hugh, con la empuñadura por delante.

—Gracias, humano. Y a ti —añadió, mirando a Haplo—. Me he percatado del peligro que representaban los gegs. Tal vez, cuando tengamos tiempo para ello, me explicaréis qué está sucediendo en Drevlin. De momento, debemos aprestarnos para zarpar enseguida. —El elfo se volvió de nuevo a Hugh—. Eso que has dicho del Reino Superior, ¿era verdad?

—Sí. —Hugh despojó al cadáver de la vaina y guardó la espada en ella—. El muchacho —señaló con el pulgar a Bane, que permanecía mudo ante el cadáver, contemplándolo con aire curioso— es hijo de un tal Sinistrad, un misteriarca.

—¿Cómo es que tienes a tu cuidado a un chiquillo como él?

El elfo observó a Bane, pensativo. El príncipe, con el rostro casi traslúcido de tan pálido, captó la mirada y, fijando la suya en los ojos grises del elfo, le lanzó una sonrisa entre dulce y valiente, acompañada de una seria y garbosa reverencia. El teniente quedó encantado.

A Hugh se le ensombreció el rostro.

—Eso no tiene importancia —contestó—. No es asunto tuyo. Tratábamos de alcanzar el Reino Superior cuando nuestra nave fue atacada por tu pueblo. Logramos desembarazarnos de ellos, pero mi nave resultó dañada y nos precipitamos al Torbellino.

—¿Tu nave? ¡Los humanos no tienen naves dragón!

—¡Los humanos que se llaman Hugh
la Mano
tienen lo que se les antoja!

Entre los elfos se elevó un murmullo, el primer sonido que hacían desde que se iniciara el duelo. El teniente asintió.

—Comprendo. Esto explica muchas cosas.

El elfo extrajo un retal de tela con puntillas del bolsillo del uniforme, lo utilizó para limpiar de sangre la hoja de su espada y guardó el arma en la vaina.

—Tienes fama de ser un humano de honor... Un honor bastante peculiar, pero honor al fin y al cabo. Si me excusáis, humanos, tengo deberes que atender en mi nueva calidad de capitán de esta nave. El guardiamarina Ilth os conducirá a los camarotes.

Haplo pensó que así habrían sido despedidos de la presencia de su amo unos esclavos. El elfo había decidido hacerlos sus aliados, pero no sentía por ellos el menor amor y, al parecer, muy poco respeto. El tripulante elfo les indicó que lo siguieran.

Limbeck estaba arrodillado junto al cuerpo del capitán.

—Entonces, yo tenía razón —murmuró al notar la mano de Haplo en su hombro—: no son dioses.

—En efecto, no lo son. Ya te dije que no hay dioses en este mundo.

Limbeck miró a su alrededor como si hubiera perdido alguna cosa y no tuviera la más remota idea de dónde empezar a buscarla.

—¿Sabes? —Comentó al cabo de un momento—, casi lo lamento.

Mientras abandonaba el puente tras el guardiamarina, Haplo oyó preguntar a uno de los elfos:

—¿Qué hacemos con el cuerpo, teniente? ¿Lo arrojamos por la borda?

—No —respondió aquél—. Era un oficial y sus restos serán tratados con respeto. Colocad el cuerpo en la bodega. Nos detendremos en el Reino Medio y lo dejaremos allí con su geir. Y, a partir de ahora, cuando te dirijas a mí, llámame capitán.

El elfo se daba prisa en imponer respeto a la tripulación, sabiendo que debía remendar los cabos de la disciplina que él mismo había deshilado. Haplo dedicó una muda alabanza al elfo y acompañó a los demás escalerilla abajo.

El joven guardiamarina los llevó a lo que, según Hugh, era el equivalente a una mazmorra en la nave. El calabozo era inhóspito y sombrío. En los tabiques había unos ganchos de los que, por la noche, podían colgarse unas hamacas para dormir. Durante el día, se recogían para dejar suficiente espacio para moverse. Unas pequeñas portillas proporcionaban una vista del exterior.

Tras informarles de que volvería con agua y comida cuando la nave hubiera atravesado sin contratiempos el Torbellino, el tripulante cerró la puerta y oyeron cómo pasaba el cerrojo.

—¡Estamos prisioneros! —exclamó Bane.

Hugh se acomodó, poniéndose en cuclillas con la espalda apoyada en un mamparo. Con aire malhumorado, sacó la pipa del bolsillo y apretó la boquilla entre los dientes.

—Si quieres ver prisioneros, ve a echar una ojeada a los humanos que emplean como galeotes debajo de la cubierta. El teniente nos ha hecho encerrar precisamente por su causa. Si liberáramos a los esclavos, podríamos adueñarnos de la nave y él lo sabe.

—¡Entonces, hagámoslo! —propuso Bane, con el rostro encendido de excitación. Hugh le dirigió una mirada furibunda.

—¿Crees que puedes pilotar esta nave, Alteza? ¿Tal vez piensas hacerlo como con la mía?

Bane enrojeció de cólera. Cerrando la mano en torno al amuleto de la pluma, el chiquillo se tragó la rabia y cruzó la estancia para asomarse a la portilla con expresión airada.

—¿Y tú? ¿Confías en él, en ese elfo? —inquirió Alfred con cierto nerviosismo.

—No más de lo que él se fía de nosotros. —Hugh dio una malhumorada chupada a la pipa vacía.

—Entonces, ¿esos elfos se han «convertido», o como quiera que llaméis a lo que les sucede cuando escuchan esta canción? —quiso saber Haplo.

—¿Convertirse? Creo que no. —Hugh movió la cabeza—. Los elfos que experimentan de verdad el efecto de esta canción pierden toda conciencia de dónde se encuentran. Es como si se vieran transportados a otro mundo. Ese teniente actúa como lo hace por su propio impulso. Lo que lo atrae es el señuelo de las legendarias riquezas del Reino Superior y el hecho de que ningún elfo se haya atrevido nunca a viajar hasta allí.

—¿Y no se le pasará por la cabeza que sería más sencillo arrojarnos por la borda a la tormenta y quedarse al chiquillo para él solo?

—Sí, es posible, pero los elfos tienen un «peculiar» sentido del honor. De algún modo, aunque probablemente nunca sabremos cómo, parece que le hicimos un favor a ese elfo poniendo en sus manos al capitán. Su tripulación ha sido testigo de ello y el nuevo capitán perdería reputación ante sus ojos si ahora nos eliminara sólo para hacerse las cosas más fáciles.

—¿Entonces, el honor es importante para los elfos?

—¡Importante! —Exclamó Hugh—. ¡Por él venderían sus almas..., si sus buitres no las devoraran antes!

Un detalle interesante, del que Haplo tomó buena nota. Su amo también tenía intereses en el mercado de almas.

—Así que llevamos a una dotación de piratas elfos al Reino Superior... —Alfred suspiró y empezó a moverse con nerviosismo—. Debes estar cansado, Alteza. Deja que prepare una de esas hamacas y...

Tropezando con un tablón, el chambelán cayó de bruces sobre la cubierta.

—¡No estoy cansado! —Protestó Bane—. Y no te preocupes por mi padre y esos elfos. ¡Mi padre se ocupará de ellos!

—No te molestes en levantarte —sugirió Hugh al postrado chambelán—. Vamos a atravesar el Torbellino y nadie podrá sostenerse en pie cuando llegue el momento. Que todo el mundo se siente y se agarre donde pueda.

Era un buen consejo. Haplo vio pasar a gran velocidad las primeras nubes de la gran tormenta. Los relámpagos estallaban, cegadores, acompañados del retumbar de los truenos. La nave empezó a cabecear y dar sacudidas. El patryn se relajó en un rincón y el perro se enroscó a sus pies, con el hocico bajo la cola. Alfred se encogió miserablemente contra el mamparo y tiró de un quejoso Bane por el trasero de los pantalones.

Sólo Limbeck permaneció en pie, mirando extasiado por la portilla.

—Siéntate, Limbeck. Es peligroso —le avisó Haplo.

—No puedo creerlo —murmuró el geg sin volverse—. No hay dioses..., y estoy volando hacia el cielo.

CAPÍTULO 43

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